La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro Miramontes
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Quienes años después retornaron al lugar y contemplaron la ermita edificada sentían una mezcla extraña de orgullo por haber participado en la edificación, y de humildad, porque sabían que su piedra era una más entre muchas otras. La ermita de fray Francisco resultó ser un monumento a la solidaridad y testimonio vivo de cómo la colaboración anónima es capaz de crear grandezas, de cómo el trabajo desinteresado edifica monumentos y alivia el peso de la vida. Años después, cuando la obra se vio concluida, llegó el tiempo de la consagración de las piedras ensambladas para ofrecer un espacio de paz y recogimiento. Francisco esculpió en una tablilla unas palabras: «Estás es tu hogar porque es mi hogar». Poco tiempo después la ermita de la solidaridad se convirtió en lugar de peregrinación. El peregrino recién llegado encontraba la puerta abierta, y podía así disfrutar de lo que otras personas, con tesón, habían hecho posible. A día de hoy, la tradición, casi siempre caprichosa, manda, o al menos sugiere, que cada visitante traiga consigo una piedra y que la deposite al lado de la ermita, como símbolo de colaboración en la edificación de la paz. Si algún día llegas hasta ella, no dejes de sosegar tu espíritu por unos instantes: entra y deja que la paz de la solidaridad te embriague. Si sales de ella necesitando poseer menos, incluso tu propio ser, se habrá obrado de nuevo el milagro del amor solidario de quien se siente capaz de construir la civilización de la esperanza para toda la Humanidad.
El arte de sonreír
Fray Francisco era un hombre muy risueño. Él solía sonreír. Y curiosamente, cuanto más arreciaban los problemas, él más sonreía. Su sonrisa era diáfana. Había Hermanos que disfrutaban mucho contemplándole el rostro. Pero también había un Hermano que, hambriento de motivos para la alegría que no lograba alcanzar, solía murmurar acerca de su Hermano. La envidia es una carcoma que produce infelicidad en quien la padece, pero hay que tener mucha paciencia y comprensión. La envidia es una enfermedad maligna a la que hay que tratar dejándola en cuarentena, una cuarentena que a veces dura toda una vida.
Fray Francisco sonreía, sonreía a cada instante: en la oración, en el trabajo, en el descanso. Sonreía sobre todo al cruzarse en el camino con alguna persona. Sonreía también con fraterna sonrisa al Hermano envidioso de felicidades ajenas que no era capaz de hallar felicidad en el hontanar de su propio corazón. Cuentan que en cierta ocasión estalló la cólera del aquejado de envidia y que derramó toda su furia sobre el hermano Francisco. Pero toda una sarta de improperios y difamaciones no logró desdibujar la sonrisa de su rostro. Él sabía de dónde brotaba su sonrisa, una sonrisa probada también por el sufrimiento, una sonrisa que es como la planta que se mantiene enhiesta gracias a las raíces. Cuando la furia se vio desbordada e inútil, el Hermano decayó en su energía violenta dejándose mecer por la paz que sobreviene tras la tormenta y, casi por milagro, amaneció la serenidad. Todos sabían, ahora también el Hermano envidioso, que la sonrisa de Francisco era reflejo de un alma feliz y que, además, es contagiosa.
En una ocasión, un joven vino al convento para hablar con fray Francisco. Le contó sus desdichas y miedos, sus frustraciones y desasosiegos. Francisco, sonreía y hablaba con su mirada. Al final, el joven dijo al Hermano: «Enséñame a sonreír como sólo tú sonríes, ¿cuál es el secreto?». Francisco elevó la mirada, suspiró, y sentenció: «La felicidad es la fuente de la sonrisa, la sonrisa es el destello de la felicidad interior, una felicidad nacida de la paz que da el estar y sentirte en armonía con todo lo creado, mirando a todos con mirada de comprensión y misericordia. No lo dudes, ejercita tu sonrisa; llegará un momento en el que serás un experto. El amor es la clave, el amor es felicidad en la lucha, el amor es la sonrisa de Dios en el mundo. Si la descubres ya no podrás sino sonreír por fuera, pero sobre todo por dentro». El joven, con su mirada inquieta, terminó por sonreír. Francisco le alertó: «¿Te das cuenta? Hace un instante tu rostro reflejaba turbación, ahora sonríes. Te has puesto en camino, el camino es el amor; la meta, la felicidad». Caminar, caminar... hacia la felicidad.
La música del corazón
A fray Francisco le encantaba la música. En cierta ocasión una amiga le regaló un reproductor de Cd. Para escándalo de sus frailes, a veces él llevaba el reproductor al oratorio. Muy pocos, a decir verdad ninguno, comprendía la actitud del joven: «¿Se habrá vuelto loco?, ¡qué falta de devoción, estar ante el Santísimo escuchando música!». Pero esto no era todo. A veces Francisco, escuchando lo que él llamaba «la sinfonía de la creación», llegaba incluso a danzar. Hubo un fraile que llegó a aseverar que tenía un demonio, que esos arrebatos no podían ser obra de Dios. Francisco lo sabía, por eso trataba de ser comedido en estas extravagancias, pero a veces la cadencia de la música que sonaba en sus adentros era tal que no podía por menos que corresponder cantando y bailando.
En su diario he podido leer: «Hoy he estado sentado sobre una roca contemplando el reflejo de la luna sobre el tapiz del océano. Por unos instantes me quedé absorto, como un chiquillo que acaba de descubrir algo maravilloso que nunca antes había visto. Al cabo del tiempo elevé la mirada y pude jugar con las estrellas que sembraban el firmamento. Caí entonces en la cuenta de que estaba rodeado de silencio, de un silencio sonoro: el silencio estaba vestido por el rumor de las olas, por la tenue y fresca brisa que acariciaba las hojas de los árboles, y por todos los ecos de mi corazón. Todo era como una sinfonía, un concierto armonioso en el que ninguna nota era disonante, ni siquiera yo mismo, pequeña criatura extasiada ante el espectáculo de la creación. Me levanté entonces, abrí los brazos como queriendo abrazar a la creación entera, y me dejé llevar por los compases llegando a danzar con mi cuerpo y con mi alma. Dios era el concertista, el director de orquesta que hizo posible este tiempo de emoción del alma. La música, las criaturas, yo mismo, somos instrumentos que sonamos al compás de la batuta de Dios: y entonces amé».
Sólo el alma sensible, en sintonía con toda la creación, puede hacer sonar la música de Dios en el corazón de la vida. Hay un concierto para ti, abre el oído, ensancha tu corazón, no sea que pases por la vida como aquel que ni se enteró de que estaba rodeado de hermosura, y que se perdió el amor. Francisco oraba con la música, porque la música era un lenguaje que le hablaba de Dios. Quien es capaz de contemplar la belleza de una noche estrellada forma parte de este concierto cósmico que perdura en el recuerdo. El amor es la sintonía de la felicidad.
La ciencia de la Tierra
Fray Francisco era un gran enamorado de la tierra, madre de flores y frutos. Le gustaba salir a diario a pasear por el bosque, unas veces por los senderos ya labrados por los pies de los caminantes de ayer y de hoy, otras veces por el bosque salvaje, por entre la maleza, dejándose rasgar los pies por las púas de los tojos y por la rugosidad de los helechos. «La naturaleza es nuestro hogar común»,