Siete caras de la Transición. Juan Antonio Tirado
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Las lágrimas de Arias
20 de noviembre de 1975: Temblaron los teletipos, se sobresaltó el país. «Españoles: Franco ha muerto», musitó entre lágrimas el presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro. Por fin el hecho biológico, tan temido, tan deseado. Treinta y seis años antes, el general más joven de Europa había entrado triunfalmente en Madrid, a guerra terminada, a mantel de dictadura puesto. En ese tiempo, eterno para muchos, Franco había creado una España que era un traje a su medida de sastre gris, una España temerosa de los enemigos de Dios y la civilización cristiana, si bien es cierto que casi cuarenta años dan para mucho y aquella nación profunda, pacata y callada de los cuarenta y los cincuenta había despertado con la llegada de las primeras suecas y, sobre todo, con los aires nuevos y limpios de unas generaciones para las que la guerra quedaba lejos y que tuvieron en la universidad su forja de jóvenes rebeldes y comprometidos. Aquel Franco ya no era el Franco victorioso que se hizo un hombre en Marruecos y que se había pasado tres años jugando a la guerra en su tablero de militar fabuloso, ya no era el dictador implacable de las dos primeras décadas, el hombre que se había inventado una patria de misa y cuartel, a la que había sometido con mano de hierro, la mano que se le había vuelto más fofa y parkinsoniana, pero que aun así no le tembló al ordenar los cinco últimos fusilamientos de una biografía pródiga en sangre, apenas dos meses antes de cambiar definitivamente la vida por la historia. Franco había dejado de existir y aquella España todavía era su España, pero menos, él mismo había ido comprobando que el traje que había tejido tenaz y tercamente iba quedando en desuso y se imponían modelos más atrevidos. En este momento se produce gran agitación en los armarios, muchos prohombres del régimen y sus aledaños se apresuran a cambiar de chaqueta para ponerse una acorde con el tiempo venidero. Una vieja historia que nunca deja de ser emocionante.
Que la patria que fraguó Franco, la de los tiempos heroicos, formaba parte ya de otro paisaje lo prueba, entre otras cosas, el surgimiento de una nueva Iglesia, bajo la inspiración del Concilio Vaticano II, donde junto a nombres conocidos como el padre Llanos o Francisco García Salve, el cura Paco, un jesuita miembro del Partido Comunista de España y de Comisiones Obreras, existen decenas de curas obreros. Es verdad que la Iglesia de Trento y el bajo palio tenía insignes representantes, pero había dejado de ser uniforme. Había, al menos, dos Iglesias. En ese retablo eclesial destaca el cardenal Vicente Enrique y Tarancón, hombre fundamental en la Transición, que ya había oficiado el funeral por el almirante Carrero Blanco, entre insultos, gritos de «Tarancón al paredón», el «Cara al sol» cantado con desgarro por un nutrido grupo de ultras y avisos por parte de la policía de que su vida corría un riesgo cierto durante el desfile de la comitiva fúnebre por el paseo de la Castellana. En el funeral y la homilía por Franco, el Gobierno prescindió de Tarancón, que era presidente de la Conferencia Episcopal Española. Ofició el ultraconservador Marcelo González, primado de Toledo. Tarancón fue el encargado de pronunciar la homilía en la ceremonia de coronación de don Juan Carlos, una misa del Espíritu Santo en la que hizo un discurso medido, una verdadera obra de orfebrería en la que entre líneas dibujó la senda de una monarquía para todos los españoles.
Pido para Vos, Señor, un amor entrañable y apasionado a España. Pido que seáis el rey de todos los españoles, de todos los que se sienten hijos de la Madre Patria, de todos cuantos desean convivir, sin privilegios, ni distinciones, en el mutuo respeto y amor. Amor que, como nos enseñó el Concilio, debe extenderse a quienes piensan de manera distinta de la nuestra pues «nos urge la obligación de hacernos prójimos de todo hombre». Pido también, Señor, que si en este amor hay algunos privilegiados, estos sean los que más lo necesitan: los pobres, los ignorantes, los despreciados… aquellos a quienes nadie parece amar.
