Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
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Al compás de las propuestas ilustradas que la dinastía borbónica pretendió implantar en el Imperio español, las décadas finales del siglo XVIII serían testigos de los afanes de la Corona por reforzar el patriarcado. Algunos de los procesos ya referidos conformarían el entorno o contexto en el que las reformas borbónicas destinadas a enfrentar estos problemas se aplicarían. Entre ellas, destacaría con nombre propio la Pragmática Sanción de 1776.
7. Matrimonio, ideología patriarcal y sevicia
Estas últimas reflexiones obligan a retomar un tema que ha estado presente en el discurrir de la investigación: el de la violencia conyugal. Desde la perspectiva de la legislación civil, no se asevera que el esposo pueda disciplinar o castigar físicamente a su esposa si esta no obedece o no cumple con lo que se espera de ella, como tampoco, obviamente, el que la esposa pueda hacer lo mismo con su marido. No obstante, los comentarios de los juristas sugieren que el uso de violencia por parte de los maridos era una acción legítima y legalmente posible si el castigo había sido correctivo y moderado, de manera que, en este caso, no cabía sanción penal alguna (Arrom, 1988, p. 93)60. En otras palabras, bajo determinadas circunstancias, el “castigo” de un esposo hacia su consorte constituía un derecho tácito, además de ser una acción avalada y legitimada por el discurso eclesiástico, pues las leyes seculares reflejaban el punto de vista eclesiástico al tolerar el ejercicio de la violencia física en caso de que este fuese justificado, racional y moderado.
Parece indudable, entonces, el derecho del marido a “corregir” a su esposa bajo las condiciones antedichas. Este derecho se sustentó en la naturaleza del contrato matrimonial que, desde una lógica patriarcal, otorgaba autoridad al marido y lo responsabilizaba de los actos de su mujer, lo que le permitía apelar a la violencia correctiva cuando ella incumplía con los roles familiares y sociales que se le exigían.
Estas consideraciones, sin embargo, merecen algunas atingencias, especialmente desde el lado de la teología moral. Se ha venido afirmando, y con razón, que la Iglesia, en cuanto al matrimonio, proponía una relación entre marido y mujer cuasi paritaria, es decir, ambas partes tenían derechos y obligaciones sustentados en la caridad, ergo, en el amor, la dilección, la amistad y la benevolencia, que expresan una relación afectiva. Debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de la prole (Ortega Noriega, 2000, pp. 58-63)61. No obstante, la dirección del conyugio debía estar en manos del esposo por la desigualdad natural de la mujer, afincada en su supuesta fragilidad y en su mayor propensión al pecado, en su debilidad física e intelectual, y en su ubicación en la división sexual del trabajo. En consecuencia, la obligación de la mujer era obedecer al marido y debía ser controlada; de esta manera, se justificaba el derecho de este a “reprender” a su esposa. Es más, en el discurso teológico tomista, el varón, en el ejercicio de su autoridad, tenía potestad para oponerse a la voluntad de su esposa “y corregirla con palabras o azotes si fuera necesario” (Ortega Noriega, 2000, p. 58), pero nunca arbitrariamente. El fundamento moral y jurídico para justificar el maltrato se basó en la presunción de que la mujer presentaba una natural inclinación a incumplir con sus obligaciones, motivo más que suficiente para disciplinarla (Gonzalbo Aizpuru, 2009a, p. 293). Además, pese a la condena que desde la doctrina y la prédica recibió el uso de la violencia contra la mujer, plasmado en la exhortación a la mesura, fue insoslayable el influjo de la tradición clásica fundado en el ius corrigendi romano que llegó a la Edad Moderna: el derecho del marido de corregir a su consorte apelando a los golpes (Otis-Cour, 2000, p. 165). En suma, el uso de la violencia, bajo determinadas condiciones y circunstancias, fue una atribución inherente al ejercicio de la autoridad.
