Disenso y melancolía. Luis Bautista Boned
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En algún momento, ambos mundos se dividen inevitablemente: por un lado, los libros; por otro lado, la realidad. La escritura deviene un repositorio autorreferencial. De acuerdo con Blumenberg: «lo escrito pasó a ocupar el lugar de la realidad, con la función de hacerla superflua en cuanto algo definitivamente rubricado y asegurado» (2000: 19). Si basta con leer el mundo en los libros, el hombre dejará de leer en el mundo. Lo que sabemos del mundo es en última instancia lo que se ha escrito sobre él, primero por Dios y después por los seres humanos: mirar, leer, interpretar, glosar. El conocimiento se erige en una serie de (re)lecturas, de (re)interpretaciones, que son continuas adiciones al conocimiento. Conocer un objeto, un elemento natural, será conocer la historia completa, escrita, de ese objeto o elemento. Y toda escritura es susceptible de interpretación futura, luego la verdad es un proceso infinito que debe incluir todas las interpretaciones del mismo fenómeno.
Tenemos un primer sistema autorreferencial, lingüístico, o más específicamente escritural, a cuyas determinaciones es imposible escapar. Se establece una separación tajante entre una realidad infinita e inaccesible y el código o los códigos que la fijaron y sustituyeron. La escritura original, exterior, auténtica, infinita, es inaccesible, pese a los intentos del alegórico, melancólico, por descifrar el código divino de la naturaleza, el mensaje divino inscrito en ella. La labor del alegórico, que pretendía leer la escritura original, o acceder a ella, era ilimitada por carecer del código inicial, vital y dinámico, infinito, que iniciaba el proceso. La labor del coleccionista, enciclopedista, también lo será, porque, en su rescritura (mala) del mundo, en la reconfiguración que proyecta, siempre faltará al menos una pieza, un comentario, una interpretación, una glosa. Aquel parte de un texto original primitivo, la escritura de Dios sobre el mundo, que es inaccesible desde el inicio; este trata de rescribir el mundo según su propio orden, que requiere la inclusión de todos los comentarios posibles, tornando la tarea equivalente a la propia duración del mundo. Principio inaccesible, final inalcanzable.
Le langage du XVIème siècle –entendu comme expérience culturelle globale– s’est trouvé pris sans doute dans ce jeu, dans cet interstice entre le Texte premier et l’infini de l’Interprétation. On parle sur fond d’une écriture qui fait corps avec le monde; on parle à l’infini sur elle, et chacun de ses signes devient à son tour écriture pour de nouveaux discours; mais chaque discours s’adresse à cette prime écriture dont il promet et décale en même temps le retour (Foucault, 1966: 56).
Las palabras y las cosas se separan; cada una permanece en un dominio independiente. El discurso literario, la gran tradición, tratará de volver sobre la realidad bruta de las cosas, aunque se encontrará a sí misma apresada en el sistema de su escritura, incapaz de restablecer el contacto con el mundo. Devendrá, según otro melancólico, Schiller (Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, 1795), poeta sentimental, y su anhelo imposible será recuperar el contacto ingenuo con la naturaleza. El literato, fundamentalmente el poeta, tratará de operar por medio de alegorías, símbolos y mitos, intentando escapar de la red escrita en la que está atrapado, con el fin de leer, descifrar, de nuevo el mundo, la escritura divina, o bien ontológica de las cosas (tan pronto como renuncie a una concepción teológica del mundo).
La interiorización definitiva de la subjetividad
El segundo problema al que se enfrenta también la modernidad temprana es la progresiva interiorización de la epistemología y la moral. Porque hay un desarrollo de enorme importancia ligado a este proceso, presentado aquí brevemente, de legibilidad y (re)escritura del mundo, que resulta oscuro sin su concurrencia. ¿Por qué pierde el hombre la capacidad de leer el mundo? El desplazamiento del sujeto hacia su interioridad provocó un cambio fundamental en la concepción de la verdad, que pasó de ser hilemórfica a ser representacional.
