Religión y política en la 4T. Raúl Méndez Yáñez
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En primer lugar, el contacto con representantes de denominaciones religiosas ha sido más bien disparejo. Cuando menos mediáticamente se ha dado cabida, sobre todo, a miembros de la jerarquía católica y de una rama conservadora de organizaciones evangélicas, que esperan incidir en la agenda pública en torno a la así llamada protección de la vida, el matrimonio y la familia. De la primera resultó un compromiso del gobierno federal para apoyar los programas de “Escuelas de Perdón y Reconciliación” (Suárez, 2020), una cuestión totalmente incompatible con la laicidad estatal. De la segunda, un acuerdo para distribuir la Cartilla moral de Alfonso Reyes a través de las redes de Confraternice,11 un grupo que aglutina a varias iglesias evangélicas conservadoras y cuyo representante, Arturo Farela, tiene un vínculo cercano con López Obrador. Habría que ver cómo se difunde y en qué términos se discuten los contenidos de este material, cuya selección generó en sí misma fuertes discusiones en torno a su pertinencia para impulsar la pacificación nacional a través de la moral.
A la inclusión selectiva de grupos religiosos se agrega una dificultad adicional; a saber, que la estrategia de reducción de la violencia se apoya en el compromiso asumido por las iglesias. Una vez más, aquí se reconoce el valor de las acciones emprendidas por los grupos religiosos en el ámbito social. Sin embargo, se considera también que ningún plan o política federal habría de considerar el sostén de las iglesias para su implementación: en ellas, tanto la autoridad como la responsabilidad son exclusivas del Estado.
La imposibilidad de establecer límites entre lo público y lo privado
En el acápite anterior se ha discutido que la laicidad en México no puede pensarse ya a través de una división artificial entre lo público y lo privado, pues ninguna persona se encuentra aislada de su entorno social. La relación entre ambos espacios parece fundamental para el proyecto de la 4T, y se vincula inextricablemente con la inclusión de las iglesias en el debate público, así como con su apoyo para llevar a cabo algunas de las estrategias impulsadas por el gobierno federal.
El razonamiento que sustenta dicha decisión puede formularse del siguiente modo: si lo que ocurre en el espacio privado tiene repercusiones en el público, entonces habría que incentivar ciertas prácticas en el primero para generar cambios favorables en el segundo. El argumento es lógico, y en principio no se contrapone con la laicidad ni con una administración pública adecuada. Empero, también en este punto pueden identificarse cuando menos dos inconvenientes.
Primero, que en aras de la laicidad y de los derechos reconocidos por la Constitución, el Estado no tiene injerencia en el espacio privado. En otras palabras, no hay modo de regular las acciones de los grupos religiosos, civiles o empresariales que han decidido brindar su apoyo a los proyectos de la actual administración. Respecto del tema que aquí nos ocupa, es indiscutible que las iglesias tienen derecho de operar sin ningún tipo de intervención estatal. Pero si éstas se encuentran dispuestas a contribuir con algunos programas gubernamentales, ¿deberían hacerlo con la misma libertad con la que practican y difunden su doctrina? La pregunta no es menor; se sabe, por ejemplo, que algunas instituciones religiosas se pronuncian en contra del divorcio, de la diversidad sexual y de los núcleos familiares conformados por padres del mismo sexo. Si una persona se acerca a uno de esos espacios para recibir información sobre la Cartilla moral o cualquier tipo de taller destinado a reducir la violencia, ¿se le orientará bajo los parámetros del gobierno federal o bajo los de la iglesia en cuestión? En el primer caso estaría obstaculizándose la libertad de los grupos religiosos para profesar sus creencias sin que el Estado intervenga; en el segundo, no hay manera de regular que la información recibida por la ciudadanía se ajuste al principio de laicidad. Sin una delimitación clara de los parámetros que habrían de guiar sus acciones, la apuesta por recurrir a las iglesias como coadyuvantes en algunos programas gubernamentales acarrea más problemas que beneficios.
