Las negociaciones nuestras de cada día. Clara Coria

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу Las negociaciones nuestras de cada día - Clara Coria страница 7

Автор:
Серия:
Издательство:
Las negociaciones nuestras de cada día - Clara Coria Androginias 21

Скачать книгу

negociaciones con los hijos suelen ser una de las más difíciles porque, entre otras cosas, ponen en evidencia la falta de incondicionalidad materna. Sabemos que negociar es pactar condiciones y valorar las propias necesidades tanto como las ajenas. Poder amarse a sí misma tanto como al propio hijo puede ser vivido como un ataque al mandato patriarcal de incondicionalidad materna, que deja su huella culposa en los deformados corazones femeninos. Una mujer dejó constancia de esto cuando comentó que su hijo pretendía que lo trasladara en su coche a la hora de la siesta, que es cuando ella toma un pequeño descanso entre sus horas de trabajo de la mañana y la tarde. Decía:

      ¡Ruego a Dios que no me lo pida porque soy incapaz de decirle que no! ¡Que no me lo pida! ¡Que no me lo pida!

      Lo que hace más interesante este comentario es que se trata de un hijo mayor de edad, que usa a menudo el coche de su madre, quien no tiene inconveniente en prestárselo. En realidad, lo que él pretendía era que su madre fuera su chófer. Ella se sentía entorpecida para negociar y le ofrecía el coche, pero no era el medio de transporte lo que él demandaba sino la atención incondicional de la madre. Y a ella le costaba rehusarse para no perder la ilusión de que «seguía siendo la mejor madre del mundo». Sobre el mismo tema, otra mujer comentaba:

      Me considero una excelente negociadora, pero soy incapaz de negociar con mi familia, especialmente con mis hijos. Por ejemplo, comparto mi auto con mi hijo menor y todos los días por la mañana se repite el mismo diálogo. Él me pregunta: «¿Necesitás el auto hoy?», y yo, que soy quien debe decidir —y simplemente contestar—, en lugar de ello le pregunto a mi vez: «Y vos, querido, ¿lo necesitás?»

      En pocas palabras, para muchas mujeres decir «no» a un hijo forma parte de los «no negociables».

      En puntas de pie

      Los «no negociables» se mimetizan con la vida y se filtran por las grietas de nuestra necesidad de ser amadas. Pasan a formar parte de lo que se considera nuestra «naturaleza» y se instalan a nuestra vera como si fueran nuestra sombra. Los incorporamos como obvios, y al hacerlo, los convertimos en invisibles para nosotras mismas. Por todo esto es que son capaces de perdurar tantos años… ¡y sin envejecer! En una oportunidad, coordinando unos talleres de reflexión en Chile, una muchacha de origen humilde contó una anécdota conmovedora.

      Viví quince años con un hombre que era mucho más alto que yo. Durante quince años, todas las mañanas me ponía en puntas de pie para mirarme en el espejo de nuestro baño, que estaba colocado a la altura apropiada para su medida. Tardé mucho en darme cuenta de que eso era «negociable para mí misma». Cuando me di cuenta, lo descolgué y lo coloqué a una altura intermedia; ya no tenía que ponerme en puntas de pie, y él sólo necesitaba hacer dos pasos hacia atrás para mirarse con comodidad.

      ¿Cuántas puestas «en puntas de pies» habrán conocido los muros de tantas casas? Adaptándolo a las historias y las modalidades personales, no sería difícil descubrir que somos muchas las mujeres que, en mayor o menor medida, «naturalmente» nos hemos acomodado durante años, sin siquiera darnos cuenta de que lo hacíamos. La naturalidad con que se incorpora el «acomodarse» a la propia subjetividad explica esa modalidad satelital que con tanta frecuencia signa la vida de muchas mujeres.

      La sagrada teta

      Para finalizar con esta parte del capítulo comentaré un ejemplo que tiene la particularidad de ser la excepción de la regla de las «no negociables». Es un ejemplo atípico, donde es probable que muy pocas mujeres puedan reconocerse, sobre todo porque está reñido con una de las expectativas más sagradas del patriarcado. Este es uno de los motivos por los cuales es posible que llegue a herir la sensibilidad de muchos varones y de no pocas mujeres. Tuve la oportunidad de comprobar que mis sospechas acerca de lo irritativo del ejemplo no eran infundadas. En un taller coordinado por mí en el marco del XX Congreso Internacional de Grupos, realizado en Buenos Aires, en agosto de 1995, lo comenté, y al día siguiente una mujer se me acercó para «advertirme» que yo debía tener mucho cuidado al contar ese caso porque podía ser tomado como ejemplo por muchas mujeres y generar actitudes «peligrosas». Este es el ejemplo y ustedes sacarán sus propias conclusiones.

