Los papiros de la madre Teresa de Jesús. José Vicente Rodríguez Rodríguez
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Como, según ella, para decir y proclamar ciertas verdades hay que tener el mundo bajo los pies, no temía hablar este lenguaje. Y se desfoga con Dios con la fuerza y el ímpetu de su parresia:
¡Oh Señor!, si me dierais estado para decir a voces esto, no me creyeran, como hacen a muchos que lo saben decir de otras suertes que yo; mas al menos satisficiérame yo [...]. Paréceme que tuviera en poco la vida por dar a entender una sola verdad de estas; no sé después lo que hiciera, que no hay que fiar de mí. Con ser la que soy, me dan grandes ímpetus por decir esto a los que mandan, que me deshacen. De que no puedo más, tórnome a Vos, Señor mío, a pediros remedio para todo (V 21, 2).
Y se le ocurre un remedio originalísimo y entrañable: «Bien sabéis Vos –atención al gesto de generosidad– que muy de buena gana me desposeería yo de las mercedes que me habéis hecho, con quedar en estado que no os ofendiese –esta es la única condición que pone– y que se las daría a los reyes; porque sé que sería imposible consentir cosas que ahora se consienten, ni dejar de haber grandísimos bienes» (ib).
Este «bien sabéis Vos» con que inicia la confidencia hace ver que no se trata de una oración repentina en la que se le ocurrió esta renuncia, sino que es algo que lo tiene madurado en el alma y lo ha tratado más de una vez con Dios, con Jesucristo, «Rey de la gloria». Su último grito parresiástico por los reyes suena así: «¡Oh Dios mío! Dadles a entender a lo que están obligados» (V 21, 3). En la corte viene a decir, en otra parte, que no hay gente, no hay personas (que sean los privados de los reyes) que «tengan el mundo debajo de los pies, porque estos hablan verdades que no temen ni deben; no son para palacio, que allí no se deben usar, sino callar lo que mal les parece, que aun pensarlo no deben osar, por no ser desfavorecidos» (V 37, 5).
Teresa no solo pensó tantas verdades, sino que se las dijo a su confesor y a Dios y le envió un mensaje al Rey. Habiendo entendido en la oración que le dijese al rey Felipe II que se acordase de Saúl (a quien Dios quitó el reino para dárselo a David), la Santa se resistía a decírselo. Sus confesores le mandaron que lo hiciese, cumpliendo esta voluntad divina. Obedeció y, desde entonces, el Rey la estimó en mucho y le enviaba a decir que le encomendase mucho a Dios, y se escribieron muchas veces el uno a la otra, con mucha llaneza y ella le llamaba «mi amigo el Rey». De las cuatro cartas teresianas que se conservan dirigidas a Felipe II, dos de ellas son otros tantos recursos apremiantes al Rey para que se sepa la verdad en el caso del padre Jerónimo Gracián, y para que triunfen la verdad y la justicia en el caso de san Juan de la Cruz, encarcelado injustamente.
Ya solo con todas estas verdades que denuncia ante el Rey queda bien clara su audacia, su parresia. Y no se termina aquí su valentía, y se podrían recoger nuevos acentos de la valentía de esta mujer a otras categorías de personas.
Enamorada de la Verdad, santa Teresa la defendía siempre con gran ardor y valentía. Y cuando se trataba de denunciar verdades y hacérselas saber a otros no dudaba.
Verdades para los predicadores
En sus Meditaciones sobre los Cantares hace esta presentación:
Predica uno un sermón con intento de aprovechar las almas; mas no está tan desasido de provechos humanos que no lleva alguna pretensión de contentar, o por ganar honra o crédito, o que si está puesto a llevar alguna canonjía por predicar bien. Así son otras cosas que hacen en provecho de los prójimos, muchas y con buena intención; mas con mucho aviso de no perder por ellas ni descontentar. Temen la persecución; quieren tener gratos los reyes y los señores y el pueblo; van con discreción que el mundo tanto honra (MC 7, 4).
