La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro Miramontes

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La sabiduría de la humildad - Francisco Javier Castro Miramontes Horizontes

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discípulos. Hoy son conocidos como «padres del desierto», cristianos de convicción que buscaban en la soledad, al principio, y luego en el compartir de vida e ideales, una novedosa forma de vida. Surgió así una forma de comprender la vida cristiana que se convirtió en un verdadero modus vivendi, basado en la ascesis como camino para el crecimiento y la maduración personal. La sabiduría de aquellos hombres, avezados luchadores contra las tentaciones del cuerpo y del alma, sigue teniendo hoy gran vigencia. Pero lo cierto es que los tiempos han cambiado en exceso, sobre todo en las últimas décadas, en las que los cambios y transformaciones sociales promovidos por el desarrollo económico, industrial y tecnológico han creado un nuevo orden de cosas en el que el ser humano vive, más que nunca, la paradoja de la vida, sin llegar a alcanzar una síntesis siempre necesaria, un equilibrio sereno entre las verdaderas necesidades y las imposiciones del nuevo modo de ser capitalista.

      En el siglo XIII floreció en Europa un nuevo modo de comprender al ser humano. Se trataba de un auténtico humanismo cuyo máximo exponente es san Francisco de Asís, hombre de su tiempo que supo hacer suya la sabiduría de la humildad amoldándola a las situaciones de aquella época. Hoy nos toca a nosotros seguir adaptando esta experiencia de encuentro con lo inefable, de apertura a la trascendencia, aunque para ello haya que ejercitar de nuevo una ascesis y una mística pero, eso sí, acorde con las nuevas sensibilidades.

      De este intento surge un lugar y una persona: el convento de San Antonio, y fray Francisco, un joven franciscano de hoy, hijo de su tiempo, que sin embargo ha salido al encuentro de esa vieja sabiduría para adaptarla a las nuevas necesidades de un mundo desbordado por la injusticia y la violencia. Fray Francisco es en cierto modo un humilde representante de la espiritualidad de Occidente, ahora que tienen tanto auge filosofías y concepciones mistéricas provenientes de Oriente. Y es también un hombre de Dios y del mundo, experto en corazones heridos. Fray Francisco es un religioso, es decir, un hombre religado a Dios con el nudo de la humildad, un hermano «hermanado», como el fundador de los franciscanos, con todo lo creado. Su vida es una referencia para otras personas, no por habitar más allá del mundanal ruido, sino sobre todo por ser capaz de sintetizar su ser hombre en sociedad viviendo en un lugar recóndito. Por eso es un experto en vida, porque ejercita constantemente la mansedumbre, la misericordia y la comprensión. Es como un hermano mayor en el que poder depositar penas y angustias, proyectos y esperanzas, sabiendo que él las comparte contigo.

      El literato Atanasio escribió una biografía de san Antonio, uno de aquellos eremitas egipcios de antaño de quien hoy hemos llegado a conocer el perfil de su vida. El biógrafo le describe así: «El aspecto de su interior era limpio. No se había vuelto huraño ni melancólico, ni inmoderado en su alegría, ni tampoco tuvo que luchar con la risa o la timidez. Como la visión de las grandes cosas no le desconcertó, no se notaba nada su alegría de que tantos vinieran a saludarlo. Antonio era más bien todo equilibrio, ponderadamente guiado por su meditación y seguro en su estilo particular de vida. A muchos que tenían dolencias corporales les curó el Señor por medio de él. A otros los libró de los demonios. Dios concedió también a nuestro Antonio gran amabilidad en su conversación. Así, consoló a muchos tristes, a otros que estaban reñidos los reconcilió, de tal manera que se hicieron amigos».

      Y fray Francisco, en esencia, responde también a este perfil. Él solía hacer pequeños milagros curando las heridas que más duelen: las del corazón. Su palabra, pero sobre todo su escucha, se convertirán así en un bálsamo «divino» que logra que el alma herida reciba alivio. Y Dios, siempre jugando al escondite, se hará un hueco a través de su mediación. Necesitamos gente así, y la hay, quizá ya no en un convento sino en tu misma casa. Acaso seas tú persona de paz y misericordia que pueda poner cura a tanta frustración y desesperanza como existe en la vida de muchas personas.

