La sabiduría de la humildad. Francisco Javier Castro Miramontes

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La sabiduría de la humildad - Francisco Javier Castro Miramontes Horizontes

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Los mismos frailes de su Fraternidad estaban un poco cansados de tanta poesía naturalista. Alguno incluso llegó a afirmar que el Hermano Francisco corría el grave riesgo de caer en la herejía del panteísmo, porque hablaba de las plantas, de los árboles, de los animalitos, del bosque mismo como si se tratase de auténticas deidades.

      En verano solía bajar al arenal junto al mar para pasear descalzo por la arena, ejercitando así el sentido del tacto, lo que hacía también acariciando las hojas de las plantas y los árboles. Su olfato era sensible a todos los olores de la naturaleza, era capaz de distinguir el aroma de cada una de las flores que brotaban en el bosque. Su oído se había afinado tanto que distinguía perfectamente el canto de los pájaros; es más, conocía incluso al pájaro concreto que solía anidar en tal o cual árbol. El sentido del gusto se deleitaba en los sabores de la naturaleza, algo que era no muy bien visto por sus Hermanos, para quienes, según la tradición ascética de la Orden, había que mortificar los sentidos y reiterar ayunos a fin de adiestrar y mantener a línea al «hermano cuerpo». Francisco solía recordarles que lo que Dios ha hecho con sus manos de escultor solemne es para disfrutarlo, y les recordaba que el fundador de la Orden, justo antes de morir, tuvo el capricho de pedir a una amiga suya que le preparase el dulce que a él tanto le gustaba y que ella le cocinaba con primor cuando iba a visitarla.

      La mirada del Hermano también se confabulaba para comprender la ciencia de la Tierra. Era capaz de distinguir todas las formas posibles llamándolas por su nombre, formas que, según él, eran hermanas: la hermana ortiga, la hermana verdura, la hermana manzanilla, la hermana uva... Francisco había logrado así ser él mismo el corazón del bosque, un ánima que alentaba los días de nuestro tiempo signándolos con un toque de sensibilidad. Todavía se recuerda aquella ocasión en la que, estando arando en el huerto del convento, comenzó a llover y se quedó literalmente extasiado mientras el agua de lluvia empapaba su cuerpo y la tierra fértil que pisaba. Dicen que sonreía y bendecía, y que los frailes incluso tuvieron que salir para hacerle entrar en el hogar y guarecerse de la lluvia. Existe una sabiduría natural que sólo comprenden los sencillos.

      El beso de la luna al sol

      Fray Francisco vivía una intensa relación, casi un romance, con la naturaleza. Le gustaba y se emocionaba contemplando el cielo, que era como un lienzo celeste en el que de día el sol reinaba, y por la noche la oscuridad tapaba con su manto a todos los astros celestes, menos a las rebeldes estrellas, que humildemente delinean su perfil de tenue luz apenas el sol se va adormeciendo. Su alma sensible le mantenía despierto para poder contemplar los fenómenos que la naturaleza misma genera cuando el orden cósmico así lo determina.

      En cierta ocasión asistió atónito a un acontecimiento histórico en el que la madre naturaleza, siempre sorprendente y superándose a sí misma, obró el milagro de mantener el corazón de millones de personas en vilo en torno al esplendor del hermano sol, que preside nuestros días. La hermana luna, juguetona, en alarde de poder, quiso oscurecer, o al menos menguar, el resplandor de quien por definición es la luz más pura e intensa. En aquella mañana no pocos adultos permitimos que brotase en nosotros el niño que llevamos dentro para dejarnos mecer por el juego y casi romance sol-luna. Un acontecimiento (eclipse anular) que fue definido por una niña como el «beso» que la luna le dio al sol.

      A la caída de la noche, inmerso en el silencio de su celda conventual, el fraile contemplativo, rememorando las sensaciones vividas durante el eclipse, escribió en su diario personal: «Dios es como el sol: no le puedes contemplar directamente ante el peligro de ser cegado, pero sí puedes disfrutar de la luz que dimana de su corazón». Tú puedes ser el resplandor de Dios en el mundo, como lo fue Francisco, a quien hoy, casi ochocientos años después, seguimos recordando como el gran amante de la creación. El amor es la revolución iniciada por Jesús de Nazaret, un proceso de transformación que requiere nuevos heraldos de la paz. Tú puedes, el amor es la clave: ama y vencerás.