Algunos años después, en declaraciones a la serie La Transición, de Victoria Prego, emitida por TVE, Tarancón hablaba de aquel inolvidable 27 de noviembre de 1975:
Había terminado una época y era preciso abrir horizontes de esperanza delante del pueblo español, era necesario hacer ver a los españoles y a todo el mundo que la Iglesia estaba en una actitud clara con respecto al futuro. La homilía tuvo un gran impacto, yo incluso lo noté materialmente al salir de los Jerónimos porque la gente estaba entusiasmada, yo diría que había recobrado la esperanza porque veía ya un futuro abierto.
A propósito de esto escribía en la revista Triunfo el teólogo seglar Enrique Miret Magdalena:
Hacía nuestro cardenal figura de otros tiempos, a pesar de su moderno lenguaje. Semejaba en aquellos momentos solemnes a nuestro clásico cardenal Cisneros cuando fue primero confesor de la reina, más tarde gobernador del Reino y regente después. Los liberales españoles, los centristas y una buena parte de la izquierda vieron con excelentes ojos aquel acto y aquellas palabras de nuestro presidente de la Conferencia Episcopal.
Un periódico inglés del día siguiente tituló: «Nada ha cambiado pero ya todo será diferente». La muerte de Franco fue recogida en la prensa española (toda oficial menos algunos semanarios democráticos), con una lluvia torrencial de elogios, escritos para calar hasta los huesos del lector afín e incluso mojar al tibio o desorientado. El diario falangista Arriba, convertido desde hacía tiempo en periódico gubernamental (así seguiría con los sucesivos gobiernos de Arias y Suárez, hasta su cierre en 1979), publicó, como los demás periódicos, varias ediciones urgentes el mismo 20 de noviembre. Emilio Romero, el periodista más célebre e influyente del franquismo, era en 1975 delegado nacional de la prensa del Movimiento. Romero escribe en la primera página de Arriba:
La España que Franco heredó del régimen monárquico de Alfonso XIII y de la República de socialistas, liberales y comunistas era una pesadilla y la actual es el resultado de su talento y sacrificio.
Emilio Romero era un franquista sin escapatoria y un artista heterodoxo, y muchas veces genial, del retablo periodístico de la «situación», como a él le gustaba decir. No quiso quedar en cantor del régimen ido sino que se probó en su armario de malabarista de la política y el periodismo cuantas chaquetas creyó apropiadas para desenvolverse por los salones de la Transición. Pudo haber dado el pego, como tantos, pero tuvo la mala suerte de que el azar controlado de Juan Carlos y Torcuato situara al frente de la presidencia del Gobierno a Adolfo Suárez, viejo enemigo desde los tiempos en que ambos compartieron la búsqueda de votos para aquella charanga que eran las elecciones a procuradores en Cortes. Los dos abulenses: de Cebreros, uno; de Arévalo el otro. Romero ganó justa fama con sus gallos en el periódico Pueblo, que dirigió durante casi veinte años. Los gallos eran piezas de fino análisis y mala leche sin edulcorantes, donde Emilio hacía transformismo periodístico, al modo en que lo permitían los tiempos: el talento encuentra acomodo en cualquier postura. A Emilio Romero le conocí recién llegado yo a Madrid en 1979 cuando dirigía Informaciones. En mi ingenuidad, que no era ni siquiera naíf, le llevé un puñado de artículos y tuve la suerte de que al monstruo sagrado le gustaran y me recibiera durante un buen rato, en el que departió conmigo, pueblerino despistado, sobre la historia, la literatura y los periódicos. A Romero le he leído en algún sitio que en aquellas elecciones a procuradores, Suárez y él se recorrieron la provincia de Ávila. De pronto llegaban a un bar y Adolfo decía: «Venga, Emilio, vamos a abrazar a esta gente». Romero, viejo castellano hosco, dice que se negaba a la ceremonia, pero que Suárez entraba en el local y repartía con obsequiosidad y a destajo abrazos y sonrisas. El 25 de noviembre escribe Emilio Romero en Arriba:
Y un triste día de noviembre se muere Franco en una clínica de la Seguridad Social, que además se llama La Paz –esa Seguridad Social que no pudieron hacer, o alcanzar, los socialistas instalados en la República de 1931–, y el pueblo hace la más grande y espontánea y emocionante demostración histórica de despedida a un hombre de Estado. No hay un solo precedente como este, pero no solo aquí sino en el mundo entero. […] Pero tenía que suceder un día la muerte de Franco, porque era solamente un hombre.