      No hay otra medicina que la de la humildad, consecuencia misma de un vivir en positivo, contentándose con lo que uno es y compartiendo lo que se tiene, lo que se es. Según el diccionario, humildad es la condición de quien no presume de sus logros y reconoce sus fracasos y debilidades. Lo primero es harto más fácil que lo segundo, porque para reconocer fracasos y debilidades hay antes que reencontrarse con la propia verdad («andar en verdad», que diría Teresa de Jesús). Según Anselm Grün, «sólo el humilde, el que está dispuesto a admitir su humus, su condición de tierra, su condición de hombre, sus sombras, es el que experimentará al verdadero Dios», al Dios de la humildad, tan humilde que parece querer ocultarse para no ser protagonista en el gran teatro del mundo.

      Humildemente te invito a que te acerques, a través de estas palabras, a un lugar que quizá esté dentro de ti, en tu corazón, en lo más íntimo. Allí podrás vivir nuevas sensaciones hasta ahora apenas experimentadas, redescubriendo esa sabiduría arcana que nos puede hacer alcanzar la mayor de las felicidades: tú, tu vida, y Dios. Esta es la sabiduría de la humildad.

      Un lugar en el mundo

      Existen lugares en el mundo que están dotados de una significación muy especial. Estos lugares tienen mucho que ver con nuestras propias vidas, y se nos cuelan por los sentidos merced al afecto que sobre ellos desplegamos. Uno de estos lugares es un centenario convento franciscano bajo la advocación de un franciscano singular: san Antonio de Padua y de Lisboa. El convento de San Antonio es uno de esos rincones del mundo en donde casi se puede palpar la eternidad, un ámbito sagrado en el que se hace posible soñar con los ojos muy abiertos, amar en la oración, y sentirse acogido por el marco natural que lo rodea y por los frailes, herederos de la más tierna y sensible espiritualidad franciscana.

      El convento al que me refiero es una edificación de corte medieval, como otro cualquiera de su tiempo, con su claustro alcantarino, sus celdas para los religiosos, su comedor y cocina, su huerta, despensa natural de la que recolectar el frugal alimento, y por supuesto, su iglesita modesta con un aún más modesto campanario que a las horas señaladas estremece el cielo con su tañido desgarrado. La voz de la campana evoca la profundidad de la voz silente del Dios al que se busca por los caminos de la vida y que se deja atrapar tan sólo por corazones sensibles abiertos a la vida y la esperanza. Y un convento, más que historia dilatada de luces y sombras, o que un museo de piezas de arte, es un hogar de Dios, una casa de espiritualidad y reencuentro del ser humano con lo mejor de sí mismo, en armonía con el medio natural, e intuyendo el valor de la trascendencia.

      Así visto, el convento de San Antonio podría ser uno de tantos, una pequeña joya regalada por la historia, pero sobre todo es, insisto, un espacio sagrado de encuentro con la espiritualidad que descubre el corazón de las personas y las interna en el núcleo del misterio de la existencia humana. Las piedras centenarias son callados testigos del tránsito de las personas y de cómo la naturaleza nace, muere y renace con vigor. Porque las vetustas piedras del convento conocen los secretos de la vida, de las personas que a su amparo se liberan de sus miedos y complejos mientras la naturaleza, siempre desbordante de vida, parece querer contribuir al renacer de quien se siente abatido por la vida, porque uno de los grandes misterios del convento es su romance con las plantas, las flores y los pájaros que pueblan el entorno y que, en cierto modo, son más de casa que los mismos frailes.

      El convento fue edificado sobre roca, en el corazón de un bosque frondoso y mirando al océano inmenso, que se extiende a los pies de un extenso arenal que sugiere y evoca imágenes del desierto. El mar es misterio profundo en su aparente quietud que por momentos se vuelve pura fuerza bruta que inquieta y llega a asustar, y de esto saben mucho las gentes del mar. Más arriba de la playa se sitúa una montaña que tiene como vigía centenario el convento de los frailes que, casi con humildad, se asoma al mar en un claro del bosque profundamente verde y arbolado que viene a ser como una madre que custodia y cuida este recinto sagrado en el que la vida se cita consigo misma, con las vidas de todos los que por él pasan, pasaron o pasarán, siempre en camino, como peregrinos de la vida, así los frailes como los huéspedes o visitantes circunstanciales.

      Un lugar puede llegar a convertirse en una evocación profunda de la felicidad, o al menos en un espacio para transformar la propia vida, o incluso para renovarla. En cierto

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