      Abrir los ojos para contemplar lo que nos rodea, abrir, sobre todo, el alma y el corazón, es exponerse a estar constantemente saboreando la experiencia de la hermosura que causa emoción. Pero para ello hay que ser un poco niños, recuperar la capacidad para disfrutar con todo y con cualquier cosa, con libertad, sin miedos ni complejos. Existe un orden natural en el que el ser humano ocupa un lugar, humilde lugar por cierto, que sin embargo nos hace triunfar frente a la frustración y la desesperanza. Somos pequeñas criaturas inteligentes capaces de generar vida por la fuerza del amor, aunque a veces tengamos que vivir momentos de eclipse personal. Pero siempre es posible recordar la hermosura de un beso: el beso que la luna, sin rubor, dio al sol imponente de esplendor que, sin embargo, menguó en su luz, como ruborizándose. Hay que aprender a ver, con el corazón sensible a la hermosura.

      El murmullo de la vida

      La naturaleza humana es compleja y contradictoria. Constantemente nos vemos sometidos a la paradoja de vivir lo que nos resulta contradictorio con nuestros propios principios. De ahí que el ser mínimamente coherentes es una ascesis que sólo logran domesticar los espíritus más firmes y constantes en la virtud. También los frailes –hombres son– han de vivir estas contradicciones de la vida, contradicciones tan íntimas que llegan a ser una parte más de nuestra propia personalidad. Pero para los problemas se crean, o al menos se sueñan, remedios. La sabiduría del alma cristiana también tiene una palabra que decir. En la selva de las pasiones, hay que desbrozar caminos ante el peligro de perecer.

      Fray Francisco tenía un espíritu pacífico y pacificado. Sus hermanos sabían que era un hombre de paz continua, paz contagiosa (porque todo lo bueno se contagia a poco que nos dejemos convencer por la fuerza de la bondad). Sin embargo, lo que casi nadie sabía era que el hombre de paz es consecuencia de sus propias luchas, que la paz sobreviene después de la tensión constante que se produce entre el bien y el mal, la fortaleza y la debilidad, la frustración y la esperanza. La paz es la síntesis de la experiencia de la vida.

      Fray Francisco amaba la paz, luchaba por la paz, transmitía paz. Su fuente íntima era el Dios en el que creía, el Dios de Jesús de Nazaret, de Francisco de Asís y de Teresa de Calcuta. Pero de vez en cuando la amargura rasgaba su corazón. Entonces buscaba un lugar evocador de la paz. Su espacio favorito era un trozo de paraíso en medio del bosque. En aquel lugar en el que la vida vence a la muerte existe un arroyo que baja recoleto y sencillo desde lo alto de la montaña, en donde nace de una fuente clara y diáfana. El arroyo se derrama sobre las tierras de labor del convento y da de beber a los frailes y a los visitantes, a todos aquellos que se acercan a su curso, a su fuente.

      Fray Francisco acudía con frecuencia al encuentro del hermano arroyo, precisamente en un punto enigmáticamente hermoso, justo en donde las piedras y la orografía hacen saltar las aguas delineando formas delicadamente hermosas. Él se sentaba en una roca contemplando el juego de la naturaleza. A veces pensaba, reorganizaba su pensamiento; otras tan sólo silenciaba su mente, espacio interior en el que fluyen proyectos, emociones y pasiones. Después de un tiempo de silencio envuelto por el murmullo del agua en sus devaneos por entre piedras, Francisco se levantaba, abría los brazos en actitud de abrazar, y daba gracias a Dios por sus criaturas, y al arroyo por sus palabras fraternas. Pedagogía natural, dejar que tu vida siga su curso, sin violentarte. Por cierto, las piedras del arroyo, rocosas, fueron alisadas por la fuerza suave de las aguas: la vida misma lima asperezas.

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