Disenso y melancolía. Luis Bautista Boned
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Sainte-Beuve sería otro de los miembros del gremio transnacional. El primer crítico de la literatura industrial, el primero, en definitiva, que escribió un artículo sobre la influencia de la industrialización en el trabajo literario («La Littérature industrielle», 1839), está preso él mismo en las pautas industriales de producción, con el tiempo completamente reglado, como se desprende de su correspondencia (glosada por Lepenies, 2007). Ahora bien, las metáforas obreras conviven con las monacales. Más que como obrero, Sainte-Beuve se autodefine como un monje. En tiempos de secularización, de crisis religiosa, en tiempos de desarrollo científico e industrial, el autor necesita encontrar compensaciones espirituales. El hombre de letras, aunque ligado a un modo industrial de producción fruto de su tiempo, dictado por el periódico, por el pago por artículo, por línea, incluso por palabra, necesita algún tipo de expiación.
Más allá del pesimismo, de la dificultad del proceso, el sabio purificado a la manera de Fichte se funde con el hombre de letras convencido de su oficio en el XIX. Se funde también con la Institución arte, cuya fundación Christa y Peter Bürger (1992) detectaban en el entresiglo XVIII-XIX, y cuya configuración francesa posterior estudió Bourdieu (1992): «el campo literario» como requisito para el nacimiento del intelectual. Es ese ámbito complejo y al que se accede voluntariamente, aunque no sin esfuerzo, al que Fumaroli denominó La République des Lettres (2008), patria universal e invisible de espíritus descontentos y melancólicos, elevados sobre el resto, y que aspiran a insuflar una moral universal desinteresada en sus compatriotas a través de la cultura.
La gran diócesis, que está en todas partes, incluida la iglesia, aunque carece de sede fija, avanza poco a poco, absorbiendo espíritus emancipados conscientes de la necesidad de estar liberados de toda autoridad y sumisión. Sus miembros pertenecen a diferentes credos: religión natural, panteístas, realistas, positivistas, escépticos y buscadores de toda clase, adeptos al sentido común y seguidores de la ciencia y el espíritu. Esta gran provincia intelectual no tiene pastor, ni obispo, ni jefe, pero cada miembro está obligado a defender la verdad, la ciencia, la investigación libre y sus derechos ante cualquiera que ose atacarlos. Un personaje que está dentro y fuera, libre de toda atadura, y obligado, sin embargo, a defender la verdad y la libertad. Se reconoce ya con claridad al intelectual que tomará nombre a finales de ese mismo siglo.
François Dosse apuntó esa especie de función sustitutiva de los hombres de letras respecto de la clerecía religiosa, que veíamos al inicio de este capítulo en el paso del acidioso al melancólico hombre de letras:
Les «gens de lettres» sont alors considérés comme porteurs d’une forme de déisme, d’humanitarisme, à l’écart du pouvoir des clercs. Ils prennent le relais de ces derniers et conçoivent leur rôle comme un sacerdoce et non plus comme un simple métier. Les frontières entre la dimension spirituelle et la dimension temporelle s’en trouvent affectées et une nouvelle responsabilité incombe alors à ces hommes de lettres de la modernité des Lumières (2003: 24-25).
Bauman (1987), pensando en estos mismos autores, o en su autodesignada función, adujo el concepto de «legislador». Aspiraban a modelar al resto de individuos de acuerdo con valores culturales universales, gracias a la educación y la cultura, aunque situados siempre, como alienígenas, al margen o por encima de la sociedad. Sin embargo, este purificado hombre de letras terminaba sistemáticamente decepcionado (a veces parecía derrotado de inicio, como Schiller, que postulaba la necesidad de cien años, como mínimo, para llevar a cabo su proyecto de educación estética). Decepcionado por el resultado, o por su escasa relevancia práctica, o por la elusividad, si no inexistencia, del modelo estable al que melancólicamente aspiraban, precariamente plasmado en una cultura supuestamente desinteresada que debía convertirse en el fundamento espiritual del Estado. Un Estado estético o cultural que, por lo demás, como se ha criticado a menudo, parecía omitir las duras condiciones de vida de sus integrantes, que debían sumarse sin queja desde su estado socioeconómico a un organismo superior.
