Arriva Italia. Marcos Pereda
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Y Fausto… Fausto fue donde Cavanna. Biagio palpó sus músculos, descubrió con sus dedos el perfil afilado que se convertiría en icono, en figura de veneración sacra. Y supo que era especial. Que, quizá, sería el más grande. Todo eso lo supo Biagio. Al chaval no se lo dijo, claro, al chaval solo le dijo que entrenara. Que había tres grandes secretos en el ciclismo: entrenar, comer, dormir. Que debía hacer los tres bien, cuanto más el primero y el último mejor, cuanto menos el del medio también mejor. Que volviera en un par de días, él le prepararía un plan de entrenamiento. Que podría, con esfuerzo, llegar a ser profesional.
Y Cavanna será siempre el entrenador de Coppi. Más aún, se acabará convirtiendo en casi gurú de ese espacio mágico para el ciclismo italiano que rodea Castellania. Allí donde acudían cientos de ciclistas cada año para que el sabio ciego palpase sus cuádriceps. Donde llegaban a vivir largas temporadas tanto Coppi como sus compañeros de confianza, ese escuadrón que ayudaba al campeón en lo físico y, sobre todo, en lo psicológico. Los Carrea, los Milano. Los que aun después de retirarse continuaron viviendo tan cerca del líder, también de esa mezcla de brujo y juglar que era Cavanna. Quienes hablaban de Coppi en términos casi mesiánicos, «no quiero ser sacrílego», decía un équipier, «pero estar junto a Fausto era como estar junto a la divinidad». Porque algo de secta tenía esta agrupación, algo de saber hermético, prohibido, algo de misterios de puertas hacia adentro. Muy bien lo explicará, con su sorna habitual, el gran Luigi Malabrocca, la sempiterna maglia nera del ciclismo italiano: yo entrenaba con ellos, pero no formaba parte de su grupo. Y eso marcaba, en muchos casos, la diferencia.
El joven Fausto compite, y compite cada vez mejor. Con motivo de una de sus primeras carreras, en Pavia, Biagio Cavanna escribe una carta a Giovanni Rossignoli, organizador. El texto es profético: «Querido Giovanni, te envío dos de mis pupilos. Uno se llama Coppi y ganará la prueba, el otro hará lo que pueda. Fíjate detenidamente en Coppi: es como Binda». Los éxitos se multiplican hasta el punto de que en 1939, sin haber cumplido los veinte años, debuta como profesional en las filas del Legnano, el equipo más potente del momento, el que está dirigido por el viejo Pavesi, Pavesi l´Avocati, Pavesi il Mago, Pavesi il Papa; el mismo equipo Legnano donde corre el gran mito, el hombre de hierro, el personaje más popular, Mussolini y el Santo Padre mediante, en la Italia del momento: Gino Bartali. El drama, la épica, estaba a punto de desatarse.
Las primeras carreras en el profesionalismo de Fausto muestran bien a las claras que no es un corredor cualquiera. Tiene algo especial, algo mágico, un halo de tristeza y genialidad que le acompañará durante toda su vida, dentro y fuera del deporte. El nueve de abril de 1939, en el Giro della Toscana, en plena casa de Gino, Coppi intenta su primer golpe, pero la rotura de una rueda hace imposible el duelo. Días después, el cuatro de junio, se corre el Giro del Piamonte. El debutante muestra su rueda trasera a todos, se escapa en una pequeña subida y se marcha hacia la victoria… solo para ver cómo su cadena desengarza unos cientos de metros más arriba y todos sus rivales lo adelantan. Al final llegará tercero a meta. El ganador será, cómo no, Gino Bartali. Él también habla de su compañero. «Ha hecho una carrera increíble, tiene un futuro formidable».
