Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero

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y viudas, todas supuestamente “honestas”) y “no decentes”, por ejemplo, las prostitutas o las mujeres de dudosa reputación. Estas últimas, dada su vileza, carecían del derecho a reclamar por el mantenimiento de los hijos, y la seducción, estupro o agravio que pudieran sufrir no merecía castigo, a menos que hubiera habido violencia física (Arrom, 1988, p. 82)37.

      El caso de las mujeres casadas merece una atención especial, pues estaban sometidas a un conjunto adicional de restricciones. Como la ley obligaba al marido a mantener, proteger y dirigir a la esposa y a los hijos en el matrimonio, la mujer le debía obediencia total y, en realidad, se encontraba bajo su tutela. Los maridos controlaban la mayoría de los bienes y transacciones legales de sus esposas, y, como representantes legales de ellas, no requerían de su autorización para actuar en su nombre. Por el contrario, ellas sí requerían del permiso de sus maridos para realizar cualquier acto legal como contratos, donaciones o para iniciar algún juicio (Lavrin, 1985b, pp. 43-44; Quijada y Bustamante, 2000, p. 650).

      Si bien las mujeres casadas podían tener propiedades, el esposo controlaba la mayor parte de estas, a excepción de los denominados bienes parafernales (joyas, ropa y bienes obtenidos por herencia o donación). El control de las propiedades por parte del marido incluía lo recibido por ellas como parte de la dote, aunque, como quedó dicho anteriormente, ellas conservaran la propiedad. Las arras, del mismo modo, también eran controladas por los maridos38.

      Por otra parte, los maridos eran quienes ejercían la patria potestad sobre los hijos habidos en el matrimonio y ello incluía, además de la tutela, ciertos privilegios, como disfrutar del usufructo de las propiedades de su prole. Aunque los hijos nacidos en el matrimonio eran de ambos padres, no se requería del consentimiento materno para cuando alguno de ellos pretendiera casarse. Eso significaba que solo se necesitaba del consentimiento del padre, quien, además, era el único que podía legitimar a un hijo39. No es un error afirmar que la Iglesia era partidaria del libre consentimiento para contraer nupcias, pero las Partidas autorizaban al padre el poder desheredar a una hija si esta se casaba sin su asentimiento, situación que se vio reforzada aún más con la Pragmática Sanción de 1776, que incluía también a los hijos varones. Aun cuando las madres participaban también de la crianza, cuidado y educación de los hijos, carecían de los derechos de patria potestad que sí tenían los progenitores varones; es decir, las madres eran responsables legalmente de su prole y eso implicaba mantener, educar y dejar una herencia a los hijos; tenían obligaciones, pero no gozaban de los privilegios de la patria potestad que eran concedidos al padre (Arrom, 1988, pp. 88-90)40.

      Es cierto que la Iglesia, a diferencia del Estado, presentaba un modelo de matrimonio más igualitario porque planteaba que los dos esposos eran iguales y tenían los mismos derechos y obligaciones, por lo que debían ayudarse mutuamente y compartir la responsabilidad de los hijos. Sin embargo, el patriarcado cristiano tomista consideraba al varón como cabeza del grupo familiar, y tanto la esposa como los hijos estaban sometidos a su autoridad; a él le competía la protección y gobierno de la familia, de manera que tenía la potestad para dar órdenes, aunque no de manera arbitraria. La autoridad del varón se justificaba por el orden de la creación (“Dios creó a la mujer para el varón y no viceversa”), por el significado del pecado original y por la debilidad del sexo femenino, y aunque ambos, marido y mujer, eran iguales y disfrutaban de paridad en cuanto a derechos y obligaciones conyugales, el hombre tenía preeminencia por sus cualidades físicas e intelectuales, lo que explica la sujeción de la mujer a su marido en la vida doméstica y civil. Este dominio se manifestaba también en la división sexual del trabajo: al varón le estaban reservadas las tareas de gobierno, las intelectuales y el ejercicio del culto religioso, mientras a la esposa le correspondían las tareas domésticas, principalmente la educación de los hijos. En conclusión, dentro del conyugio se reconocía la primacía del marido, y la mujer debía subordinarse a él (Ortega Noriega, 2000, p. 58).

