Arriva Italia. Marcos Pereda

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Coppi saliendo de la farmacia con un bote de cristal que contenía un líquido verdoso. Dicen que mandó a uno de sus lugartenientes a esa farmacia, para que le vendieran exactamente lo mismo. Cuentan que, viejo zorro, no se fiaba del todo, y en lugar de probar el brebaje hizo que un compañero de escuadra actuase de cobaya. Añaden que las carcajadas de Coppi al día siguiente resonaban por todo el pelotón, mientras el desdichado cómplice de Bartali tenía que parar en la cuneta una vez más: había tomado un buen trago de laxante…

      Pero eso fue después, cuando el joven Bartali se convierte en el viejo Gino. En aquel entonces, mediados de los años 30, la estrella del florentino va en continuo ascenso. Pasa del modesto Frejus al potente Legnano, el de la maglia verde botella, el del recuerdo de batalla donde Alberto da Giussano venció a Federico Barbarroja, el de Binda (que fue el inspirador de su conocido logo) y el legendario director Pavesi. Aquel Legnano. Y allí pronto se puede ver que el chaval es imparable.

      El año 1935 fue uno de los más importantes de la Italia reciente. En aquel momento, buscando «un lugar en el sol», el régimen fascista se lanzó a la conquista de Etiopía (llamada entonces Abisinia), en lo que muchos historiadores han visto como el primer paso del país transalpino hacia el Eje. Mussolini empezaba a amenazar otras fronteras.

      A resultas de esa agresión el Giro de 1936, llamado pomposamente por el Fascio «Giro de la autarquía», fue íntegramente italiano, sin ciclista alguno de otro país. Ello no pudo, no consiguió, deslucir la brillantísima victoria de un Bartali que, ahora sí, se muestra irresistible. Ya en la novena etapa, nuevamente camino de L´Aquila, Gino empieza a poner tierra de por medio, tras antológica exhibición atravesando Macerone, Rionero Sannitico, Roccaraso y Svolte di Popoli. La destrucción de la carrera se había llevado a cabo, y Bartali no ha hecho prisioneros. Al final de esa jornada el segundo clasificado de la general, Cavanesi, estaba a seis minutos y medio. El equilibrio de la prueba está roto para siempre, y el toscano se viste por vez primera con la maglia rosa.

      Pero en las siguientes jornadas el joven Gino dará muestras de una de sus grandes carencias: la falta de concentración. Efectivamente, en ocasiones los ataques inesperados o tácticos de sus rivales pillaban desprevenido a Bartali, que era extraordinariamente superior por pura fuerza física, pero se mostraba disperso en lo estratégico. Además, las contrarrelojes, una disciplina que jamás llegó a dominar, jugaban en su contra. Por todo ello la general llega abierta a los últimos días, donde Bartali vence de una tacada otras dos etapas y se apunta una victoria incontestable.

      Italia se vuelve loca con su nuevo gran campeón, alguien tan insultantemente joven (aún no ha cumplido los 22 años) como exuberante sobre la bicicleta. Gino está en lo más alto. Miles de admiradoras mandan cartas de amor a este hombre tímido y apuesto. Pero Bartali no es Binda, a Bartali le cuesta hablar con las mujeres. Nunca responderá a la misiva de una chica que decía que él, Gino, era «la sal de mi vida, la comida no tiene sabor desde que te has instalado en mi corazón, no lo tendrá hasta que te estreche entre mis brazos»… Otras, por supuesto, son tan escandalosamente picantes que el mismo decoro no permite reproducirlas…

      Bartali es el hombre de moda, el ciclista preferido por todos, pero dos sombras nublan su porvenir. La primera es una desgracia: nueve días después de su victoria en el Giro, su hermano pequeño Giulio, también ciclista, fallece tras sufrir un accidente en carrera. El golpe es tremendo para Gino, que cae en una profunda depresión y quiere abandonar el ciclismo. No lo hará, pero habría de recordar siempre, siempre, a su compañero de entrenamientos, a su amado sosias. Para honrarle decide construir un pequeño panteón familiar en el cementerio de Ponte a Ema. A bendecirlo acude nada menos que el arzobispo de Florencia, Elia Dalla Costa, quien volverá a aparecer más adelante en nuestro relato. Valga decir ahora que empieza aquí una relación de amistad con Gino que durará hasta su muerte.