Estas perspectivas hacen posible notar una cierta ambigüedad en el discurso eclesiástico, pues, al autorizar al varón para poder “castigar” a su esposa con mesura y siempre de manera correctiva, no se fijaban los límites de lo que era la moderación y el uso correctivo de la fuerza. En realidad, tales límites no se podían fijar y tácitamente se dejaba al arbitrio del marido la decisión del castigo. Algunos clérigos, inclusive, parecían tener conciencia del problema instalado por esta ambigüedad. Fray Jaime de Corella y fray Alonso de Herrera no dudaban de la autoridad del varón en la dirección del hogar, así como de su derecho para “castigar” a su esposa, pero insistían en el carácter contractual y místico del matrimonio, destacando la dinámica recíproca de la relación marital basada, según Corella, en la justicia y en la razón; en tanto, para Herrera, se sustentaba en los lazos amorosos provenientes del misterio de que marido y mujer se funden “en una sola carne”. Los sacerdotes estaban al tanto de los naturales roces y dificultades que podían surgir en el devenir del matrimonio y entendían que estos debían resolverse pacíficamente, dialogando. El posible “castigo” del esposo hacia su mujer debía ser eventual, contar con una causa razonable, ser moderado y tener una finalidad correctiva. De otra forma era injusto y abusivo, y constituía, según Corella, un pecado mortal. Este último autor, incluso, estaba enterado de las corrientes de pensamiento contrarias al uso de la violencia en el matrimonio y lo demuestra citando al jurista francés André Tiraqueau (Tiraquel), “quien afirma que el marido no deberá golpear a su mujer en ninguna circunstancia” (Boyer, 1991, pp. 276-278, 306). Por el contrario, otros religiosos como fray Francisco de Osuna hasta llegaron a proporcionar indicaciones sobre los casos y modos en que se debía administrar el castigo físico a la esposa. Osuna señalaba que si esta era porfiada y desobediente, “y no bastan un par de puñadas para hacerla andar derecha”, no había inconveniente, después que todos en la casa estuviesen acostados y cerrada la puerta del dormitorio, “dalle con su cordón darle [sic] media o una docena hasta que amansase” (Gil Ambrona, 2008, pp. 234-235).
Dejar al juicio del esposo la decisión del castigo constituía, además de una evidente muestra de patriarcalismo, un verdadero peligro, pues suponía, desde la lógica de género, no solo una innegable asimetría, “sino una forma eufemizada [sic] de violencia o violencia simbólica”, dado que en la relación marido-mujer “el intercambio de protección por obediencia impone la autoridad del protector y la obligación moral de sumisión (nominalmente, no incondicional) del protegido y, a partir de ello, el reconocimiento de algo que la subjetividad de la mujer podría considerar como arbitrario” (León Galarza, 1997, p. 45). En todo caso, la salida a estos inconvenientes consistía en recurrir en primera instancia al párroco, quien debía aconsejar a la pareja para que los conflictos conyugales no derivasen en un problema mayor. Si estos persistían, quedaba la opción del tribunal eclesiástico. La parte considerada afectada, generalmente la mujer, podía interponer una demanda y exponer su caso ante el juez con el propósito de conseguir una mejor relación con su cónyuge. Si la situación problemática persistía, quedaba el recurso final del divorcio o la anulación, lo que, en última instancia, significaba contar con dinero, testigos, disponibilidad de tiempo, un buen abogado y mucha paciencia.
Es interesante acotar una última observación al respecto. Las desavenencias maritales que alcanzaban proporciones significativas debían, en principio, resolverse en el interior del hogar. Los tribunales de justicia, tanto el civil como el eclesiástico, no intervenían de oficio, salvo excepciones, por ejemplo, el asesinato de uno de los cónyuges en la vía pública. La explicación: se trataba de asuntos que eran considerados privados. Esto significaba que la esposa o el marido supuestamente afectado tenía que tomar la iniciativa en la defensa de sus derechos62.
De lo expuesto, se pueden extraer algunas conclusiones. En primer lugar, “la legitimidad del castigo es explícita y se encontraba refrendada en la teoría y práctica del contrato conyugal” (León Galarza, 1997, p. 47). No son claros, por otra parte, los límites entre el “castigo” correctivo, moderado, razonable y eventual, y la sevicia sin ambages; en todo caso, dependía del arbitrio del marido el criterio para su aplicación. En tercer lugar, “la propia teología y el derecho