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ama a los niños.

      —No a todos.

      Y sin decir otra cosa, alargó hacia ella su mano izquierda, abierta del todo, imaginándose que acaso ella haría lo mismo y se encontraría con la suya. Luego tuvo vergüenza y la retiró.

      A poco rodaba el coche por el empedrado; el caballo iba más aprisa; se multiplicaban los mecheros de gas: estaban en París. Hussonnet saltó de su sitio frente al guardamueble. Frédéric aguardó a que llegasen al patio para apearse; luego se emboscó en la esquina de la calle de Choiseul, viendo a Arnoux que subía de nuevo y lentamente hacia los bulevares.

      Desde el día siguiente se puso a trabajar con todas sus fuerzas. Se veía en la sala de una Audiencia, durante una tarde de invierno y próxima a terminar la defensa, cuando los jurados están pálidos y la jadeante multitud hace crujir los tabiques de madera de la sala, hablando cuatro horas hacía, resumiendo todas sus pruebas, presentando otras y sintiendo a cada frase, a cada palabra, a cada ademán, levantarse la cuchilla de la guillotina, suspendida a sus espaldas; luego se veía en la Cámara como orador que lleva en sus labios la salvación de todo un pueblo, ahogando, con sus vehemencias, a los adversarios, confundiéndolos con una respuesta, llena la voz —irónica, patética, fogosa o sublime—de arranques y musicales entonaciones. Ella estaría allí, en cualquier parte, en medio de los demás, ocultando bajo el velo sus lágrimas de entusiasmo; se reunirían después, y los desalientos, las calumnias y las injurias no harían mella en su ánimo si ella le decía: "¡Oh, qué hermoso es eso!", pasándole por la frente su grácil mano.

      Aquellas imágenes fulguraban como faros en el horizonte de su vida. Su talento, excitado, se hizo más penetrante y más fuerte. Se encerró hasta el mes de agosto, consiguiendo salir bien de su último examen.

      Deslauriers, a quien tanto trabajo había costado obligarle a repasar de nuevo el segundo curso, a fin de diciembre, y el tercero, en febrero, se admiraba de aquel entusiasmo. Con tal motivo, renacieron las antiguas esperanzas. Era preciso que Deslauriers, dentro de diez años, fuera diputado, y ministro dentro de quince, ¿por qué no? Con su patrimonio, que iba a recoger en seguida, podía, primeramente, fundar un periódico; esto, para empezar, que luego ya se vería. En cuanto a él, su ambición era siempre ocupar una cátedra de la Facultad de Derecho.

      Su tesis Doctoral fue de tan sobresaliente manera defendida, que mereció las felicitaciones de los catedráticos.

      Tres días después era aprobada la de Frédéric. Antes de marcharse de vacaciones se le ocurrió finalizar con una comida a escote las reuniones de los sábados. Así se hizo, y en ella estuvo muy alegre.

      La señora Arnoux estaba en Chartres con su madre; pero la encontraía de nuevo muy pronto, y acabaría siendo su amante.

      Deslauriers, admitido aquel mismo día en laparlotte de Orsay, lugar donde suelen adiestrarse los abogados jóvenes, hizo allí un discurso que fue muy celebrado. Aunque era hombre sobrio, se achispó, y ya en los postres le dijo a Dussardier:

      —¡Tú eres una persona honrada! Cuando yo sea rico te nombraré mi administrador.

      Todos eran dichosos: Cisy no acabaría la carrera; Martinon se iba a continuar las practicas en provincias, donde sería nombrado auxiliar; Pellerin se preparaba para pintar un gran cuadro que representaba El genio de la revolución; Hussonnet, en la semana siguiente, debía leer al director de las Diversiones el plan de una obrita, y no dudaba del éxito.

      —¡Porque el armazón del drama me lo admiten! Por lo que hace a las pasiones, he rodado lo bastante para conocerlas, y en cuanto a los rasgos de ingenio, precisamente son mi fuerte.

      Dio un salto, cayó sobre ambas manos, lanzó las piernas al aire, y de esta suerte anduvo en torno de la mesa durante un rato.