Coppi acude al Giro de Italia de 1940, ese que comenzará a construir el altar de su gesta, como un simple gregario. Bartali es todo, Bartali puede con todo. ¿Lo puede? En la segunda etapa, camino de Génova, un perro cruza por el camino del campeón bajando el Passo della Scoffera. El gran Gino cae, hay agitación, momentos confusos. Unos dicen que se ha roto el fémur, otros que su hombro estaba fuera del sitio y el propio ciclista se lo ha recolocado, los de más allá hablan de una rodilla ennegrecida, tumefacta. Quizás haya un poco de todo. Los doctores del Giro se asustan por la gravedad de sus lesiones, y ordenan que abandone la carrera. El toscano esboza esa sonrisa sardónica suya, esa que la guerra le acabará quitando, y mira fijamente a los ojos de quienes visten color blanco. «Bartali no se marcha», dice. Y retorna a la carretera, no sin antes insultar en voz alta, para que todos lo puedan escuchar, al chucho que a esas alturas estaría asustado a varios kilómetros de allí. Bartali no se marcha, pero sus opciones de vencer en la carrera sí lo hicieron. No por los casi seis minutos que pierde en meta, sino, sobre todo, por el calvario de dolor que está a punto de comenzar para él.
Ese mismo día un gregario de Gino marcha en la escapada cuando el Piadoso cae al suelo. Pavesi decide no pararle, buscando una posible victoria de etapa que al final no llega, porque el chaval solo puede ser segundo. Con todo, Fausto Coppi consigue colocarse en el mismo puesto en la general. Pero nadie, nadie (quizás solo Cavanna) intuye lo que está a punto de ocurrir.
Lo que ocurre es un milagro, un ser mágico que surge entre la niebla, cunetas llenas de nieve, un rostro imperturbable, enfangado, que se ilumina eventualmente por la luz de los relámpagos que quieren romper el cielo de Toscana. Pavesi ha ponderado el riesgo, y decide dar libertad a su «cachorro». Coppi, como harán siempre los grandes campeones, aprovecha su oportunidad. No conseguirá quedarse solo a la primera, sino que lanza una serie de ataques sobre las rampas del Abetone, cada uno más potente, más severo que el anterior. Como si el ciclista estuviera aún inseguro de sus fuerzas, de su verdadero potencial, y lo descubriese poco a poco. Hasta que la tormenta se desata con toda su fiereza. Y Coppi se marcha, en solitario, a una escapada que durará varios años…
El impacto es inmediato en lo deportivo (Fausto gana la etapa con casi cuatro minutos sobre el segundo, y se viste de rosa), pero aún más en lo simbólico. Orio Vergani se zambulle ya desde el principio a loar virtudes, y en su crónica dirá que jamás había visto a nadie subir con esa seguridad, con esa fluidez en su pedaleo, con esa aparente falta de esfuerzo. Parecía un águila que volase sin experimentar ninguna fatiga. Parecía volar, claro.
Coppi sufre el resto de la carrera para mantener el liderato. Es joven, es inexperto, y comete errores de principiante, como ingerir demasiados alimentos (posiblemente en mal estado) antes de la gran jornada dolomítica. Allí, con la maglia rosa vomitando en la cuneta y los mejores marchándose sin remedio, todo parece estar perdido. Pero entonces un brazo aparece sobre los hombros de Fausto. Es Gino Bartali. Le tranquiliza, nada hay perdido, juntos aún podemos lograr la victoria. Y Coppi se levanta, empieza a pedalear. El hombre de moral frágil ha encontrado en el Piadoso su mejor inspiración. Ahora como compañeros, en el futuro será diferente. Pero en este momento, en este año de 1940, Fausto Coppi está disfrutando del mejor gregario que jamás nadie pueda soñar.
Y lo consiguen, capturan a la cabeza de carrera, Fausto pierde apenas cuatro segundos con sus rivales. Al día siguiente, en el tappone, Pavesi no tiene dudas de la fortaleza de sus hombres: son los mejores y los que están más en forma. Nada se les puede oponer. Antes del comienzo de la etapa se adelanta hasta el bar que hay en la cima de Falzarego, el primer puerto de la jornada, y deja pagados dos cafés al dueño. Son para mis dos ciclistas, llegarán aquí antes que nadie. ¿Y cómo sabré que son precisamente los tuyos?, responde, preocupado, el mesonero. El día es frío, la nieve hormiguea por el camino de entrada. Pavesi sonríe. Es fácil, dice, uno viste de rosa y el otro con la maglia tricolor de campeón de Italia. Bartali y Coppi vienen escapados, juntos, hasta la cima de Falzarego. En el coche Pavesi fuma satisfecho. La prueba está ganada.
Cuando la carrera corona a Coppi como su nuevo dueño en Milán todo son sonrisas. Pero flota un clima raro en el ambiente. Pese a que Bartali ha trabajado para su joven compañero, el toscano se descuelga con unas declaraciones