Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
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El Estado actuó en el mismo sentido que la Iglesia y solo “el interés estatal por el arraigo y aumento de la población indiana, y por la preservación de las buenas costumbres llevó a la Corona, sobre todo en los primeros tiempos, a presionar sobre sus súbditos —en especial sobre los encomenderos— para que se casen, y ello casi siempre con moderación” (Rípodas Ardanaz, 1977, p. 225; Kluger, 2003, pp. 98-99). Aunque en verdad estos asuntos hacían referencia más a una obligación en la elección de estado que a una coacción para unirse a determinada persona; en todo caso, se trataba de medidas excepcionales. Más frecuentes fueron las disposiciones que atañían a los funcionarios públicos y a sus parientes, quienes estaban prohibidos de contraer nupcias en sus distritos mientras durase el ejercicio de sus cargos. La medida afectaba a una gama amplia de burócratas que iba desde los virreyes hasta los alcaldes mayores y sus tenientes letrados. Los contadores de cuentas y sus parientes tampoco podían casarse entre sí, ni con oficiales reales, prohibición que se extendió a los militares (Kluger, 2003, pp. 99-100). En la práctica, el uso de dispensas solicitadas oportunamente permitió la obtención de licencias reales, pues estas no parecieron haber sido muy difíciles de conseguir o, dicho de otro modo, las restricciones impuestas no fueron muy eficaces (Ots Capdequí, 1986, p. 98). Es probable que estas situaciones se hayan debido a la necesidad, de parte de los funcionarios reales, de echar raíces en territorio americano y de vincularse con las familias ricas afincadas.
Los casamientos entre españoles e indias fueron aceptados desde muy temprano por la Corona española, intentándose proteger a la parte más débil, la indígena, de las presiones y exigencias de los peninsulares: el uso de la fuerza, por ejemplo, como medio violatorio del libre consentimiento. Aunque algunas autoridades peninsulares en Indias hayan puesto reparos y hasta desalentado las uniones de hispanos con nativas, es sabido que otras las alentaron, especialmente si se trataba de mujeres pertenecientes a la nobleza incaica y a las élites locales; inclusive ciertos españoles, acicateados por la idea de contraer un “buen” matrimonio desde el punto de vista económico, de linaje o de la necesidad de crear vínculos y redes de alianzas, entre otras consideraciones, terminaron casándose con mujeres indias que antes fueron sus mancebas o que eran viudas (Ares Queija, 2004, pp. 17-22). Finalmente, pese a los obstáculos de determinadas instancias de poder que, contradictoriamente, colisionaban con las disposiciones de otras, poco pudo hacerse para evitar los matrimonios entre peninsulares e indias, puesto que Madrid mantuvo su posición. En el siglo XVII, las presiones por evitar estos enlaces provinieron, no tanto de los funcionarios indianos, sino de las élites indígenas que pretendían impedir que los españoles se avecindaran en sus pueblos. La Iglesia dispuso, en este caso, castigar a los caciques que obstruyeran tales matrimonios. De lo expuesto se desprende que tanto Iglesia como Estado no se opusieron al matrimonio entre peninsulares e indígenas, aunque esta actitud resultara poco coherente con la idea de construir dos repúblicas, la de indios y la de españoles, teóricamente separadas (Mörner, 1969, pp. 45-46; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 230-232).
En el caso de los matrimonios entre indios, también se insistió, tanto por parte del Estado como de la Iglesia, en la necesidad de contar con el libre y mutuo consentimiento de los futuros contrayentes, librándolos de la amenaza representada por algunos españoles que, como los encomenderos, afectaban su libertad matrimonial al pretender casar a las indias con indios de su propia encomienda. Pero la amenaza podía provenir también de los propios padres o de los caciques, que buscaban casar a sus jóvenes sin consultar su voluntad. Múltiples disposiciones, tanto civiles como eclesiásticas, intentaron desde temprano que los nativos no fueran forzados, a la vez que, en un evidente afán de acomodo y flexibilización, se adaptaban algunos aspectos del matrimonio, como los trámites previos y los impedimentos, destinados a adecuar las formas de convivencia preexistentes al matrimonio católico (Kluger, 2003, pp. 103-108; Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 233-244).
