Arriva Italia. Marcos Pereda

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Arriva Italia - Marcos Pereda

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dirección a París, los sentimientos del joven toscano son contradictorios, basculan entre una ambición deportiva y el enfado que tiene por la cada vez mayor manipulación de sus laureles. Bartali irá a Francia, sí, intentará vencer con todas sus fuerzas, sí, es lo único que sabe hacer, pero no permitirá que un éxito suyo sea un éxito de aquellos a quienes considera no representar.

      Simbolismo perfecto para grandes escapadas: los ciclistas italianos se alojan en París en el Hotel Pavillon Enrique IV, en cuyas habitaciones el inmortal Dumas escribió El conde de Montecristo. Buen presagio, piensa Costante Girardengo, antiguo campionissimo y seleccionador italiano, ese puesto reservado para gente de prestigio y fortaleza mental, antaño grandes ciclistas, que tiempo más tarde ocupará Alfredo Binda…

      Porque en aquellos años el Tour de Francia se corría por selecciones nacionales, una excepción en el panorama ciclista. La cosa venía de mediados de la década anterior, cuando Henri Desgrange, director de la carrera, se cansó de las componendas que se traían entre manos los equipos comerciales, y decidió suprimirlos de un plumazo, incorporando una pizca de épica patriótica a la carrera más prestigiosa (en la misma decisión, y para compensar los gastos que acarreaba este nuevo sistema, Desgrange tiene la genial idea de crear esa caravana publicitaria que hoy es uno de los rostros del Tour). Así que Bartali no competía ya para su marca Legnano, no llevaba en el pecho el precioso maillot verde, sino que defendía los colores de Italia. Nada, absolutamente nada, podía salir mal, sería intolerable para el régimen…

      Desde el inicio la prueba va controlada por los transalpinos, y parece que ya en la primera etapa de montaña, el raid pirenaico clásico con final en Luchon, Gino Bartali va a dejar sentenciado el Tour. A la salida de Gourette, cuando empieza la parte más dura del Aubisque, el primero de los cuatro grandes cols, salta de forma violenta y se marcha solo a buscar una victoria de la que le separan unos 150 kilómetros. «Fue más potente que un esprint. Fue una especie de vuelo sobrehumano planeando a ras de suelo sobre una pendiente terrible», escribe un periodista. En el descenso le alcanzan los belgas Félicien Vervaecke y Edward Vissers. Empieza el Tourmalet, gran mito de la carrera, y Bartali se muestra obstinado. Tira con todas sus fuerzas, intenta dejar atrás a los otros, aprieta. Menos de un kilómetro a la cima, Barèges ha quedado muy abajo, y en una curva de herradura a la izquierda, Bartali lo consigue. Logra romper la resistencia de Vervaecke y marcha en solitario. A partir de ahí… la leyenda.

      Subiendo el Aspin Gino empieza a notarse raro. «Sentía que mi corazón, que siempre llevo controlado por muy grande que sea el esfuerzo, se desbocaba. Golpeaba tan fuerte en el pecho que casi podía ver retumbar mi maillot. Mi respiración se hace más dificultosa, cada vez que inhalo aire me duele cual si me apuñalaran. Es como si algo dentro de mí se hubiera roto para siempre. En ese momento me invade un enorme miedo, miedo de estar muriéndome, temor de estar matándome».

      Aquellos que siguen la carrera empiezan a darse cuenta. Algo no funciona bien en aquel hombre que avanza por los Pirineos. Empieza a levantarse y caer, a levantarse y caer. Y, en un momento dado, habla. Gino Bartali comienza a hablar consigo mismo. Allí, en mitad de la montaña, un poco más alto cada palabra, acabando en gritos. «Vamos, vamos, vamos», dicen que dice, «ahí arriba todo acaba, ahí arriba». Y aúlla de puro dolor, se vuelve a alzar sobre los pedales, se sienta, gime de nuevo, habla solo. El cielo, impasible, contempla los restos de la locura que tantos hombres han ido dejando, hecha jirones, por entre las pendientes de estas montañas mágicas, llenas de duendes, trentis y anjanucas malas. Los periodistas se estremecen. Temen por Bartali, pero no se atreven a decirle nada. Su rostro está concentrado. Más aún, airado. Nadie quiere escuchar aquel vozarrón volviéndose contra él…

      Así que, en esas condiciones, Gino Bartali corona el Aspin.