      La otra amenaza a Gino Bartali es, quizá, más sutil. Y es que el régimen fascista no tarda en querer apropiarse de los éxitos del joven campeón. El problema es que Bartali no es fascista, nunca lo ha sido y nunca lo será. Su padre fue militante del socialismo, y trabajaba en la fábrica del famoso Gaetano Pilati, que había sido asesinado por camicie nere en 1925. Pero no importa, el Estado desea a Gino.

      Mussolini decía de sí mismo que era el «primer deportista de Italia», y los fascistas encontraron en el deporte una caja de resonancia internacional magnífica para exhibir su supuesta superioridad física, educativa y moral. Para la cultura del régimen los deportistas no eran solamente atletas, sino «embajadores azules» que cargaban con la responsabilidad de conseguir acciones gloriosas sobre la cancha, en el ring, o encima de una bicicleta, con las que derrotar a los poderosos representantes de otras naciones. Una medalla de oro o una victoria en el Tour de Francia se consideraba «más valiosa que miles de actos diplomáticos a la hora de celebrar la grandeza del régimen». En este contexto el Fascio no solamente invadía el día a día del campeón (los mismos planes de entrenamiento debían de adecuarse a aquellos «avances científicos que ha logrado el fascismo»), también aprovechaba sus éxitos (e incluso algunas de sus desgracias) para dibujar un lienzo adecuado que mostrar al mundo. Un lienzo con el cual Gino Bartali no estaba de acuerdo.

      Desde un primer momento, el toscano se muestra renuente ante los fascistas. Se niega, se negará siempre, a ponerse la camisa negra, se niega a hacer declaraciones altisonantes, incluso utiliza un lenguaje en sus apariciones públicas muy alejado de la retórica propia del régimen. No, Bartali habla, más bien, como el seminarista que nunca llegó a ser. La muerte de su hermano lo sume en una profunda crisis existencial de la que ha salido gracias a la fe en la Iglesia católica, y todos saben que sus posiciones políticas están igualmente con lo que acabará siendo, pasados los años, la Democracia Cristiana. Y es que aunque en aquel momento la Iglesia no está frontalmente enfrentada al fascismo, sí que se muestra bastante distante de algunos de sus postulados, como la exaltación de la violencia, la virilidad exacerbada y cierto gusto por la simbología pagana. Así, muchos ven en el catolicismo una forma «amable» de oponerse a Benito. En este contexto, periodistas católicos tomarán la figura del toscano como la del buen «atleta cristiano», y en aquella caracterización sí se sentía cómodo. De forma casi espontanea, en las iglesias de toda Italia empieza a aparecer una pintada que los sacerdotes tardan más de la cuenta en borrar, Arriva Bartali. Toda una declaración de esperanza en un futuro distinto. Gino nunca dirá que es fascista, jamás. Soy católico. Ese es su lema.

      El régimen intenta pasar esto por alto. No es que nuestro nuevo campeón se nos haya hecho comunista, debieron pensar. En lugar de marcar su fervor católico diremos que es piadoso, que tampoco parezca una viuda meapilas, no vaya a ser que toda nuestra propaganda machista basada en la virilidad del Fascio se nos venga abajo cuando comprobemos que el más fuerte de los italianos en realidad acude a misa cada mañana. Pero, con todo, la animadversión se hace patente, y es apenas disimulada en periódicos afines a Mussolini. Cuando, febrero de 1937, Bartali es sorprendido por una tormenta de nieve mientras entrena y cae enfermo con una severa neumonía (dolencia que en la época bien podía acabar teniendo resultado fatal) cierto sector de la prensa insinuará que el corredor se ha «aburguesado» y que por eso apenas sale de casa a entrenar o competir…

      Para el año 1937 Gino Bartali se ha propuesto lograr lo que jamás ciclista alguno ha conseguido: triunfar en el Giro de Italia y el Tour de Francia el mismo año. Los jerarcas del Fascio se frotan las manos: una victoria de «su» chico en suelo francés podría ser la mejor manera de mostrar poderío al mundo. Ya se encargarían después de hacer parecer al joven más fascista de lo que era. Con esta idea en mente, Bartali afronta el Giro lleno de ilusión. Giro que, además, se ha decidido al fin a incluir los pasos dolomíticos en su menú, por lo que todo parecen buenas noticias para el mejor escalador de la prueba.

      Y lo cierto es que Bartali vence casi sin oposición, pese a que la concurrela es mejor que el año anterior, incluyendo un potente equipo belga en el que se encuentran Alfons Deloor, Antoine Digne y Alfons Scheppers, protagonistas de la primera Vuelta Ciclista a España, que venció el hermano del primero.

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