Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez
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Configuración teresiana de la parresia
Santa Teresa configura magistralmente la parresia de los apóstoles en la proclamación del evangelio, diciendo: «Con gran fuego de amor de Dios estaban los apóstoles; ya aborrecida la vida y en poca estima la honra que no se les daba más, a trueco de decir una verdad y sustentarla para gloria de Dios, perderlo todo que ganarlo todo, que a quien de veras lo tiene todo arriscado por Dios, igualmente lleva lo uno que lo otro» (V 16, 8).
Cátedra de parresia
Teresa forcejea con san Pablo o más bien con quienes entendían el veto del apóstol de un modo desorbitado, y los desborda a todos. Asistimos así a una pugna o agonía vital. Escribe al padre García de Toledo: «Dé voces vuestra merced en decir estas verdades, pues Dios me quitó a mí esta posibilidad» (V 27, 13). No se subirá a ningún púlpito, pero encuentra el modo de vengarse de esa limitación. Y así la vemos contándole y cantándole a Dios con la más limpia parresia lo que quisiera decir cara a cara a los hombres, a la cristiandad entera. Su cátedra será preferentemente la oración; su estilo el oracional; el tú a tú, diálogo fuerte, de poder a poder con el mismo Dios.
Teresa ora con libertad sincera y atrevida para con Dios. Hay casos en que le riñe, como hija, como amiga, como esposa. Y cuando, como le sucede, le llega la hora de las tinieblas interiores, de la noche oscura, allí la encontramos con su querella pronta y amorosamente cuidada:
Me he atrevido a quejarme a Su Majestad y le he dicho: «¿Cómo, Dios mío, que no basta que me tenéis en esta miserable vida, y que por amor de Vos paso por ello, y quiero vivir adonde todo es embarazos para no gozaros, sino que he de comer, y dormir, y negociar, y tratar con todos, y todo lo paso por amor de Vos, y que tan poquitos ratos como me quedan para gozar de Vos, os me escondáis? ¿Cómo lo puede sufrir el amor que me tenéis. Creo yo, Señor, que si fuera posible poderme esconder yo de Vos, como Vos de mí, que pienso y creo del amor que me tenéis que no lo sufriríais. No se sufre esto, Señor mío, suplícoos miréis que se hace agravio a quien tanto os ama». [...] Algunas veces desatina tanto el amor, que no me siento, sino que en todo mi seso doy estas quejas y todo me lo sufre el Señor. ¡Alabado sea tan gran Rey! ¡Llegáramos a los de la tierra con estos atrevimientos! (V 37, 8-9).
Cuando se encontraba con la oposición más dura a su primera fundación en San José de Ávila y le mandaron que lo dejase todo, se enfrenta con el Señor y le dice: «¡Señor!, esta casa no es mía; por Vos se ha hecho; ahora que no hay nadie que negocie, hágalo vuestra Majestad» (V 36, 17). Que en lenguaje casero significa: ahí queda eso. También cuando el traslado a la nueva casa de Salamanca, le pasó algo parecido: «Dije a nuestro Señor, casi quejándome, que: o no me mandase entender en estas obras, o remediase aquella necesidad» (F 19, 9).
Además de pedir cuentas a Dios de esta manera y de otras parecidas, abunda en clamores a Cristo Jesús, del que dice que «veía que aunque era Dios que era Hombre, que no se espanta de las flaquezas de los hombres, que entiende nuestra miserable compostura. ¡Oh Rey mío!, en todo se puede tratar y hablar con Vos, como quisiéremos» (V 37, 5).
