Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero

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lo cual, podía perder su calidad de tutora “si vivía en pecado o si volvía a casarse, pues se pensaba que favorecería a los hijos del nuevo matrimonio” (Arrom, 1988, p. 90). El tema de la consideración de las mujeres como seres sexuales se hace evidente, pues la viuda podía perder su condición de tutora por las razones antedichas; en cambio, el viudo conservaba su papel de tutor independientemente de su condición sexual y aunque volviera a casarse.

      A estas y otras restricciones deben sumarse, por otra parte, las limitaciones de un medio en el que el peso del discurso eclesiástico sobre el matrimonio y la familia era fuerte. La Iglesia respaldaba la autoridad del varón al interior de los núcleos familiares y la consecuente obediencia de las mujeres, reafirmando el patriarcado promovido por el Estado. Valgan estas observaciones para reconocer que, ni aun en los casos más evidentes de viudas exitosas, con recursos y autoridad, la impronta del espíritu patriarcal pudo ser obviada. En este sentido, muchas de ellas “propiciaron la conservación de los modelos familiares que privilegiaban la posición de los varones, dispusieron los matrimonios de sus hijas según conveniencias económicas y consideraciones de prestigio social, aceptaron las limitaciones que se les imponían”, a la vez que preservaron dotes para sus hijas y promovieron capellanías y obras pías. Hasta podría afirmarse que ellas, pese a la energía con la que manejaron sus negocios y el personal involucrado en estos, pese al reconocimiento social adquirido y las pocas o muchas ganancias obtenidas, inculcaron en sus hijas, si no la sumisión hacia los varones, por lo menos la creencia de que, si había un hombre en la familia, a todos les iría mejor (Gonzalbo Aizpuru, 2004, pp. 121-122, 134, 139-140)49.

      Las elucidaciones anteriores deben servir para efectuar otras de carácter más general. Si bien las mujeres, desde el punto de vista de la legislación civil, estaban excluidas de las actividades públicas de gobierno, no estaban circunscritas a la esfera doméstica. Se consideraba inadecuado para ellas el gobierno de otros, mas no las actividades públicas en general, lo que, por lo demás, supone una cierta inconsistencia legislativa al permitírseles, por ejemplo, litigar, mas no oficiar de abogado o juez; legalizar un documento, pero no ser notario, entre otros aspectos (Arrom, 1988, pp. 79-80). Es interesante destacar, además, que la prohibición de participar de las actividades directrices de gobierno coloca a las mujeres en una situación análoga a la de otros excluidos, como los delincuentes, esclavos, menores de edad, inválidos, orates, etcétera, en tanto se sugiere que ellas eran incapaces de gobernar50.

      Por otra parte, y como quedó dicho, la legislación civil colonial percibió a las mujeres como seres sexuales. En esa lógica, la protección a ellas obedeció a la necesidad de preservar el honor de la familia y su posición social; de esta manera, se reconocía la importancia de resguardar la virtud sexual femenina. Por esos motivos, la mujer honorable debía tener una reputación adecuada, que asumía la virginidad previa al matrimonio, la fidelidad dentro de él y la castidad en la viudez. Por contraste, la conducta sexual masculina no tenía implicancias legales, a menos que se hubiera incurrido en algún delito de índole sexual. La fuerte carga sexual de la legislación relativa a las mujeres explica también por qué los delitos sexuales cometidos por ellas tenían igual o mayor severidad que los de los hombres, y el aborto se castigaba con pena de muerte si el feto había nacido con vida51. Ciertas sanciones, además, afectaban solo a las mujeres, como ocurría en el caso del adulterio: podían llegar a perder su dote y su parte de la propiedad en común, e incluso terminar en la cárcel si el marido las enjuiciaba. Por contraste, el adulterio masculino solo era punible en determinadas circunstancias. En general, la ley estimaba “que la deshonestidad no es tan vituperable ni ofensiva en un hombre como en una mujer”, estableciendo criterios distintos para cada sexo (Arrom, 1988, pp. 81-84)52.

      El trasfondo de estas medidas tenía una base biológica fundada en la función reproductiva de las mujeres. Como madres potenciales, eran las perpetuadoras del linaje, de modo que un hijo nacido fuera del matrimonio, dado el sistema de herencia basado en el principio de legitimidad, introducía en el seno de la familia la duda de un falso heredero que alteraba la sucesión. Por ello, la virtud sexual femenina desempeñaba un rol primordial en el sostenimiento de la estructura de la herencia y de la clase; y, por ello también, la infidelidad del marido carecía de las mismas consecuencias.