El matrimonio entre indios y negros constituyó un ámbito que los funcionarios reales intentaron frustrar, pues, a diferencia de otras uniones interraciales que podían ser obstaculizadas por presiones sociales, aquellas eran consideradas perjudiciales. Por una parte, era inaceptable la mezcla de la sangre limpia de los indios con la estigmatizada de los negros esclavos; de otra parte, con la mezcla se reducía gradualmente la cantidad de indios que potencialmente podían tributar, además de la consideración política de que la prole surgida de esa unión era díscola y resentida. Aunque desde el Estado se dictaron medidas destinadas a evitar el trato de unos y otros, y a desalentar las posibles uniones de ambos grupos, estas no llegaron a cumplirse, hecho que se debió, en buena medida, a la actitud de la Iglesia coherente con sus propuestas de libertad matrimonial (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 244-250; Mörner, 1969, pp. 46-47).
Los enlaces matrimoniales entre negros fueron fomentados desde los inicios de la presencia española en América por funcionarios civiles y eclesiásticos, tanto por razones económicas como por la creencia de que el matrimonio los haría más dóciles. Unos y otros, además, buscaban preservar la libertad de elección conyugal de los negros esclavos, lo que significó, muchas veces, el tener que enfrentar las lógicas presiones de los propietarios. Indudablemente, la condición esclava fue un obstáculo al libre consentimiento de los contrayentes y, en la práctica, no era infrecuente que primaran los intereses de los dueños. Aunque la legislación no impedía los matrimonios entre esclavos y libertos si la parte libre conocía de la condición de la otra, fue innegable que estos enlaces también acarrearon problemas, pues, a la previsible oposición del amo, se sumaba el hecho de que el esclavo seguía siéndolo, del mismo modo que los hijos de esclavas heredaban tal condición (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 250-257).
Llegados a este punto, convendría hacer algunas precisiones. En principio, la regulación jurídica del matrimonio representó un ideal que tanto la Corona española como la Iglesia de Trento pretendieron alcanzar en la Península y en los dominios americanos, no solo porque las tierras del Nuevo Mundo se encontraban pobladas de idólatras, quienes debían ser instruidos en la fe católica y en las costumbres e instituciones civilizadas, entre las cuales el matrimonio resultaba fundamental, sino también porque la propia España no era, ciertamente, un ejemplo de idoneidad y respeto al sacramento matrimonial. Los españoles arribaron a América con una serie de pautas sociales y culturales sobre la formación y conformación de la familia que continuaron reproduciendo, mal que bien, a lo largo de toda la época colonial. Si bien prevalecía un régimen en donde el matrimonio era casi universal para las mujeres, al lado de este se presentaron otros patrones de unión como el amancebamiento, la barraganía y los enlaces clandestinos (Esteinou, 2005, pp. 119-120)9. Considérese, asimismo, que algunas costumbres institucionalizadas, como los esponsales o matrimonio de futuro, ritual de naturaleza íntima en el que los novios se prometían matrimonio, eran fuente de numerosos conflictos familiares en Europa, incluyendo la península ibérica, porque estos no necesariamente eran cumplidos, y contribuían, si había habido relaciones sexuales de por medio (y no era extraño que ello hubiera sucedido), a la reproducción de la ilegitimidad10. A su vez, delitos como la bigamia y el adulterio, obviamente perseguidos por la Inquisición y los tribunales eclesiásticos, no eran tan excepcionales, como tampoco lo fueron ciertas prácticas inherentes al orden patriarcal que regía las relaciones familiares europeas, de las que España no era una excepción. En este sentido, los procesos judiciales ventilados en los juzgados eclesiásticos europeos dan cuenta de numerosos casos de nulidad matrimonial y separación de cónyuges que tenían como principal ingrediente causal la violencia