Este es el sujeto que Lepenies (2007) rastreaba hasta el siglo XVII. El melancólico barroco lloraba la pérdida de un supuesto orden estable, ontoteológico, moral y político, y se afanaba infructuosamente por restaurarlo. Un heredero secularizado, como apuntaba Agamben (1977), del acidioso religiosamente enclaustrado del medievo. Se revelaba desde bien temprano esta derivación laica, que apuntaba Dosse (2003) también para el XVIII, desde lo religioso. El sentimiento de pérdida de un orden estable y trascendente que anhelan ciertos espíritus aquejados de melancolía, y cuya relación entre lo religioso y lo laico estudiaba el propio Agamben en Il regno e la gloria: cómo recuperamos y transferimos al gobierno mundano un orden trascendente y perfecto del que nos ha aislado definitivamente la interiorización epistemológica, moral y ética de la subjetividad.
La insistencia en el hombre de letras, en la Institución arte, en el campo literario tiene que ver con la creación de un gremio específico, pero también con la función de la literatura, de la cultura, que revelaba la parte espiritual del ser humano, también en el ámbito sensible, que transmitía, por medio de la belleza, es decir, de manera sensible, ese supuesto orden abstracto al que habían accedido los individuos purificados, precisamente, de lo sensible.
Para Lloyd y Thomas (1998), la aspiración de este protointelectual depurado o desinteresado es elevar a cada individuo, es decir, por medio de la cultura, convertirlo en un hombre superior integrante del Estado, y buscaría en última instancia, consciente o inconscientemente, legitimar la sociedad burguesa (aunque ya hemos visto que la cuestión es más compleja), como criticará Gramsci desde posiciones marxistas en el siglo XX. La cultura representa un dominio elevado, desinteresado, humano, del que los ciudadanos participarían como espectadores, y que estaría al margen de la fragmentación, el mecanicismo y la pobreza de las condiciones concretas de vida de las clases populares. La cultura sería el lugar que cancela de las diferencias particulares, de ahí que, gracias a ella, el individuo se elevaría a ser humano integrado en un todo. Es en ese dominio superior, la cultura como idea reguladora, que estaría idealmente en la base cohesiva del Estado, donde se encontrarían la libertad, la completud como seres humanos, de la que carecen en su vida diaria.
Y así es como llegaremos al nacimiento oficial del intelectual, bien conocida gracias a volúmenes como el de Charle (1990 y 1996) o Bourdieu (1992). Sujeto puro, organizado en un gremio autónomo, casi puramente letrado, y deseoso de contestar en nombre de valores universalistas, las injusticias, los desórdenes, que sociedades concretas provocan a sus miembros.
Esa posición de guía depurado, de educador, que se sitúa dentro y fuera de la sociedad no solo la criticará la izquierda cultural, por disimular las condiciones alienantes a las que la sociedad burguesa condena a sus integrantes, sino que la esgrimirá ya despectivamente la derecha «antidreyfusard» de Action française en los años del nacimiento oficial de los intelectuales, como ha recordado Enzo Traverso, recuperando ideas de Les Déracinés (1897), de Maurice Barrès:
L’intellectuel est le miroir de la décadence, une des grandes obsessions de la réaction européenne au tournant du XXème siècle: l’intellectuel mène une vie purement cérébrale coupée de tout lien organique avec la nature, il reste enfermé dans un monde artificiel, fait des valeurs abstraites, où tout est quantifié et mesuré, où tout devient laid, mécanique, antipoétique. L’intellectuel incarne une modernité anonyme et impersonnelle, il n’a pas de racines et ne représente pas l’esprit ou le génie d’une nation. Il est un esprit «cosmopolite», incapable de comprendre la culture d’un peuple enraciné dans un terroir. L’intellectuel se bat par des principes abstraits : la justice, l’égalité, la liberté, les droits de l’Homme; il veut faire triompher la vérité, il défend des valeurs universelles (Enzo Traverso, 2013: 15).
Cerebral (por desapasionado), centrado en la imposible búsqueda de valores abstractos, universales laicos e impersonales (justicia, igualdad, libertad, derechos humanos, verdad), y déracinés, o desarraigados, del genio de la nación, de