Matrimonio y violencia doméstica en Lima colonial (1795-1820). Luis Bustamante Otero
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Otro elemento estructural que se retoma para aplicarlo a la circunstancia histórica que nos ocupa es el del honor, pues este, engarzado con el orden patriarcal, repercutió en diversos ámbitos de la vida. Cabe recordar que en la coyuntura finisecular del siglo XVIII las tradicionales fronteras del honor, antaño más demarcadas, dieron paso a situaciones en que los sectores subalternos asumieron también su posesión y defensa; entonces, puede notarse cómo los procesos judiciales alusivos a sevicia demuestran que el honor estaba en juego en los conflictos matrimoniales, y que este fue objeto de disputa, tanto por el maltrato mismo como por los elementos con los que se asoció la sevicia. Esta parte incidió en el maltrato como expresión de deshonor, mucho más si estaba coligado al adulterio (o su presunción); ambos constituyeron una afrenta extremadamente grave para el hombre, pero también para las mujeres.
El último elemento estructural tratado es el del amor (o el desamor, según el ángulo de observación), que, coligado también a las situaciones de maltrato, permite advertir cómo la desdicha y la frustración fueron la marca que envolvió a estos matrimonios mal avenidos. La idea que trasunta esta parte es demostrar que el amor no correspondido o el desafecto, en una época atravesada por la sentimentalidad y las nuevas ideas sobre la familia, incidió también en la violencia conyugal, de la misma forma que el amor al cónyuge y a los hijos, así como la ilusión de cambio, permitieron, paradójicamente, soportar el abuso y el maltrato. La necesidad de contextualizar nos obliga a preguntarnos por qué, en la coyuntura que nos ocupa, las parejas que recurrieron a los predios judiciales aludieron al amor no compartido o al desamor. Este hecho, como observaremos, obedeció a un conjunto de factores aunados, entre los que destaca el nuevo ideal doméstico que revalorizaba la infancia y elogiaba el amor conyugal.
Finalmente, el capítulo se cuestionará por qué el rechazo a la violencia conyugal se hizo más visible en el contexto histórico materia de análisis, para concluir que, además de las razones antedichas, jugaron un papel importante otros aspectos ligados a la penetración de los ideales y propuestas ilustrados.
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La investigación que hizo posible este libro se remonta a un paper que preparé hace varios años para un seminario que dirigió la doctora Scarlett O’Phelan en el posgrado de Historia de la Pontificia Universidad Católica del Perú. Como es obvio suponer, a ella van dirigidos mis primeros agradecimientos, no solo por promover mi curiosidad por estos tópicos, sino también por su proverbial rigurosidad académica, su capacidad para el consejo atinado y, principalmente, por su amistad invariablemente reafirmada desde hace tres décadas.
Mi gratitud se extiende igualmente a quienes como María Emma Mannarelli, Margarita Zegarra y Carlos Contreras tuvieron el tiempo y la disposición para revisar las primeras versiones del manuscrito. Sus valiosas observaciones fueron, en la medida de lo posible, tomadas en cuenta.
A lo largo de la investigación, diversos colegas y amigos contribuyeron con su apoyo, sugerencias y preguntas a enriquecer su desarrollo, entre ellos, Teresa Vergara, Susana Aldana, Marina Zuloaga, Rolando Iberico, Ileana Vegas de Cáceres y Sara Beatriz Guardia. Por las mismas razones y por su afecto reiterado en innumerables oportunidades, no puedo dejar de mencionar a Gabriel García Higueras, Lizardo Seiner y Luis Torrejón. A todos ellos, mi agradecimiento.
El personal del AGN fue siempre amable y solícito. En el AAL la colaboración desinteresada y amistad de Laura Gutiérrez, su directora, y de Melecio Tineo fueron invalorables.
El libro no hubiera sido posible sin la confianza y atención que recibió del Instituto de Estudios Peruanos y de su director de publicaciones, Ludwig Huber. El Programa de Estudios Generales y el Fondo Editorial de la Universidad de Lima, mi centro de labores, acogieron con interés y entusiasmo el manuscrito, impulsando de manera decidida su publicación.