      Tengo tres hijos y siempre les he dado de mamar. En parte porque me resulta muy placentero y en parte porque soy de tetas exuberantes y siempre estuvieron llenas de leche. Sucedió que cuando parí a uno de mis hijos, nuestra situación económica pasaba por un período de estrechez y mi aspiración de estudiar un idioma extranjero —que era para mí en ese momento una pasión, además de expresión de mis múltiples inquietudes— corría el riesgo de no ser satisfecha a causa de dicha estrechez. Me puse a pensar concienzudamente y me di cuenta de que yo tenía hijos no sólo para satisfacer mi necesidad personal de maternidad sino también para satisfacer la necesidad de paternidad de mi marido. Ambos compartíamos el proyecto familiar de crear y parir hijos y estábamos dispuestos a compartir no sólo las satisfacciones de tenerlos sino también los costos múltiples que eso significaba. Me di cuenta, al mismo tiempo, de que el hecho de dar de mamar era un rubro de nuestra economía familiar. Saqué la cuenta de los litros de leche que nos ahorrábamos de comprar al usar la leche de mi propia producción y resultó ser una cifra muy considerable. Curiosamente coincidía con lo que necesitaba para cubrir los gastos del curso anual que deseaba hacer. De manera que me dispuse a plantearle a mi marido una negociación. Yo estaba dispuesta a aportar mi leche (sin agregar en los costos la inversión de tiempo, energías y riesgos físicos) y él acordaría en destinar el dinero —que había previsto para otros fines— en pagar mi curso de idiomas. Creo que lo pude hacer porque mi marido tiene una ética solidaria y porque yo tengo una autoestima suficientemente afianzada como para no creerme ese cuento de que una es «mala madre» si defiende sus propias necesidades e intereses.

      Dicen que la necesidad aguza el ingenio. Probablemente, sin la estrechez económica esta mujer tal vez hubiera perdido la ocasión de tomar conciencia de que amamantar es —además de saludable para el bebé y a veces satisfactorio para la madre— un aporte económico concreto a la economía familiar. El aporte económico que significa amamantar no le quita atractivo ni seriedad al hecho. Si las mujeres tuvieran más conciencia de ello, probablemente se sentirían menos culpables y con más derechos para decidir sobre el dinero conyugal, conscientes de que se trata de una sociedad (la conyugal) donde cada uno aporta lo suyo. No podemos negar que la teta que amamanta, por muy sagrada y enaltecida que sea, ya ha entrado en el circuito económico. Sin embargo, este hecho se mantiene cuidadosamente encubierto y su contabilidad, registrada «en negro».

      Para muchas mujeres resulta impensable reflexionar en términos económicos sobre la sagrada teta mientras que a muy pocos varones se les escapa. Nos consta que en la sociedad consumista de los años noventa las tetas son un elemento infaltable de toda propuesta vendedora. Son uno de los argumentos de venta de mayor rating. Usadas como recurso erótico o como decoración sexual, las tetas femeninas son fuente de admiración, de excitación o de ataque. Criticadas por muy pequeñas o muy grandes, por muy paradas o muy caídas, suelen protagonizar el imaginario social de chistes y refranes. Adoradas como un resabio de ensoñaciones maternales, distraen a más de uno. En fin, siempre presentes y en cualquier menú, las tetas parecerían ser el paradigma del deseo humano. Sin embargo ese amplio espectro que contempla casi todo —y no deja de utilizarlas como recurso económico en publicidades y demás yerbas— deja fuera de registro justamente aquel punto de la economía que reconoce a las mujeres como sus legítimas productoras y primeras beneficiarias.

      Las tetas llenas de leche de una mujer que acaba de parir son algo más que un don de la naturaleza pródiga que ofrece a la especie humana recursos concretos con que alimentar a los niños recién nacidos. Son también un recurso económico que, a través del cuerpo femenino, contribuye a la economía familiar. Sin embargo, este hecho tan evidente suele ser negado de forma permanente y reiterada no sólo por las propias mujeres

Скачать книгу