La educación sentimental. Gustave Flaubert

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La educación sentimental - Gustave Flaubert Clásicos

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le sacaban de quicio. Arnoux era, para él, el representante de un mundo que consideraba funesto para la democracia. Republicano austero, sin necesidades ningunas, además, y de una inflexible honradez, consideraba corrompidas todas las elegancias.

      La charla se reanudó, no sin trabajo. El pintor, a poco, se acordó de su cita, y de sus alumnos el pasante; y cuando se vieron fuera, después de un largo silencio, Deslauriers hizo varias preguntas sobre Arnoux.

      —Me presentarás a él más adelante, ¿no es cierto, amigo mío?

      —Seguramente —dijo Frédéric.

      Luego trataron de su colocación. Deslauriers había obtenido sin trabajo un puesto de pasante segundo en casa de un procurador; se matriculó en la Escuela de Derecho, comprando los libros indispensables, y la tan anhelada vida comenzó, una vida que fue deliciosa merced a la belleza de su juventud. Como Deslauriers no dijera nada respecto de los gastos, Frédéric tampoco dijo una palabra. Subvenía a todas las necesidades, arreglaba el armario, se ocupaba de la casa; pero si era menester echarle una reprimenda al portero, el pasante era el encargado de ello, continuando, como en la escuela, su papel de mayorcito y de protector,

      Separados durante el día, volvían a reunirse llegada la noche. Se colocaba cada uno en su sitio, en un rincón de la chimenea, y ponían manos en el trabajo, que no tardaban en interrumpir con interminables expansiones y alegrías sin motivos, y hasta disputas, a las veces, a propósito de la mala luz de la lámpara o de un libro extraviado; cóleras de un minuto, en fin, que al minuto se ahogaban en risas.

      Las puertas de las alcobas se quedaban abiertas y el charloteo proseguía de cama en cama.

      Al llegar el día se paseaban en mangas de camisa por el terrado; surgía el Sol, las fugitivas brumas se deslizaban por el río, se oían los mil ruidos del vecino mercado de flores, y el humo de sus pipas se esparcia por el puro ambiente que refrescaba sus ojos, abotargados aún, inundándose sus almas de una esperanza inmensa al aspirar aquel aire.

      El domingo, si no llovía, se marchaban juntos y cogidos del brazo por esas calles. Casi siempre se les ocurría a un tiempo idéntica reflexión, o bien charlaban sin parar mientes en lo que había en torno de ellos. Deslauriers ambicionaba la riqueza como medio de señorearse del mundo; hubiera deseado remover la sociedad, llamar mucho la atención, tener tres secretarios a sus órdenes y dar comidas políticas una vez a la semana. Frédéric se amueblaba un palacio a lo moro, para vivir tendido en divanes de Cachemira, acariciado el oído por el desgranarse de un surtidor y servido por pajes negros, y eran tan palpables todas estas cosas soñadas, que al verse sin ellas se entristecían como si las hubiesen perdido.

      —Pero ¿para qué hablar de tales cosas —decía Frédéric—si nunca las tendremos?

      —¿Quién sabe? —replicaba Deslauriers.

      A pesar de sus opiniones democráticas, le incitaba a que se introdujera en casa de los Dambreuse; a lo que Frédéric argüía que ya lo había intentado.

      —¡Bah! Vuelve a la carga y te invitarán.

      Como a mediados de marzo, y entre otras cuentas de importancia, recibiera la del hostelero que les servía la comida, y como Frédéric no tuviera dinero bastante, pidió prestado a Deslauriers cien escudos; la misma petición fue reiterada quince días más tarde, regañándole su amigo por los gastos que hacía en el establecimiento de Arnoux.

      Efectivamente, tales gastos eran excesivos. Una vista de Nápoles, otra de Venecia y otra de Constantinopla aparecían en mitad de cada una de las tres paredes; acá y allá, escenas ecuestres de Alfredo de Dreux, un grupo de Pradier sobre la chimenea, dos números de L'Art Industriel sobre el piano y cartones de dibujo por el suelo, obstruían de tal suerte la habitación, que apenas si había sitio para colocar un libro ni tan siquiera para rebullirse. Según Frédéric, todo aquello le era necesario para poder pintar.

