Disenso y melancolía. Luis Bautista Boned
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La melancolía, sometida a un proceso gradual de moralización, se convertirá en heredera laica de la tristeza claustral del acidioso. El melancólico hombre de letras del que nos habla Lepenies sería el sucesor secular del monje que anhelaba un orden superior. Ni el acidioso ni el melancólico mostraban pereza o carencia de deseo, sino la desesperación ensimismada del que se sabe incapaz de alcanzar lo que busca.
Muchos siglos antes, Aristóteles, como señalé más arriba, ya se había preguntado por qué precisamente este temperamento era el más frecuente entre los grandes poetas, filósofos, artistas e incluso políticos. Se lo preguntaba sin llegar a ofrecer una respuesta concluyente, como sucede a menudo en los Problemata, un volumen de autoría discutible. En la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el cenáculo de Marsilio Ficino retoma la indagación del estagirita. En Theologia platonica de animarum immortalitate (1482), y especialmente De vita libri tres (1489), Ficino, que se incluye a sí mismo entre los melancólicos, explicó su propensión al recogimiento y al conocimiento contemplativo, al furor de conocimiento, que comparte con el religioso aquejado de acedia, abundando en su relación entre los dos tipos y en su doble polaridad negativo-positiva.
A nivel astrológico, el signo del melancólico estaba claro, y el propio Ficino lo certifica en De vita libri tres: Saturno con ascendente en Acuario.5 La melancolía, como había sucedido con la acedia, atenúa su condición de «complexión pésima» precisamente por el ejercicio reflexivo elevado al que se entregan los atrabiliarios, y su planeta, Saturno, hasta entonces el más pernicioso, empieza también a ennoblecerse. El melancólico, decía Ficino, posee la cualidad de la tierra, que no se dispersa como los demás elementos, sino que se concentra estrechamente en sí misma, y al mismo tiempo busca la trascendencia. Tal es también, o al menos así se pensaba, la naturaleza de Saturno, el planeta más alto y alejado, y también el más denso, en virtud de cuyo influjo, los espíritus, recogiéndose en sí mismos, se concentran en penetrar el centro de las cosas. El dios caníbal y castrador, cojo y portador de su guadaña, se convertía en el signo bajo cuyo dominio encontraba su lugar la más noble especie de los hombres, la de los filósofos, los artistas y los religiosos contemplativos, ocupados en desentrañar los más oscuros misterios. Porque Cronos es un dios de extremos. Es el señor de la edad de oro, pero también es el dios triste, destronado por Zeus y ultrajado; engendra multitud de hijos a los que devora, y termina condenado a la esterilidad; es un monstruo burlado por una astucia de Rea, pero es también un dios viejo y sabio, venerado como suprema inteligencia.
Al fin y al cabo, la relación no es tan peregrina. Saturno poseyó la visión directa del empíreo y gobernó entre los dioses tras alejar a Urano, su padre, y fue después desplazado, vencido, a su vez, por su hijo Júpiter. Saturno soberano de los dioses, Saturno exiliado. Saturno como viejo nostálgico de su anterior visión, convertido en un miserable que devora a sus criaturas. Saturno como el más contradictorio de los dioses. Saturno es el sol negro, el de la melancolía, tal y como reza un verso de Les Chimères, de Nerval, que dará título a un volumen de Julia Kristeva: Soleil noir (1987), sobre melancolía y depresión, ya en la línea psicoanalítica que identifica la melancolía con una grave enfermedad mental al menos desde Freud.