Palabras finales para mi familia. Lourdes, Álvaro y Andrés, siempre presentes, fueron también parte de esta aventura.
Capítulo I
Patriarcado, matrimonio y conflicto. La perspectiva estructural
1. El matrimonio y su control en Hispanoamérica: los perfiles legales
El matrimonio es una institución universal que no solo expresa una exigencia biológica —la de buscar un compañero y reproducirse—, sino que también determina derechos y obligaciones vinculados al género, la sexualidad, las relaciones con los parientes y la legitimidad de los vástagos. Asimismo, otorga a sus miembros facultades y roles específicos relacionados con la sociedad más amplia, a la vez que “habitualmente define los deberes recíprocos del marido y la mujer, y con frecuencia los deberes de las respectivas familias entre sí, y establece la obligatoriedad de esos deberes”. Permite, igualmente, que la propiedad y la posición social de la pareja o jefe del hogar se transmitan a la siguiente generación (Coontz, 2006, p. 55).
Por tales motivos, entonces, y a pesar de lo que podría suponerse, la elección de un cónyuge no siempre fue un acto reservado. Por el contrario, la presencia reiterada y continua de los diversos poderes políticos, sociales y religiosos en este tipo de decisiones ha sido una constante a lo largo de la historia. Padres, entornos familiares y corporativos, y naturalmente el Estado y las iglesias, juzgaron tener derecho a inmiscuirse en el matrimonio. Por esta razón, fue materia de control religioso y político mediante una legislación que se hacía cada vez más abigarrada, así como a través de mecanismos restrictivos de control social (Lavrin, 1991b, p. 13).
La realidad indiana que empezó a construirse desde 1492 no fue una excepción. Desde mediados del siglo XVI, a la luz de las tempranas experiencias hispanas de convivencia con la población aborigen y, en menor medida, con aquella de origen africano, pero, sobre todo, como consecuencia del influjo que desde Europa irradiaban Trento y su ecuménico concilio (1545-1563), se hizo más evidente la necesidad de control sobre el matrimonio. Los múltiples problemas que en torno a este venían presentándose en el mundo cristiano desde hacía mucho tiempo, y que dieron pie a la idea de reformar y consolidar el matrimonio en el tridentino, parecían replicarse en el Nuevo Mundo. Estupro, ilegitimidad, relaciones extraconyugales y concubinato, entre otras graves faltas, constituían “ofensas a Dios” relativamente frecuentes entre los peninsulares recién asentados, que la Iglesia y el Estado debieron enfrentar con rigor (Rípodas Ardanaz, 1977, pp. 4-19)1.
Efectivamente, aunque la legislación civil y eclesiástica relativa a matrimonios que provenía del Viejo Mundo pretendió regular y controlar las acciones de sus fieles en América, el carácter de la conquista española con su cuota de violencia e indisciplina, así como la distancia espacial y temporal entre Europa y los territorios americanos, dificultaron severamente la aplicación y control de las normas. En suma, la conquista y la colonización planteaban problemas específicos y nuevos retos para el Estado y la Iglesia hispánicos.
El Estado español, monarquía confesionalmente católica como era, se interesó fundamentalmente en los aspectos legales del comportamiento sexual y en el matrimonio como institución. Buscaba proporcionar a la unión conyugal un marco legal adecuado, que hiciera posible asegurar la herencia y la división de bienes entre los esposos y la prole (Lavrin, 1991b, p. 15)2. En el código de las Siete Partidas, se trataron de manera especial los temas de la patria potestad y del consentimiento paterno para contraer nupcias. Las Partidas reforzaban el tradicional poder del padre de autorizar con su consentimiento el matrimonio de los hijos, “castigando el contraído por las hijas, sin el consentimiento del padre. Por el contrario, la práctica permitió el de los hijos, quienes, además, quedaban emancipados de la autoridad paterna”. El argumento tenía