      Bajando el puerto en dirección a Arreau un espectador invade la carretera. Gino frena en seco, sale despedido por encima de su bici, huesos en suelo, piel despellejada contra el camino. Se levanta, se mira, mueve las piernas, los brazos, parece que no hay nada. Es un milagro, otro. Furioso, sudando copiosamente, se dirige a la máquina, solo para comprobar que la rueda está rota. Tiene que esperar durante largos minutos hasta que llega el coche de equipo. En aquellos instantes eternos, sentado en la cuneta desierta del Aspin, apenas un punto en la inmensidad pirenaica, Gino Bartali pierde la etapa y gana el Tour.

      Porque, efectivamente, sus rivales belgas lo alcanzarán y lo dejarán atrás en el Peyresourde, pero tan solo cede un minuto en la meta, nada importante en cualquier caso. Y en aquel tiempo parado, en aquel interregno de reflexión y descanso impuesto, Gino consigue calmar sus nervios, logra que su respiración torne cadenciosa, alcanza un espacio de relajación. Su pecho ya no duele. Su mente vuelve a estar clara y casi ríe recordando lo de minutos antes, cuando hablaba solo, qué habrán pensado los periodistas, pero qué habrán pensado, creerían que estoy loco… Allí alcanza, de nuevo, la comunión perdida entre cuerpo y espíritu. Allí, mientras Girardengo se acerca con la rueda nueva, gana el Tour de Francia.

      ¿Fueron las anfetaminas culpables de aquella locura? La respuesta no es clara. Anfetaminas y otras sustancias que buscan aumentar el rendimiento del deportista se utilizaban en aquellos tiempos de forma casi libre y pública, con un desenfado que hoy en día nos llamaría la atención, y Bartali no fue ajeno en modo alguno a esta práctica generalizada. Pero la verdadera «época dorada» de las anfetas en el deporte profesional fue la posguerra, debido al enorme remanente de producción de estas pastillas generado durante el conflicto, cuando se usaban para ayudar a pilotos y centinelas a mantenerse despiertos, pleno rendimiento, durante muchas horas. Es casi seguro que Gino corriera esa etapa «cargado» pero resulta menos claro que los productos que corrieran por su organismo provocasen el comportamiento errático…

      No importa, Bartali es el más fuerte. Por eso ni siquiera se inmuta cuando llega a la etapa de Briançon, aquella donde el año pasado casi se deja la vida («piensa en el Destino», dirá Gino al respecto), a nueve minutos del líder. Pasará en cabeza los tres grandes puertos del día (Allos, Vars e Izoard, al fin el puerto fetiche de Bartali, de Coppi, de todos los italianos, le era favorable) y desencadenará la tormenta final a unos diez kilómetros de la Casse Dèserte, cuando las piernas pesaban, cuando las fuerzas luchaban por irse. Nadie más verá a Bartali aquel día hasta la meta, donde se viste de un amarillo que ya no deja en todo el Tour. «El deporte del ciclismo jamás ha visto un escalador como este, un caso único», escribe Félix Levitan, el que acabará siendo patrón del Tour.

      El día del Izoard prensa y directivos fascistas están por igual exultantes, sabedores de que tienen la carrera en el bolsillo. Los periódicos no dudan en utilizar retórica militar para definir la actuación de Gino, «sin inmutarse, de forma simple, Bartali disparó entre los ojos de sus últimas víctimas. En plena Casse Dèserte, en una curva que se abre sobre el valle, Gino saludó a su compatriota Vicini, que venía persiguiéndole, en un gesto que podía parecer de osadía pero en realidad revelaba su inmensa satisfacción». Y más tarde, en el hotel, un general del ejército, desplazado para acompañar a la selección durante la prueba, intentaba calmar a la muchedumbre de aficionados que esperaban a Bartali con estas palabras: «No le toquéis, es un dios».

      El recibimiento en París, al final del Tour, es apoteósico. Gino vestía su tradicional maillot amarillo de lana (aunque la organización le había ofrecido uno especial de seda para ese último parcial) y lucía fantástico en el Parque de los Príncipes ante más de 30 000 espectadores. Todo es felicidad, misión cumplida, al fin un italiano, un italiano de bien, un hijo del fascismo, había logrado vencer en el Tour de Francia. El Duce ha conseguido de Gino Bartali todo lo que Gino Bartali podía ofrecerle. Y después, de nuevo, desamor, casi desprecio. Bartali no es de los nuestros, es el mejor pero no es de los nuestros. Recordad su discurso final en París tras ganar el Tour… ¿acaso se acordó en algún momento del Duce, o del Fascio? No, no lo hizo, se limitó a agradecer a todo el mundo su apoyo, a dedicar la victoria a todos, todos, y remarcó el todos, los italianos. Sí, aquello fue una provocación. ¿Qué le hubiera costado hablar un poco, unas palabras, de Mussolini?

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