Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero

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Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820) - Luis Bustamante Otero

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ss.; Matthews Grieco, 2000, pp. 100 y ss.). La violencia conyugal fue el factor más insistentemente repetido en las causas judiciales, sobre todo en las eclesiásticas, aunque, como se verá más adelante, esta rara vez se presentaba aislada y normalmente estaba concatenada con el adulterio, el abandono, el alcoholismo, entre otros elementos visibles o subrepticios.

      Por otra parte, ciertas prácticas y tradiciones indígenas sexuales y matrimoniales incompatibles con el modelo de familia promovido por la Iglesia, especialmente después de Trento, no fueron tan fáciles de desarraigar, ya sea por la resistencia de los indios o por la permisividad e indolencia de quienes debían velar por su aplicación. La poliginia de las élites o la costumbre, respecto del poblador común, de regular los matrimonios mediante normas que prescindían de la voluntad de los contrayentes y trasladaban la responsabilidad de la elección a los padres o autoridades, constituyen buenos ejemplos de estas prácticas (Lavrin, 1991b, pp. 16-17; Gonzalbo Aizpuru, 2000, pp. 8-10)11. Piénsese al respecto, asimismo, y con referencia al caso del Perú, en los cultos nativistas de la segunda mitad del siglo XVI y las subsiguientes campañas de extirpación de idolatrías, en la persistencia del servinakuy y en el hecho de que, al parecer, recién en el siglo XVII se instituyó el catolicismo, aunque diversas expresiones de este presenten características sincréticas (Marzal, 1988a, 1988b)12.

      Lo expuesto hasta aquí debe servir para obtener algunas conclusiones. Cabe preguntarse, por ejemplo, cuál fue el grado de aceptación que tuvieron los modelos de matrimonio y familia que pretendieron implantar en América la Iglesia y el Estado desde el siglo XVI. Es probable que la respuesta no pueda ser contundente y definitiva. Es más, es factible que no haya una sola respuesta, si se considera la variedad de situaciones culturales, socioeconómicas, étnicas y temporales implicadas en el devenir del continente y sus particularidades regionales.

      Un buen punto de partida para intentar abordar esta interrogante es el de la ilegitimidad13, puesto que esta estaba bastante extendida. Partiendo de esta premisa, es indudable que numerosas criaturas nacidas al margen del matrimonio eran fruto de relaciones ilegítimas, sean estas de amancebamiento o clandestinas y, en menor medida, consecuencia de encuentros sexuales con prostitutas o religiosos. Los vástagos de estas uniones, los denominados hijos naturales, si bien podían ser legitimados, respondían a una realidad indeseable para la Iglesia y el Estado, como lo prueban las numerosas disposiciones civiles y eclesiásticas que intentaron enfrentar el problema de la ilegitimidad y, a la vez, controlar las diversas manifestaciones de la sexualidad y las relaciones de pareja durante la época colonial. En otras palabras, si una buena cantidad de los hijos que llegaban al mundo en tiempos coloniales provenía de relaciones concubinarias estables o eventuales, como lo demuestran los registros parroquiales de numerosas localidades americanas, había algo que no estaba funcionando bien. Evidentemente, muchas familias no estaban “bien constituidas”, esto es, no se encontraban enmarcadas dentro del matrimonio canónico o, si lo estaban, presentaban determinadas disfunciones entre las que se encontraba el adulterio (Cavieres y Salinas, 1991, p. 77).

      En efecto, las uniones de pareja tanto matrimoniales como extramatrimoniales podían presentar diferentes modalidades. Extrapolando a la realidad hispanoamericana el esquema propuesto por Cavieres y Salinas (1991) para Chile colonial, existieron “proyectos de unión inacabados” (parejas que decidieron llevar una vida en común, pero que no llegaban al matrimonio por impedimentos canónicos, así como aquellas que, habiendo logrado salvar la valla de los impedimentos, luego, por diferentes motivos, solicitaban la anulación del matrimonio; en la ley canónica, la nulidad implica que el casamiento nunca se realizó), las “uniones fraudulentas” (uniones formalizadas fraudulentamente y, por ende, perseguidas y obligadas a desintegrarse: las bigamias), las “uniones larvadas” (parejas que llegaron a formalizarse, pero cuyo proyecto marital quedó trunco por incumplimiento de la palabra de matrimonio o esponsales) y las “uniones de parejas ilegales” (estas podían dar lugar a matrimonios ilegales o clandestinos, que se realizaban sin el cumplimiento de alguna de las formalidades exigidas por la Iglesia y, por tanto, eran considerados nulos; y a concubinatos o amancebamientos, en donde cabían varias opciones: las dos partes ya estaban casadas, pero convivían, solo una de las partes estaba casada o, finalmente, las dos partes eran solteras). Los autores incorporan también en su clasificación a las parejas cuyas uniones legítimas estaban en proceso de desintegración o ya estaban desintegradas, aludiendo a las relaciones adulterinas y a quienes se encontraban en proceso legal de divorcio (si no lo estaban de facto) por causales múltiples, entre las que destacó la violencia conyugal o sevicia (Cavieres y salinas, 1991, p. 77)14.

