En vivo y en directo. Fernando Vivas Sabroso

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En vivo y en directo - Fernando Vivas Sabroso

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un antecedente radial de 1948. Se llamó Amares una palabra, pues el título original ansiado por la Alcántara, Cabecita negra, despertó ánimos censores; y de allí no se reescribió sino hasta 1967, como telenovela para ser interpretada por Irma Roy.41 Pero más que el éxito porteño fue el argumento el que sedujo a los peruanos. Había algo detrás de su heroína, un empeño arribista, un viento reformista, un drama promedio social con conmovedores trazos de amistad, todo eso a la vez, que los peruanos creyeron que podría ayudar a saldar la cuenta pendiente que el género tenía con su público femenino en expansión y con algunas urgencias dramáticas de la región.

      Una chica voluntariosa no bastaba para el cambio pero sí una bandada de pájaros migratorios, la tensión contenida en un estado de vida y de conciencia —el agro— que decide acceder a las oportunidades urbanas y a la pequeña empresa. Como lo fue en el melodrama hindú, en el cine nacionalista del Indio Fernández o en la vertiente urbana del Cinema Novo, la migración es el gran tema de la dramaturgia del desarrollo. En el melodrama de antaño el mismo viaje era necesariamente de perdición, de estupro urbano, de contaminación de la pureza bucólica traída de los campos con los vicios metropolitanos, pero el desarrollismo enseña a sus héroes y heroínas arquetípicas a sobreponerse a esas calamidades y aceptar los procesos de urbanización. La televisión nacional leía en el aire de la región, sin ser lo políticamente consciente que es ahora, una urgencia de reforma y de movilidad social que la ficción podía atender sin mayores dificultades.

      El gobierno militar, tan receloso de los medios, jamás lo entendería así, pero María Ramos, campesina expulsada por el atraso rural para triunfar en la metrópoli inicua, es una heroína reformista. No hay príncipe azul que sea agente de su cambio de fortuna; al contrario, este se comporta como un señorito cobarde (Ricardo Blume) que la deja preñada y alborotada. Es la propia María la que se empeña en cambiar su rumbo. Ayudada por el generoso profesor Esteban (Braulio Castillo), decide levantar el mentón. Despejado el cuento de hadas con ese azar de falsa cenicienta que pone a María ante el príncipe equivocado (aunque más tarde puesto en vereda por ella misma), queda el camino del aprendizaje del alfabeto y de los mandamientos para sobrevivir en la metrópoli.

      Si la migración es el gran plot de la dramaturgia del desarrollo, la educación es la gran motivación de sus personajes, el síntoma más benigno de sus ganas de rebelión. María Ramos, más sumisa que Elisa Doolitle en My fair lady, acepta las correcciones de lenguaje que Esteban le impone porque ellas serán un arma para su triunfo y su posterior revancha contra el mundo. Por cierto, a estas alturas, la novela deja el aliento desarrollista de su exposición, aquel de las primeras salidas de María con vestido parchado, sus primeros trabajos de costurera, su incursión en la pequeña empresa, para acabar en folletín de salón con resabios hollywoodenses (en la década de 1920 muchas heroínas mancilladas del melodrama norteño solían ser costureritas redimidas en el éxito de la pasarela social) impelido por envidias y resentimientos. Pero de allí, anexándosele decenas de capítulos, volvíamos al origen del dolor. El hijo de María con Blume, Tony, tiene una hija con la adolescente Regina Alcóver. Más tarde será la sufrida nieta Gloria María Ureta.

      María, como mito y como obra, es circular. La muchacha campesina llega a la urbe con un atado de ingenuidad, aprende a odiar y a recelar y, finalmente, se reconcilia con el mundo. En su proceso, ha quedado muy atrás la pureza bucólica de los campos serranos, metáfora telúrica de su virginidad, y se ha hecho mujer en la urbe. De empleada doméstica —estado de sumisión parecido a una violación prolongada, casi consentida— se ha convertido en costurera y modistilla, oficios que solían metaforizar la prostitución en el melodrama clásico, como ya vimos, pero que aquí son señales inequívocas de un espíritu de empresa reformista. La dramaturgia desarrollista hace un ajuste de cuentas con la censura patriarcal del Código Hays.