      Trabajaba en casa de Pellerin; pero éste con frecuencia se hallaba en la calle, pues tenía la costumbre de asistir a todos los entierros y acontecimientos de que hablaban los periódicos, de modo que Frédéric se pasaba completamente solo las horas enteras en el estudio. El silencio que allí reinaba, sólo interrumpido por el corretear de los ratones; la luz que caía de lo alto, y hasta el crepitar de la estufa, todo, de consuno, le hundía al principio en una especie de bienestar intelectual.

      Luego sus ojos, abandonando el trabajo, se abismaban en las desconchaduras de la pared, entre las baratijas del armario, a lo largo de las estatuas en las que el polvo amasado semejaba jirones de terciopelo, y como el viajero que, perdido en medio de un bosque, siempre, vaya por donde vaya, sale al mismo sitio, así el joven, en lo profundo de cada idea, se hallaba siempre con la imagen de la señora Arnoux.

      Se había fijado día para ir a su casa; pero una vez en el segundo piso, ante la puerta, dudaba en llamar. Unos pasos se aproximaban, abrían, y al oír "La señora no está en casa", se sentía como liberado, como si le quitaran un peso del corazón.

      Sin embargo, la encontró más de una vez: la primera estaba en compañía de tres señoras; otra, por la tarde, fueron interrumpidos por el maestro de caligrafía de la señorita Marthe. Además, como los hombres que conocían a la señora Arnoux no la visitaban, Frédéric, por discreción, dejó de hacerlo.

      Pero no dejaba de ir, muy particularmente todos los miércoles por la tarde, a L'Art Industriel, para ser invitado a las comidas de los jueves; permanecía allí después de todos, más tiempo aun que Regimbart, hasta el último minuto, fingiendo que miraba un grabado o que leía un periódico. Al fin, Arnoux le decía:

      —¿Está usted libre mañana por la noche?

      Y sin esperar a que terminase, aceptaba la invitación. Parecía que Arnoux iba tomándole cariño. Le enseñó el arte de reconocer los vinos, a quemar el ponche, a hacer salmorejo de ave. Frédéric seguía dócilmente sus consejos, amando cuanto dependía de la señora Arnoux: sus muebles, sus criados, su casa, su calle.

      Apenas si hablaba durante aquellas comidas, limitándose a contemplarla a ella: en la sien derecha tenía un lunarcito; sus cabellos, por delante, eran de una negrura más intensa y como ligeramente humedecidos por los bordes; de vez en cuando, y con tan sólo dos dedos, se los alisaba. Frédéric conocía la forma de todas las uñas de ella; se deleitaba escuchando el crujir de su vestido de seda al pasar junto a las puertas; olisqueaba a hurtadillas el perfume de su pañuelo; su peinado, sus guantes, sus sortijas, eran para él cosas de un alto valor, importantísimas como obras de arte, casi animadas como personas; todas se le adentraban en el alma y enardecían su pasión, que no había tenido fuerzas para ocultársela a Deslauriers. Cuando regresaba de casa de la señora Arnoux, lo despertaba como sin querer, a fin de poder hablar de ella.

      Deslauriers, que dormía en un cuartito, junto a la pileta, lanzaba un prolongado bostezo, y Frédéric se sentaba a los pies de la cama. En primer lugar hablaba de la comida, y a continuación refería mil detalles insignificantes, en los que observaba señales de desprecio o de cariño.

      Una vez, por ejemplo, ella había rehusado su brazo para tomar el de Dittmer, desolándose Frédéric.

      —¡Oh, que tontería!

      O bien le había llamado "amigo mío". "¡Entonces la cosa marcha!", pensaba él.

      —Pero yo no me atrevo —decía Frédéric.

      Perfectamente; no pienses más en ella. Buenas noches.

      Y volviéndose del lado de la pared, tornaba a dormirse. Aquel amor

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