      Aquella galopinada no desarrugó el ceño de Senecal, que acababa de perder su destino en el colegio por haberle pegado al hijo de un aristócrata. Como su miseria era cada vez mayor, renegaba del orden social y maldecía a los ricos, desahogándose en el seno de Regimbart, que estaba, por momentos, más desilusionado, entristecido y disgustado. El ciudadano se entregaba, por entonces, al estudio de los presupuestos y acusaba a la camarilla de malgastar los millones en Argelia.

      Como no podía dormir sin haberse pasado por el diván Alexandre, apenas dieron las once desapareció. Los demás se retiraron más tarde, y Frédéric, al despedirse de Hussonnet, supo por éste que la señora Arnoux había debido llegar la víspera.

      Demoró su partida para el día siguiente, y a eso de las seis de la tarde se presentó en casa de ella, que no estaba, pues, según le dijo el portero, había demorado su regreso una semana. Frédéric comió solo, y luego paseó, para pasar el tiempo, por los bulevares.

      Nubes rosas, en forma de chal, se alargaban por encima de los tejados; comenzaban a recogerse los toldos de las tiendas; los carros de riego vertían su lluvia sobre el polvo, y una inesperada frescura se mezclaba al vaho de los cafés, por cuyas abiertas puertas se veían, entre plateados y dorados, los manojos de flores que se reflejaban en los altos espejos. La gente marchaba despacio; en medio de la acera había grupos de hombres charlando, y cruzaban las mujeres con ese lánguido mirar y ese matiz de camelia que dan a las carnes femeninas la laxitud de los calores excesivos. Un desmedido no se qué se extendía por doquier, envolviendo las casas. Nunca París se le antojó tan hermoso, y era tal su optimismo, que sólo percibía en el porvenir una interminable serie de años repletos de amor.

      Se detuvo ante el teatro de la Porte-Saint-Martin para mirar el cartel y, como no tenía nada que hacer, compró un boleto.

      Se representaba una antigua comedia de magia. Los espectadores eran escasos, y en las claraboyas del paraíso la luz se destacaba en cuadraditos azules, mientras que los quinqués del proscenio formaban una sola hilera de luces amarillas. La escena representaba un mercado de esclavos en Pekín, con campanillas, platillos, sutanes, gorros puntiagudos y retruécanos. Bajado el telón anduvo a solas por el foyer y admiró el bulevar, al pie de la escalinata, un gran landó verde, tirado por dos caballos blancos que sujetaba un cochero de calzón corto.

      Ocupaba de nuevo su sitio, cuando en el antepecho del primer palco apareció un matrimonio. El marido tenía rostro pálido, de rala y canosa barba, la insignia de la Legión de Honor y ese glacial empaque que se atribuye a los diplomáticos.

      Su mujer, veinte años más joven, por lo menos, ni alta ni baja, ni fea ni bonita, con los rubios cabellos en tirabuzones a la inglesa, llevaba un vestido de cuerpo liso y un gran abanico de encaje negro. Para que personas de un rango asistiesen al espectáculo en aquella estación era necesario suponer una casualidad o el aburrimiento de pasar la noche solos. La señora mordisqueaba su abanico y el caballero bostezaba. Frédéric no podía acordarse de dónde conocía aquel rostro.

      En el entreacto siguiente, al atravesar por el pasillo de los palcos, se encontró con los dos, y al ligero saludo que les hizo, el señor Dambreuse, reconociéndolo, le llamó y se excusó de imperdonables negligencias. Era una alusión a las numerosas tarjetas que le enviara siguiendo los consejos de Deslauriers. Con todo, confundía las épocas creyendo que Frédéric estudiaba el segundo año de Derecho. Después le envidió por marcharse al campo; también él necesitaba reposo, pero sus asuntos le retenían en París. La señora Dambreuse, apoyada en el brazo de su marido, inclinaba levemente la cabeza; la agradable espiritualidad de su rostro contrastaba con su melancólica expresión de hacía un momento.

      —A pesar de todo, en el campo se encuentran muchas distracciones —dijo, a propósito de las últimas palabras de su marido. Qué espectáculo más necio es éste, ¿verdad, caballero?

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