Especialmente en un conocido ensayo publicado en la Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse (vol. IV, 1917): «Duelo y melancolía». La melancolía, que reúne rasgos similares a los del narcisismo y el luto, no permite al sujeto lidiar con la pérdida, con la distancia, con el alejamiento de lo que desea, y termina refugiado en sí mismo. Son estos los elementos que habían definido tradicionalmente al melancólico: la imposibilidad de capturar el objeto de deseo y el retraimiento contemplativo. Según Freud, que se centra en lo amoroso, el problema del melancólico consiste en que su identificación con el objeto amado, o con una imagen idealizada de este, es tan estrecha que no es capaz de transferir su libido hacia otro objeto una vez que ha perdido o extraviado el original. Se había identificado tan profundamente con él que, una vez desaparecido, se retrae en su propio yo. De ahí que el melancólico, cuando creía poseer el objeto amado tratara de fagocitarlo, asimilarlo por completo a sí mismo, nos explica Freud. Cuando se vea privado de él, en cambio, el sujeto perderá por completo el apetito.6 Esa identificación entre el yo y el objeto hace imposible determinar cuál es exactamente la pérdida. Perder al otro implica también perderse a uno mismo, advertirá Butler (2004: 20-22) en su glosa del texto de Freud, porque lo que se modifica es la relación, el nudo («the tie»), que unía a ambas personas.
Una de las claves del humor atrabiliario, y de ahí su estrecha relación con Saturno, era precisamente la confusa separación de una realidad que entendíamos como superior a nosotros mismos, y de ahí parte precisamente el planteamiento psicoanalítico. Como explicó Starobinski, la melancolía es écart (2012: 172), esto es, distancia o diferencia. Separación interpretada como exilio, como el exilio al que el alma había sido condenada, como el exilio de Saturno, y que genera un proceso nostálgico movido por el deseo de volver a la situación inicial, basada en el recuerdo, la huella o el fantasma de un pasado más feliz, aunque sea difícilmente identificable.
Para los cristianos, la melancolía habría nacido, de hecho, justo en el momento en que Adán mordió la manzana. Esa sería, al menos, la idea de Hildegarda de Bingen, una de las religiosas más relevantes de la baja Edad Media, vertida en Causae et Curae. Quignard, en La Nuit sexuelle (2007), la glosa literariamente:
À l’instant de la désobéissance d’Adam, la mélancolie s’est coagulée. Elle est apparue à cet instant comme une obscurité soudaine. À l’instant même où il mordit la peau de la pomme, la belle couleur du sang du premier homme s’est assombrie […] La lumière s’est éteinte dans le premier homme, notre père. Tandis que la mélancolie se coagula dans son sang, la peur s’éleva en lui et introduisit une gêne dans sa vue, source de la tristesse qui fait désormais la part essentielle de son âme (Quignard, 2007: 51).
Para reforzar esta sensación de pérdida entre los cristianos, Agamben añade otra explicación en Il regno e la gloria (2007), donde nos habla de la economía teológica establecida en la Alta Edad Media en torno a la Trinidad. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. Si eran de naturaleza sustancialmente distinta, parecía abrirse de nuevo la puerta a la herejía politeísta. El terror cundió entre los teólogos y autores como Tertuliano, Hipólito o Ireneo ensayaron una curiosa solución al problema utilizando la palabra griega oikonomia, es decir, la administración del oikos, de la casa. Dios habría encomendado a su hijo la tutela de su creación, la casa de los hombres, sin perder por ello su unidad. Dios se había encarnado en él para gestionar la salvación y la redención humanas. Cristo devenía así economista. La estrategia era peligrosa, advierte Agamben, porque dividía teoría y praxis: ontología, el ser de Dios, y administración específica del mundo de acuerdo con semejante esencia, que se había, además, ausentado.
Este sentimiento de pérdida se agudiza en el Barroco, que es desde donde partía Lepenies en su rastreo de huellas del intelectual moderno. The Anatomy of Melancholy reúne no pocas claves. Esta suerte de enciclopedia prolija y algo caótica la firma «Demócrito júnior», el propio Burton, que se acoge a la figura del filósofo atomista de Abdera (otro de los pensadores a los que Ficino recurría para glosar el término melancolía en De vita libri tres). Demócrito preside el frontispicio del volumen, formado por diez grabados de Christian Le Blon que rodean el título, y están presentes desde la cuarta edición de la obra, de 1632. Burton, bachiller de Oxford, y monje académico, aparece en la base. A los lados, los tipos habitualmente relacionados con la melancolía: el enamorado, el hipocondríaco, el supersticioso (un monje acidioso, en realidad) y el maníaco. También vemos a los animales asociados a ella: la cigüeña y el ciervo, y las plantas que, supuestamente, la sanaban: la borraja y el eléboro.