      Por otra parte, y en esta misma línea, los cuantiosos conflictos conyugales que llegaron a los tribunales eclesiásticos y civiles en Hispanoamérica hacen suponer la existencia de muchos otros que, por diversas razones —pudor, honorabilidad, desinterés, desidia, entre otros motivos—, no fueron expuestos ante las autoridades competentes. Es decir, la supuesta armonía que debía reinar entre marido y mujer, cuyo objetivo era alcanzar el amor conyugal y que, en principio, se habría expresado en el mutuo y libre consentimiento que profesó la pareja al contraer nupcias, o no habría sido tal, no habría existido, o durante la trayectoria del matrimonio se quebró. En ese sentido, se debe considerar, además, que las parejas concubinarias, incluidas aquellas que podían ser más o menos estables en el tiempo, no podían acudir como tales a los tribunales de justicia para hacer oír sus reclamos ante la insatisfacción de la relación15. En general, el observador contemporáneo tiene la oportunidad de acceder a sus quejas por medios indirectos, esto es, cuando determinadas fuentes judiciales permiten entrever un problema de fondo que no es el que precisamente expone el litigante en el juzgado, o cuando, de oficio, una de las partes (o las dos) era requerida por el tribunal correspondiente.

      Lo expuesto, sin embargo, no debe inducir a pensar que la mayor parte de las relaciones maritales estuvieran sometidas a múltiples disfunciones y que la infelicidad era el rasgo característico de los matrimonios coloniales. Que estas hayan existido no significa que la regla general deba haber sido la desgracia y la transgresión de la norma. En todo caso, una pareja de esposos cuya vida en común haya transcurrido por el sendero de la adecuación y la concordia no tendría por qué haber recurrido a los tribunales de justicia. Por otra parte, los desacuerdos y problemas también eran (y son) parte del discurrir marital.

      Es posible que a lo largo de la época colonial las áreas rurales —los espacios más densamente poblados por indios tanto en Mesoamérica como en los Andes— hayan mantenido costumbres familiares y matrimoniales de raigambre prehispánica compatibles con los predicados del Concilio de Trento y otras que, pese al esfuerzo de autoridades virreinales y doctrineros por transformarlas, lograron conservarse en el tiempo. De esta manera, como señala Gonzalbo Aizpuru (2000) para México, determinadas costumbres basadas en el matrimonio como unidad familiar, con celibato prácticamente inexistente, ocurrencia escasa de relaciones extramaritales y presencia nula de hijos naturales, parecen haber constituido la norma (p. 11).

      Por el contrario, las áreas urbanas —especialmente las grandes ciudades— habrían presentado un panorama diferente. Creadas como espacios en los que debían residir los españoles y sus esclavos negros, estas contenían el grueso de la población de origen europeo, pero también mestizos, negros libres y castas, así como una pequeña, pero significativa presencia de indios cada vez más aculturados. Las irregularidades ya reseñadas, que hacen referencia a las costumbres que sobre el matrimonio y la familia arribaron con los españoles al Nuevo Mundo, muy pronto le pasarían la factura a la población urbana en su conjunto, y la convivencia con grupos de origen étnico y cultural diferente, más la aglomeración y promiscuidad en el interior de las viviendas, especialmente las populares, traerían como resultado la inestabilidad y el desorden de las familias urbanas. Aunque pareciera inútil, por tanto, intentar definir un modelo familiar urbano, considerando que las diferencias de calidad, profesión, capacidad económica y prestigio repercutían en las costumbres y organizaciones familiares, podrían establecerse algunas generalizaciones sobre las familias urbanas, tales como “la frecuencia de concepciones prematrimoniales, el corto número de hijos por familia, las estrechas relaciones entre parientes,

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