      En tanto había deberes y potestades mutuas, el incumplimiento de estos ocasionaba desencuentros y rencillas que abrían la posibilidad de dilucidarlos y enfrentarlos ante el párroco, y, en casos extremos, de recurrir a las instancias judiciales y presentar alguna querella con el fin de amonestar al infractor y reencauzar la relación o, incluso, iniciar una causa de divorcio. Estas armas, empero, tenían limitaciones, pues la excomunión como mecanismo coactivo era rara vez utilizada y dependía del brazo secular, el Estado, para su cumplimiento41. Además, no todos los motivos de desavenencia conyugal eran aceptados por la legislación eclesiástica, entre otros obstáculos ya señalados en su oportunidad.

      Al margen de los inconvenientes que tuvo la Iglesia para hacer cumplir sus preceptos, fue indudable su preocupación por moldear el comportamiento de las familias con el propósito de alcanzar sus objetivos de salvación. Durante los siglos XVI y XVII, numerosos moralistas, teólogos e inquisidores redactaron diversas obras, dirigidas especialmente a las mujeres, que contenían modelos ideales de conducta, a la vez que informaban sobre las desviaciones que se producían en la práctica (Kluger, 2003, p. 23; Mannarelli, 2004, p. 335)42. La idea era penetrar en las conciencias de la gente e inducirla a respetar las pautas de la moralidad cristiana.

      Desde la perspectiva de estos autores, las mujeres se diferenciaban según su estado, tres de los cuales eran civiles (doncella, casada y viuda) y uno religioso (monja), siendo este último el que ofrecía el ideal de perfección. No se concebían otras posiciones femeninas (Kluger, 2003, pp. 24 y ss.). Es indudable que no todas las mujeres hispanoamericanas encajaron en los perfiles propuestos, pero no es menos cierto que esta literatura piadosa y de consejos ejerció una influencia en la sociedad colonial, especialmente entre las élites y los sectores medios, y, de manera indirecta, desde estos grupos sociales hacia los sectores populares, por medios sobre todo orales, contribuyendo a reforzar y a reproducir en el tiempo los esquemas patriarcales de la jerarquizada estructura social.

      A pesar de que la doctrina oficial de la Iglesia reconoció desde un primer momento la condición de “persona humana” para la mujer y estableció que, en lo que respecta a deberes y derechos conyugales, “hay reciprocidad entre hombre y mujer, y lo que es ilícito para uno lo es también para el otro”, señalando, asimismo, que la amistad que debe existir entre marido y mujer requiere esta igualdad (Ortega Noriega, 2000, p. 46), fue incuestionable la severidad y exigencia del modelo ideal de conducta para con las mujeres, expresado en esta vasta literatura que reflejaba la teología escolástica. Según esta, como en el caso de la legislación civil, el varón era una criatura más perfecta que la mujer; por lo tanto, ella era naturalmente inferior y, como tal, era razonable que siga y obedezca a su marido en todas las decisiones adoptadas por él, a excepción de aquello que fuera pecado (Lavrin, 1985b, pp. 36-39).

      Como consecuencia o reflejo de estas consideraciones, fue desarrollándose una literatura de carácter misógino, que identificaba a las mujeres con el mal, la intemperancia, el erotismo y la animalidad (Lavrin, 1991c, p. 75). Estas tendencias, consustanciales a las mujeres, y explicadas desde el discurso del Génesis bíblico y el dogma del pecado original, generaron que dicha literatura incluyese también creencias estereotipadas que juzgaban a las mujeres como inconstantes, frágiles, débiles, indiscretas e irracionales. “Dadme una mujer constante, y yo os daré por ella todo el oro de las Indias”, afirmaba Francisco Escrivá; “tiene más habilidad para criar hijos que para guardar secretos”, decía Antonio de Guevara; “todo género de letras y sabiduría es repugnante a su ingenio”, acotaba fray Hernando de Talavera. Por su parte, Juan Luis Vives expresaba que “todo lo bueno y lo malo de este mundo, puede uno decir sin temor de equivocarse, proviene de las mujeres”, mientras fray Martín de Córdoba aconsejaba a las mujeres que, aun cuando fueran “femeninas por naturaleza, deberían procurar convertirse en hombres en lo que respecta a la virtud” (Kluger, 2003, pp. 25-27; Lavrin, 1985b, pp. 36-38).

      Como respuesta a estas características estereotipadas, estos mismos autores y otros más sugerían y recomendaban modalidades de

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