La naturaleza poslapsaria (aun siendo vestigio de una semejanza perdida, cuya escritura era ya indescifrable) seguía siendo en la Edad Media «transparente» al ojo humano, porque las cosas eran las palabras (si eliminábamos el afecto del alma que sirve de intermediario legítimo). Voz, alma y cosa significada, de acuerdo con Aristóteles y con la teología medieval, que determina que la res es creada a partir de su eidos, de su sentido pensado por el logos o entendimiento infinito de Dios. La ruina, el vestigio natural, todavía podía ser comprendido como totalidad por medio de las diferentes estrategias que nos muestra Foucault en Les Mots et les choses. Una red de «vestigios» cubría el mundo sin dejar resquicio e imperaba todavía una concepción hilemórfica de la verdad que permitía al ojo humano hacerse uno con el objeto contemplado, aunque no remitiera este ya directamente a su realidad divina original.
Como explica Rorty (1979), el «momento cartesiano» (etiqueta que se refiere en realidad a buena parte de la filosofía del XVI y el XVII) establece el paso a una concepción representacional de la verdad. La concepción hilemórfica, que encontramos en Aristóteles y todavía en Santo Tomás de Aquino, confiaba en la relación entre el sujeto y el objeto, y por lo tanto en la idea que representaba a este último. Conocer un objeto no implicaba representarlo, sino hacerse idéntico a él: el conocimiento del objeto era idéntico al objeto. La retina se convertía en todas las cosas, aunque no adoptara la forma de ninguna de ellas. Era el modelo para el entendimiento. La propuesta moderna es, en cambio, representacional, esto es, la relación no se establece entre sujeto y objeto, sino entre sujeto y proposición, derivada de la representación mental del objeto.
El cambio de modelo fue el resultado de un largo proceso de interiorización que condujo a la invención de la mente en sentido moderno y a la imposibilidad progresiva de garantizar su contacto con el exterior. Proceso análogo, en fin, al de la escritura derivada que termina suplantando al mundo en su empeño por representarlo. Dos esferas diferenciadas en Descartes: res cogitans y res extensa, y un «lugar» para cada una de ellas: interioridad y exterioridad. La mente se establece como tribunal complejo y completo, ojo interior ante el que desfilan las sensaciones corporales y perceptivas, las verdades matemáticas, las reglas morales, la idea de Dios, los estados de ánimo… cualquiera de los elementos, en fin, que actualmente consideramos mentales, todavía atrapados en la concepción cartesiana.
La mente moderna opera, pues, con las representaciones de la experiencia que son examinadas por el ojo interior con la esperanza de que sean testimonios fieles de la realidad, de ahí que la melancolía como sentimiento de separación se agudice entonces. Descartes señala además en las Méditations métaphysiques (1641) que se puede dudar de la res extensa, pero no de la res cogitans, ya que la mente se conoce muy bien a sí misma, por cercanía, pero no lo que es exterior a ella. La certeza se basa, pues, en esta idea: la verdad está en la mente, en el interior del sujeto humano. Ahora bien, ¿qué sucedería si –como temía el propio Descartes– el espejo interior no fuera tal, sino un velo? ¿Qué consecuencias tendría fiarse de la representación del escenario mental y cuestionar o dudar de lo que es ajeno a ella? ¿Qué pasaría, en fin, si el Dios garante de la correspondencia interior / exterior fuera en realidad el «genio maligno» (malin génie) del que hablan las propias Méditations? El problema que se desarrolla a partir de entonces es el de la fiabilidad de nuestras representaciones interiores, que tiene para Descartes un aspecto positivo como fundamento de la existencia humana: puedo llegar a dudar incluso de la veracidad de mis representaciones, de mi pensamiento, al fin y al cabo, pero no de mi existencia como ser que duda.
En todo caso, si el espejo está en la mente