      Por otra parte, se requiere matizar sobre la temática del trabajo femenino, pues, independientemente de lo expuesto sobre las viudas, lo señalado hasta ahora puede generar equívocos sustentados en la creencia de que la mayoría de las mujeres debían quedarse en su hogar, incluyendo a las viudas mismas. En realidad, las mujeres pobres, como podrá suponerse, siempre trabajaron. Oficios como los de vivanderas, lavanderas, criadas, nodrizas, vendedoras de alimentos, entre otros, fueron una constante en las ciudades coloniales hispanoamericanas, y entre los sectores intermedios (aunque con evidentes carencias económicas) los oficios de costureras, profesoras, chinganeras, pulperas, no fueron menos comunes. Asimismo, aunque evidentemente en menor cantidad, mujeres de las élites, y no solo viudas, trabajaron eventualmente, lo que nos lleva a concluir que la imagen tradicional de la mujer colonial como personaje exclusivamente doméstico, dedicado al marido, los hijos y los quehaceres de la casa, es más una construcción intelectual de juristas, escritores, educadores y directores espirituales que, mediante una amplia gama de obras preceptivas, y también desde el púlpito y los estrados judiciales, difundieron un patrón o modelo del deber ser femenino. Por supuesto que las ideas y opiniones vertidas en este tipo de literatura tuvieron acogida y resonancia, especialmente entre los sectores intermedios y altos de la sociedad urbana colonial hispanoamericana, máxime si coincidían con los discursos de la Iglesia y el Estado, pero no es menos cierto que muchas mujeres, especialmente las pobres, trabajaron y tuvieron una relativa independencia. Si consideráramos, además de los empleos manuales y de servicios, que muchas de ellas eran propietarias de bienes muebles e inmuebles y de negocios, situación que implicaba la celebración de contratos, litigios judiciales, presencia en las notarías si es que no se contaba con apoderado, donaciones, financiamientos, relaciones públicas, entre otras actividades conexas al trabajo, concluiríamos que las mujeres no solo trabajaron, sino que participaron activamente del desenvolvimiento de la economía colonial53.

      Es claro, entonces, que no todas las mujeres de los medios urbanos hispanoamericanos siguieron las normas y pautas de conducta que se les impusieron o pretendieron imponer, y es más que probable que las mujeres de los estratos subalternos hayan sido menos permeables al discurso jurídico y preceptivo promovido por el Estado y la Iglesia, en tanto sus urgencias económicas las forzaron a laborar en actividades no domésticas y a enfrentar los avatares de la calle; por tanto, no podían adaptarse a la rigidez de los modelos formulados. Por el contrario, las mujeres de la élite estuvieron más propensas a aceptar los ideales que se les proponían, no solo porque estaban más protegidas económicamente, sino también porque la aceptación de tales ideales constituía un signo de distinción y honor que las diferenciaba de las mujeres de los estratos menos favorecidos54. Además, la presión social de su entorno femenino y masculino coadyuvaba a que admitieran más fácilmente los roles que se les adjudicaba.

      Por otra parte, desde el ángulo más privado de la familia y de las relaciones maritales, no pareciera que las mujeres (ni tampoco los hombres) hayan aceptado cómodamente, por lo menos en varios casos, el papel que se les pretendió otorgar. Como se vio anteriormente, las relaciones consensuales al margen del matrimonio fueron frecuentes, y los cuantiosos juicios ventilados en los tribunales civiles y eclesiásticos daban cuenta de transgresiones y situaciones indeseadas entre hombres y mujeres casados, que iban desde las no pocas solicitudes de dispensa por parentesco hasta los relativamente abundantes casos de adulterio, bigamia55, incesto y sevicia, incluyendo atentados contra la vida. Es indudable que la mayoría de las veces las mujeres aparecieron como víctimas, pero ellas también fueron protagonistas activas de los incidentes que las condujeron con sus maridos a los juzgados. Estas situaciones, y la documentación judicial pareciera probarlo así, demostrarían que las restricciones sexuales provenientes de la legislación y la prédica de la literatura preceptiva, que buscaba la contención y recogimiento de las mujeres, no siempre funcionaron56.

      En conclusión,

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