Imaginarios sociales e imaginarios cinematográficos. Javier Protzel
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Turbarse con un relato sobre algo a sabiendas no acontecido no se debe a inferencias lógicas, sino al arraigo profundo de la relación afectiva del Yo con el mundo. Lejos de ser simplemente la reproducción mental de lo exterior ausente, la génesis de la actividad imaginativa radica, como señala Jacques Lacan, en “[…] establecer una relación del organismo con su realidad, o como se dice, del Innenwelt [mundo interior] al Umwelt [mundo circundante]”.4 A partir de los seis meses, el infante empieza a percibir su cuerpo como un todo; pasa de una serie de sensaciones fragmentadas a la de completud. Más allá de lo corporal, en esta fase que Lacan ha llamado “estadio del espejo”, se empieza a formar el yo. La niña o el niño se reconocen en su propia figura al otro lado del espejo (o también fuera de este, en otro infante). Se ve en ese “afuera” de la escena contemplada, haciendo suyos los atributos de este pequeño Otro que el cristal refleja de su propia imagen. La formación del Yo –de la identidad propia– es por lo tanto indisociable del Otro. La identificación primaria con una imagen exterior va a precipitar al sujeto en una matriz simbólica de mímesis más compleja, resumible en el enunciado “yo soy ése, actúo como ése y deseo lo que ése desea”. Y como el mismo Lacan señala: “[...] el punto importante es que esta forma sitúa la instancia del yo desde antes de su determinación social, en una línea de ficción [...]”.5
Construido desde afuera, el Yo hasta esa etapa de su formación se constituye relacionándose con objetos fantasmáticos –imágenes irreales– precisamente sin distinción clara entre el Yo y el Otro: (“si aquel sufre yo sufro, si aquel goza yo gozo”). Si en el estadio del espejo ocurrió la identificación narcisista primordial con el propio cuerpo –empalmando con una relación imaginaria con el mundo, compuesta de atracción, emulación, angustia, repulsión–, más adelante, hacia los cuatro años, el sujeto es introducido al registro de lo simbólico. Toda esa energía pulsional –la libido– que había estado enfocada en lo imaginario, es inscripta en el orden simbólico, en el cual el sentido de la realidad, diferenciado del imaginario, es impuesto por la palabra del padre cuando el niño se identifica con la imago paterna. Con la resolución del complejo de Edipo se sella no solo el primado de la Ley (la prohibición del incesto); es la realidad en su conjunto la que va siendo aprehendida mediante el lenguaje, que al hacerle distinguir entre lo permitido y lo prohibido, va estructurando su imaginario. En otros términos, el niño aprende a diferenciar entre sus deseos y la realidad, sin que por ello la libido deje de investirse sobre determinados objetos. En tal virtud, la necesidad de controlar los deseos no satisfechos en la realidad va a llevar la energía libidinal por otros caminos, hacia elaboraciones sublimadas, a objetos “permisibles” que dispensan placer, capaces de saciar imaginariamente los deseos no realizados. Estos son los objetos que el arte y la cultura ofrecen,6 por lo cual, más allá de hacer inteligible la realidad, el lenguaje es parte del orden simbólico, noción más amplia, que moviliza las pulsiones del inconsciente y las hace emerger como sentido. El mismo Lacan sostiene que el inconsciente está estructurado como un lenguaje a través del cual “hablan” nuestros deseos y terrores que, además de aparecer en nuestro comportamiento o en el discurso del psicoanalizado, se elaboran en el sueño mediante figuras que las enfatizan u ocultan, como la metáfora y la metonimia.7
En tal virtud, ¿cómo no encontrar equivalencias en las relaciones fantasmáticas del espectador y la película que está viendo, si la pantalla viene a ser a su modo un espejo? Christian Metz las ha destacado, sustentando que, a diferencia del infante frente al espejo primordial, el espectador está ausente en la pantalla, aunque sí permanecen vivos –gracias a su propia experiencia antigua del estadio del espejo– sus mecanismos de identificación. Estos lo sumergen en la escena del espectáculo fílmico movilizando sus deseos en lo imaginario, pese a ser consciente de ver una ficción, es decir de la brecha que separa su Yo de su no-Yo, a diferencia del infante que ve al Otro en sí mismo reflejado en el espejo. En términos lacanianos, el cine como toda creación cultural pertenece al orden de lo simbólico.8 Ahora bien, ¿por qué atrae ver una película, en qué consiste ese placer de la evasión o la distracción que tanto se invoca? Como sabemos, a diferencia de otras artes, la diégesis fílmica (o “impresión de realidad” de las imágenes en movimiento) ha marcado una revolución sin precedentes en la historia de la producción simbólica, tanto por la sofisticada reproducción de la realidad visible y audible y la eficacia del montaje para construirle tiempos y espacios narrativos, como por cierto la materialización de las fantasías lograda mediante efectos especiales. En esa medida, el cine ha devenido en un “buen” objeto para sus espectadores (entendiéndosele psicoanalíticamente como un modo de relación que “engancha” al sujeto con su mundo), verdadero fenómeno social de alcance mundial, dada la manera en que reactiva, sin discriminación de latitudes y culturas, las condiciones del estadio del espejo.