      La cholita naif ha descubierto sus malos sentimientos (no digo “su malicia” pues la novela no puede hallar en su heroína lo que a ella misma tanta falta le hace) pero se recupera de su campaña revanchista gracias a su pureza originaria. Ricardo Blume ve esta circularidad en el nombre mismo de María y la extiende al Perú reformista:

      Cuando en Lima las muchachas de servicio veían la telenovela, iban repitiendo las correcciones al lenguaje que el maestro le hacía a María. Y, cosa curiosa, el nombre “María”, tan común en Latinoamérica, que había sido sustituido por nombres extranjeros como Nelly, Betty o Jéssica, volvió a ponerse de moda [...] un cambio de nombre, un regreso al verdadero nombre, fue símbolo de un cambio de actitud ante la vida. Y un orgullo por lo propio.42

      La cholita se encuentra a sí misma al final del camino, y el ínterin, su capítulo de reina de la moda coronada por gigantescos moños de Yataco, debemos tomarlo como una pose ¿o, al revés, su humildad era una pose?

       La simpleza como pose

      María fue una novela del deshielo. Directores, actores y libretistas, unos más que otros, lucharon contra la sacralidad y solemnidad del género. Los circunloquios verbales habían provocado la risa involuntaria y, si no, el despiste del público femenino. La coloquialidad del diálogo y la naturalidad de la actuación, el dinamismo de la dirección y el realismo de la ambientación, tenían que ser motivaciones a la orden del día.

      Simplemente María abrevió la verbosidad y, con la indigencia gramatical de la heroína como coartada, tradujo sentimientos en una coloquialidad brusca y directa. Saby Kamalich y Mariela Trejos (su amiga y colega Teresa) tenían que impostar levemente el dejo serrano no para delatar su origen geográfico ficcional sino para marcar distancias fonéticas con sus patrones. En compensación por el artificio, se comprometían a ser más espontáneas que nunca. La actriz colombiana tuvo éxito; Saby mantuvo el equilibrio entre la simpleza de su personaje y su glamour de estrella. Su dejo andino, por lo demás, se fundió con su propio idiolecto, que le hacía masticar algunas sílabas y sesear con sequedad cual chola fina. María Félix y Dolores del Río, indígenas a las órdenes de Emilio Fernández, pudieron servirle de modelo. Blume y Castillo eran perfectos galanes de novela, presencias naturales con técnicas camufladas bajo la solapa.

      Las buenas intenciones suelen acabar en pocos capítulos. En Simplemente María se sobrepasaron las 435 emisiones; es casi imposible determinar cuándo se acabó el aliento, cuándo se recuperó y volvió a desfallecer. Pero en el largo trecho dirigido por Carlos Barrios Porras, hombre de switcher y de set, y en el paréntesis en que el actor Carlos Gassols tomó el mando de la escena mientras César Cefferino Pita ejecutaba la dirección técnica, siempre bajo la supervisión del productor Vlado Radovich, la más ambiciosa novela del 5 tuvo consignas de realización: dinamismo, marcación invisible de los actores, naturalidad, coloquialidad, sencillez y ninguna sofisticación mayor que los moños de Yataco. La simpleza de María era, a decir verdad, consecuencia de la tacañería e indigencia expresiva del folletín local; pero también resultaba de una economía de lenguaje, de una pose de estudio; era una compleja simpleza. La morosidad de la novela fue angustiante para el equipo pero la conciencia del éxito continental les devolvía el entusiasmo. Cuando la grabación se trasladó del tugurizado canal al local de la Feria Internacional del Pacífico ganaron espacio pero perdieron serenidad: los ruidos de aviones del cercano aeropuerto Jorge Chávez desafiaron la paciencia del plantel. No se sabía si había un dateline terminal, si la trama se fundiría en una secuela y esta se prolongaría ad nauseam, pero sí se tenía que responder con premura a los constantes memorandos firmados por Alberto Terry. El tema era casi siempre el mismo: apurar los procedimientos. Barrios Porras evoca la disciplina:

      Logré poner la novela en un ritmo de producción de un capítulo por día [...]. Había dos viajes del canal a la feria. Yo me paraba a esperar el segundo viaje y todo aquel que venía en el segundo cuando tenía que venir en el primero lo regresaba, fuera quien fuera [...]. Tenía por costumbre poner horario a mis tomas. Si era una toma de diez minutos a esa le daba media hora para ensayo. Con ese sistema

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