Disenso y melancolía. Luis Bautista Boned
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El pensamiento alemán identifica al «grupo» de sujetos, cruce de filósofo y artista, encargados de la educación cultural del individuo, que debe ser transformado en ciudadano para generar un modelo de Estado-organismo opuesto al Estado-máquina. Como señalaron Lloyd y Thomas (1998), estos sujetos, obvios precedentes del intelectual desclasado, «alienígena», que está al margen de la sociedad, por arriba o por delante, y debe guiarla, tiene como objetivo educar a los individuos, educir de ellos a los seres humanos miembros de la sociedad. Cohesionar, por medio de la cultura, el Estado, y evitar los riesgos de las insurrecciones revolucionarias (como la francesa) del cuerpo social. Para Lloyd y Thomas (1998), son estos autores los que terminan por relacionar los conceptos de cultura y Estado, cultura para la generación de los ciudadanos que han de formar un Estado. Ciudadanos que idealmente dejarían de ser individuos para convertirse en sujetos acordes con el modelo de subjetividad depurada y desinteresada que proponen pensadores como Fichte o Schiller. Siguiendo a Lloyd y Thomas (1998), los individuos debían transformarse en espectadores de una cultura elevadora e igualadora que los situara, como miembros del Estado, al margen o por encima, también a ellos, de su vida privada, en la que participaban como actores alienados y oprimidos por el sistema burgués.
La lectura de Lloyd y Thomas es aceptable en términos generales, o al menos desde su perspectiva marxista, pero puede llegar a ser ligeramente reductora. Tomemos por un momento un texto clave del entresiglo XVIII-XIX en Alemania: El programa sistemático más antiguo del idealismo alemán, escrito entre 1795/6. 21 En el Systemprogramm, que es como se lo conoce abreviadamente, Frank (1982) notó una variación sumamente interesante respecto a las teorizaciones previas sobre Estado-máquina frente a Estado-organismo. Utiliza este texto plural (escrito al menos por tres manos: las de Hölderlin, Hegel y Schelling) términos e ideas de Rousseau, Kant e incluso de Fichte, pero ya no dirige su crítica al feudalismo o al absolutismo, sino, precisamente, al Estado burgués. Un Estado totalmente derivado de la razón, que carece de legitimación exterior a él, es decir, de fundamento, y que basa en las leyes su poder, debe ser necesariamente una máquina. De hecho, uno de los autores del texto, Schelling, escribirá pocos años después, en su Sistema del idealismo trascendental (1800), que la crítica a la ideología estatal mecanicista debía dirigirse precisamente contra la ordenación jurídica burguesa. Novalis, miembro destacado del Frühromantik, manifestará en Europa (1799) que la dialéctica destructiva, por analítica, de la Ilustración se había tornado autónoma. Alejada de los mitos como elementos fundacionales o legitimadores, actuaba como un molino gigante, sin constructor ni molinero, que se molía a sí mismo. Para ambos, la sociedad burguesa es una máquina regulada que actúa de manera ciega, aplicando un código que la hace funcionar por sí misma, por inercia:
El riesgo estriba en que, desde el momento en que queda acabada, ya no depende de nada ni tienen necesidad de subordinar su automatismo al gobierno de una idea […] porque en efecto, como ya determinamos, esto es lo que diferencia a los mecanismos de las estructuras orgánicas: que el plan de conjunto, para el que trabajan y se subordinan las partes, no se encuentra inscrito de entrada en el interior de sus células. El todo se comunica externamente a las partes –como en un engranaje– pero no se refleja en ellas (Frank, 1994: 183-4).