La inmersión del adulto en lo imaginario en estado de vigilia crea similitudes entre el estado fílmico y el estado onírico. Dada la densidad y organización de la narración cinematográfica, para Metz las intensas emociones inducidas en el espectador por los mecanismos de identificación y proyección no tienen parangón con ninguna otra impresión exterior. En esa medida, él encuentra que cine y sueño se asemejan y diferencian en tres aspectos. En primer lugar, la conciencia del sujeto. Si el durmiente gene-ralmente no sabe que está soñando y el espectador sí es consciente de estar viendo una película, la brecha entre uno y otro estado a menudo tiende a cerrarse según diversas circunstancias. Más allá de la integración psicológica en la ficción (o “la suspensión de la incredulidad” tomando el concepto inglés de suspension of disbelief) la extrema concentración en la pantalla puede ir acompañada de diferentes descargas de energía (crispación, sudoración, excitación sexual, etcétera), y sobre todo de la ilusión del carácter omniperceptivo del sujeto.9 Por cierto, los cambios en la exhibición cinematográfica que ha traído el avance tecnológico atenúan según el caso la fuerza identificatoria del espectáculo. No son lo mismo el placer de la sala oscura, la pantalla grande y el sonido estereofónico que la reproducción casera del mismo largometraje en una pantalla de vídeo, puesto que más allá de las diferencias de calidad técnica, las condiciones de recepción domésticas impiden el aislamiento al que se refiere Metz en un número creciente de espectadores cinematográficos en el mundo, puesto que las salas como “ventanas” de exhibición están proporcionalmente disminuyendo a favor del crecimiento del largometraje propalado por televisión abierta, de cable y digital, y por cierto el expendido en DVD. Obviamente, la diversidad de la recepción cinematográfica puede ser muy vasta, según los grados de educación, de cultura y de la edad, entre otros factores, pero sobre eso volveremos más adelante.
La segunda semejanza (y diferencia) es la presencia o ausencia de una percepción cinematográfica real en el cine o en el sueño. Mientras los sentidos del espectador son excitados por un estímulo real (el haz de luz, el sonido de los parlantes) para entregarse al relato, el sueño muestra también imágenes e incluso voces y música. En ambos casos se “vive” intensamente el relato, pero el sueño es un proceso psíquico interno en que el deseo se cumple como alucinación, sin ningún material real de base, como si fuese una película “[…] ‘rodada’ de principio a fin por el sujeto mismo del deseo, por el sujeto del miedo igualmente, filme singular por sus censuras y sus no-dichos como por su contenido expresado, cortado a la medida de su único espectador […]”.10
Al contrario, los fantasmas conscientes e inconscientes del espectador deben calzar empáticamente con la película para lograr una inmersión emocional equivalente a la del estado onírico, lo cual no ocurre si el filme no gusta, choca o los personajes (actores) no encajan con las expectativas. En otros términos, lo que el público ve es una ilusión óptica, una serie de manchas de luz (fotogramas, píxeles) cuya veloz variación simula movimiento aunque su estatuto diegético lo aporten sus propios fantasmas, provocando, en palabras de este autor, un “salto mental”