En ninguno de sus arrebatos oracionales, llenos de la más alta parresia, se trata de oraciones aprendidas o prefabricadas. Son agua viva, fuentes de agua viva alumbrada por el Espíritu Santo, maestro y mantenedor de la oración. Desde sus arrebatos parresiásticos defiende también a Cristo ante el Padre. Su parresia alcanza una cumbre altísima cuando se atreve ella a ser intercesora, la medianera, la «tercera» (CV 3, 9), como dice, entre Cristo y el Padre Celestial. Cuando se encuentra con que Cristo Jesús es tan vilipendiado, olvidado, perseguido, menospreciado en el mundo, se levanta Teresa y presiona al Padre Celestial:
Mirad que aún está en el mundo vuestro Hijo; por su acatamiento cesen cosas tan feas y abominables y sucias; por su hermosura y limpieza no merece estar en casa adonde hay cosas semejantes. No lo hagáis por nosotros, Señor, que no lo merecemos: hacedlo por vuestro Hijo (CV 35, 4).
Pero su parresia que es tan fuerte tiene un freno. No se atreve a pedir al Padre que quite la Eucaristía del mundo, que el Hijo nos abandone. No quiere ni puede pedir ese traslado, pues «ya que una vez nos le dio para que muriese por nosotros, ya “nuestro es”. No nos le puede quitar, pues no se ha quedado sino “para ayudarnos y animarnos y sustentarnos”». ¡Y necesitamos tanto estas tres cosas: ayuda, ánimo y sustento! El texto oracional teresiano suena así: «Pues suplicaros que no esté con nosotros, no os lo osamos pedir. ¿Qué sería de nosotros? Que si algo os aplaca, es tener acá tal prenda. Pues algún medio ha de haber, Señor mío, póngale vuestra Majestad» (CV 35, 4).
También se pronuncia santa Teresa en favor del Padre Eterno. Hace la Santa su semblanza del Padre Celestial e insiste ante el Hijo a favor del Padre, y entre otras cosas le dice:
Mirad, Señor mío, que estáis en la tierra y vestido de ella, pues tenéis nuestra naturaleza, parece tenéis causa alguna para mirar nuestro provecho; mas mirad que vuestro Padre está en el cielo, Vos lo decís, es razón que miréis por su honra. Ya que estáis Vos ofrecido a ser deshonrado por nosotros, dejad a vuestro Padre libre. No le obliguéis a tanto por gente tan ruin como yo, que le ha de dar tan malas gracias (CV 37, 3).
La parresia oracional en santa Teresa es significativa cien por cien. Ya en las oraciones parresiásticas que hemos repasado había una valentía y audacia singulares. Términos usados por ella como «osar», «atreverse», «osadía», «atrevimiento» están apuntando a ese factor de intrepidez.
La parresia no se desata solo en la oración sino en la audacia en decir y en denunciar verdades. Y así podemos ver cómo y hasta dónde santa Teresa es valiente frente a los hombres.
Su parresia brota de su vida teologal, es aliento del Espíritu que la enseñaba a orar y la inspiraba fuerte y dulcemente; pero también en mil casos presupone lo animoso del temperamento de la Santa, de su condición: «Era menester –confiesa– ayudarme de todo mi ánimo, que dicen no le tengo pequeño, y se ha visto me le dio Dios harto más que de mujer» (V 8, 7).
En esta tribuna teresiana se pueden apuntar no pocas gestas de su ánimo, tales como su audacia contra Satanás, audacia contra el mundo, audacia contra los luteranos; dejando por el momento estos puntos, se puede ver su audacia, su parresia en decir verdades. Una de las experiencias místicas más altas que tuvo se refiere a la que iguala a la Verdad con Dios. La verdad que se le dio a entender «es en sí misma verdad, y es sin principio ni fin, y todas las demás verdades dependen de esta verdad, como todos los demás amores de este amor, y todas las demás grandezas de esta grandeza» (V 40, 4). Así se expresa en el último capítulo del libro de su Vida. Y con anterioridad en esa misma obra ha formulado: «¡Bienaventurada alma que la trae el Señor a entender verdades!» (V 21, 1).
Verdades para el Rey y la corte
Inmediatamente después de esta bienaventuranza, grita: «¡Oh, qué estado este para los reyes! ¡Cómo les valdría mucho más procurarle,