Para los románticos, como para Schelling y el resto de los autores del Systemprogramm, el Estado-máquina burgués es lo contrario a una sociedad en la que lo público y lo privado se interpenetran mutuamente, y por eso el Estado está condenado a desaparecer. La legalidad ilegítima (por estar escindidos los dominios público y privado) que en él reina solo permite una sagacidad puramente mecánica. Este funcionamiento prefigura lo que Weber llamaría más de cien años más tarde «racionalidad», para definir la forma de la actividad económica de tipo capitalista, el derecho privado y el poder de la burocracia, y que se transformaría, de acuerdo con Habermas, en ideología: Técnica y ciencia como ideología (1968). La extensión de control racional a todos los ámbitos de la sociedad conduce necesariamente a una secularización y desmitificación (desencantamiento) de las concepciones del mundo y de las tradiciones culturales que orientaban la acción de acuerdo con fines. El control que se ejercía institucionalmente sobre el complejo funcional racional acaba cayendo en un autocontrol funcional interno, esto es, se convierte en una cuestión de acertada o desacertada programación de la máquina de la sociedad:
El efecto es, como ya hemos anunciado, una pérdida de legitimación de la colectividad, desde el momento en que, como dice Habermas, el sistema subordinado de la acción racional orientada a fines (el trabajo) ya no se cree necesariamente al servicio de esos discursos, por medio de los cuales los individuos socializados se llegan a comprender mutuamente y establecen un acuerdo, en principio no limitado, acerca de los valores y las metas de su acción, así como sobre la organización de su vida en común (interacción) (Frank, 1994: 184).
Por lo tanto, como señalan Lloyd y Thomas, los autores del entresiglo XVIII/XIX alemán apelan a la idea de cultura como vía para cohesionar el Estado, que de otra manera podría devenir un complejo entramado mecanicista y coactivo, y ellos mismos, al menos los más jóvenes, entienden que ese Estado-máquina que hay que destruir es ya el sistema burgués. Comprendo que en ese intento podrían terminar por trasladar, como critican Lloyd y Thomas, una idea de la sociedad cohesionada desde lo cultural y lo espiritual, lo desinteresado, y que disimulara o relegara las condiciones materiales de vida del proletariado y pudiera incluso anestesiar sus protestas o estallidos. Ahora bien, es un poco reductor plantear, como a menudo se señala desde posiciones marxistas, que estos autores estaban sencillamente legitimando, a sabiendas o por descuido, un Estado burgués mecanicista y opresor, volcado hacia la vida pública y que empleaba la cultura como idea cohesionadora y anestesiante, un Estado, en fin, que se había desentendido de la vida privada de los individuos. Estos autores, como sus predecesores melancólicos, tratan precisamente de superar una visión racionalista de la sociedad, y lo hacen introduciendo el elemento espiritualista que tanto anhelan.
En cualquier caso, la figura del intelectual depurado, ligado un dominio espiritual que se manifiesta culturalmente, aparecerá también en Inglaterra en la primera mitad del XIX. Coleridge, otro poeta, utilizará precisamente el término clerisy para referirse a los hombres de letras en On the Constitution of the Church and State According to the Idea of Each (1830). Autorrepresentación consciente del «gremio» de los futuros intelectuales, reúne las características que hemos visto hasta ahora, y escoge un término afortunado que rencontraremos, por ejemplo, en el título de uno de los libros más influyentes sobre la intelectualidad del siglo XX: La Trahison des clercs, de Julien Benda (1927). La clerecía seglar y voluntaria forma parte en realidad de una en-clesia, por oposición a ec-clesia. Una institución espiritual a la que se podía acceder libremente, siempre y cuando, como pedía el propio Schiller, se tuviera educado el gusto, y que cumplía una misión social: ejercer de guardia y custodia de los valores espirituales del país y transmitir ciencia y moral para generar un Estado cultural, o por lo menos tenerlo como meta utópica.
Carlyle nos ofrece una figura similar a la de Coleridge en On Heroes (1841): el literato, el «Man of Letters», que vive de su pluma, ajeno a las reglas de otras profesiones y que pronto habría de organizarse en un gremio humilde, casi una orden mendicante, actualización de los acidiosos que buscaban la beatitud de un orden perfecto. Gracias a la escritura y su difusión impresa, ejerce una influencia creciente en la sociedad en la que vive, y su labor no le parece independiente de la progresiva democratización occidental. Su función es fundamental, porque representa el espíritu en una época escéptica, positivista y mecanicista, resultado de las Revoluciones burguesas.