Frente a estos, de quienes ya ha señalado unos cuantos defectos, es decir, se los ha denunciado, presenta a los auténticos hombres de Dios y mensajeros del Evangelio a carta cabal. Estos «por contentar más a Dios, se olvidan a sí por ellos (por sus prójimos) y pierden las vidas en la demanda, como hicieron muchos mártires, y envueltas sus palabras en este tan subido amor de Dios, emborrachados de aquel vino celestial, no se acuerdan; y si se acuerdan, no se les da nada descontentar a los hombres. Estos tales aprovechan mucho» (MC 7, 5). Con este estilo de contraposición quedan todavía más patentes los defectos de los anteriores.
Es la Santa amiga de esa terminología de «embriaguez», «emborrachar», «borrachez», etc., que lleva a un cierto desatino, «glorioso desatino», «celestial desatino», «celestial locura» para hablar tan atrevidamente con Dios y denunciar los males de los hombres.
Y denuncia la excesiva cordura de muchos predicadores. Según ella, no están borrachos, no están tomados del vino del amor de Dios, y por eso hacen poco, son poco atrevidos; se muerden la lengua.
Verdades a los detentores de riquezas
La audacia ebria que tiene santa Teresa en aconsejar a quien ella ve que lo necesita, la lanza, aunque sea desde las páginas de sus libros, y la mete en un tema tan candente y tan de actualidad para nuestro mundo, como puede ser la propiedad de las riquezas acumuladas sin productividad o despilfarradas en gastos inútiles.
Quiere tratar en sus Meditaciones sobre los Cantares de la paz verdadera, pero antes reflexiona sobre «Nueve maneras de falsa paz, que ofrecen al alma el mundo, la carne y el demonio» (MC 2). Para comenzar en firme conjura a sus hijas: «Dios os libre de muchas maneras de paz que tienen los mundanos; nunca Dios nos la deje probar, que es para guerra perpetua» (MC 2, 1).
Uno de los dominios de esa falsa paz son las riquezas. Y arranca: «¡Oh con riquezas! Que si tienen bien lo que han menester y muchos dineros en el arca, como se guarden de hacer pecados graves, todo les parece está hecho». Y, como quien entra en la conciencia de esos ricos, va dejando a la intemperie sus gestos y comportamiento: «Gózanse de lo que tienen; dan una limosna de cuando en cuando; no miran que aquellos bienes no son suyos, sino que se los dio el Señor como a mayordomos suyos para que partan a los pobres, y que le han de dar estrecha cuenta del tiempo que lo tienen sobrado en el arca, suspendido y entretenido a los pobres, si ellos están padeciendo» (MC 2, 8).
«Solo una santa como Teresa podía decir frases tan fuertes como estas sin que sonasen a fácil demagogia revolucionaria»[22]. Algo más adelante insiste: cualquier rico de estos ha de dar estrecha cuenta: «y ¡cuán estrecha! Si lo entendiere no comería con tanto contento ni se daría a gastar lo que tiene en cosas impertinentes y de vanidad». El rico pide cuentas a su mayordomo. Dios se las pedirá a él, ya que, como ha dicho, las riquezas se le han entregado como a mayordomo de Dios para los pobres que vienen a ser los dueños y destinatarios. Los desvelos y sobresaltos, y «mientras más hacienda, más».
Falsa paz en las alabanzas
Santa Teresa estaba harta de que fueran diciendo de ella que era una santa; no lo podía sufrir. Y aconseja a sus monjas acerca de este tema: «Es lo más ordinario en decir que sois unas santas, con palabras tan encarecidas, que parece los enseña el demonio». Las previene contra este peligro diciendo: «Por amor de Dios os pido que nunca os pacifiquéis en estas palabras, que poco a poco os podrían hacer daño y creer que dicen verdad, o en pensar que ya es todo hecho y que lo habéis trabajado» (MC 2, 12).
La lacra del fariseísmo
Acaba de denunciar el peligro de creerse uno santo porque se lo llaman otros; pero hay un peligro mucho mayor en aparentar santidad, estarse buscando a uno mismo y fabricando a su alrededor ese halo de santidad y de soberbia solapada. Ingrediente de este modo de