La segunda debilidad en el proyecto de la 4T en relación con el vínculo entre lo público y lo privado consiste en asumir que los problemas colectivos pueden solucionarse a partir de acciones individuales. Un buen ejemplo de esta afirmación es el caso antes referido: la desigualdad, la pobreza, la corrupción y la violencia son problemas estructurales, que no pueden resolverse a partir de un programa para moralizar a los individuos. Aquí se reconoce que las familias, las iglesias, las escuelas y cualquier tipo de organización de la sociedad civil pueden, sin duda, influir en la conducta (e incluso en la conciencia) de quienes pertenecen a ellas. Pero pensar que las soluciones dependen más de agentes individuales que del fortalecimiento de las instituciones, el diseño de políticas públicas o la aplicación de las leyes resulta francamente alarmante. Muy importantes los puntos mencionados.
Esta postura ha sido constante durante la presente administración, y abarca una amplia gama de problemáticas sociales. En julio de 2019, el presidente dirigió un mensaje a los delincuentes instándoles a “portarse bien, porque hacen sufrir a sus mamás”. Luego agregó que los actos que dañan al prójimo no son muestra de valentía, y que el buen comportamiento de la gente contribuyó en la resolución del problema del huachicol (El Universal, 2019). Ese mismo mes, el mandatario exhortó a los medios de comunicación a “portarse bien” y apoyar la transformación del país (Animal Político, 2019).
En marzo de 2020, cuando se declaró la emergencia sanitaria provocada por el Covid-19, López Obrador afirmó que para enfrentarla había que estar fuertes y, por tanto, evitar el desgaste mental que provocan las preocupaciones. Añadió también que para combatir la pandemia “el escudo protector es la honestidad, eso es lo que protege, el no permitir la corrupción” (Badillo, 2020). La apuesta por el buen comportamiento individual para combatir la pandemia se mantuvo por varios meses. Durante una conferencia celebrada a inicios de junio, el presidente hizo algunas recomendaciones sobre la sana alimentación y agregó que “[…] estar bien con nuestra conciencia, no mentir, no robar, no traicionar, eso ayuda mucho para que no dé el coronavirus” (Animal Político, 2020). El 13 de junio se publicó un decálogo de autoría del mandatario para incorporarse a la nueva normalidad; entre otras cosas, en éste se recomienda ser optimista, no dejarse llevar por el materialismo y aferrarse a un ideal o creencia, sea o no religiosa (Muñoz, 2020).
Aquí se suscribe que las acciones realizadas en el nivel individual y en el espacio privado tienen consecuencias para el ámbito colectivo en el espacio público. No obstante, se considera también que la administración gubernamental no habría de centrarse en ese recurso para dar solución a problemas que rebasan lo individual. En opinión de quien escribe estas reflexiones, apostar por el buen comportamiento personal resulta analíticamente ingenuo e irresponsable desde la perspectiva política; máxime si se toma en cuenta la feroz crítica del presidente en turno hacia el neoliberalismo y la disolución del Estado como rector del desarrollo nacional.
La religión no es un fenómeno de carácter individual y privado
A diferencia de sexenios anteriores, en los que se partió de la noción decimonónica de que la laicidad equivale a un confinamiento de lo religioso al ámbito privado, el proyecto de la 4T parece contemplar su carácter colectivo y público. Así, por ejemplo, desde la Segob se han hecho varios intentos por impulsar la inclusión y el respeto a la diversidad religiosa a través de espacios de diálogo incluyentes (Monroy, 2019).
Autores como Timothy Samuel, Alfred Stepan y Monica Duffy han sostenido que en un régimen democrático, el Estado debería garantizar la igualdad de condiciones para participar políticamente. Esa igualdad habría de incluir a personas y grupos religiosos, ya que forman parte tanto del sistema político como de la sociedad en la que éste opera (Samuel, Stepan y Duffy, 2012). Dicha consideración es razonable, y en principio apunta a la necesidad de repensar en el régimen de laicidad para adecuarlo a las condiciones actuales. Sin embargo, para el caso particular de nuestro país ese reto conlleva también algunas previsiones que no deben perderse de vista.
Abrir la posibilidad de que las