Siete caras de la Transición. Juan Antonio Tirado

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Siete caras de la Transición - Juan Antonio Tirado Alternativas-S

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Don Juan Carlos sabía a quien quería, pero no era fácil la operación. La llave estaba en el Consejo del Reino, que debía ofrecer una terna para que el monarca nombrara al presidente de las Cortes, que lo era también del propio Consejo (un órgano que asesoraba al jefe del Estado en su toma de decisiones). El Consejo del Reino era el que presentaba las ternas, piedra angular de la democracia orgánica. Con Franco, no tenía mayor trascendencia pues él lo cocinaba todo a su gusto; pero el Rey, pese a ser su sucesor, no tenía todos los poderes del general ni mucho menos su carisma, así que tendría que aceptar la terna salida del Consejo del Reino, que estaba integrado por los elementos más carcas de la vida eclesiástica, militar, jurídica y civil del franquismo.

      La intención de don Juan Carlos era colocar al frente de las Cortes y del Consejo del Reino a su preceptor desde 1960, Torcuato Fernández-Miranda, un catedrático de largo aliento académico y un político que había sido secretario general del Movimiento, vicepresidente del Gobierno con Carrero Blanco y presidente provisional tras el asesinato de este. Pese a su trayectoria, Torcuato no era querido por ninguna de las familias del régimen, el mismo Franco había declinado nombrarle presidente tras la muerte de Carrero, reconociendo que era un buen político, pero que no se fiaba de él. Desde luego, los miembros del Consejo del Reino no querían verlo ni en dibujo, de modo que los intentos del Rey porque fuera en la terna se estrellaban con la intención clara de los consejeros de no incluirlo. Como quiera que el monarca estaba convencido de que Fernández-Miranda era fundamental para poner en marcha la Transición siguió insistiendo y echó mano del presidente del Gobierno, Carlos Arias Navarro, quien tampoco tenía la menor simpatía por Torcuato, pero ante la petición del Rey para que ejerciera todas sus influencias para convencer a los consejeros, se metió de lleno en el papel y fue reuniéndose con ellos uno a uno. Parece que Arias debió sobreentender que si conseguía que Fernández-Miranda entrase en la terna quedaría garantizada su continuidad al frente del Gobierno. Fue así como el 3 de diciembre de 1975, Torcuato Fernández-Miranda juró ante el Rey como presidente de las Cortes. Ese día dejó su impronta con una de esas frases deliberadamente ambiguas que le dieron justa fama de sofista: «Me siento total y absolutamente responsable de todo mi pasado. Soy fiel a él, pero no me ata, porque el servicio a la patria y al Rey son una empresa de esperanza y de futuro». Estaba claro, Torcuato era el hombre apropiado para echar a andar la Transición.

      Al día siguiente, 4 de diciembre, el Rey confirmaba como presidente del Gobierno a Carlos Arias Navarro. Una semana más tarde tomaban posesión los miembros del primer Gabinete de la monarquía en el que destacaban dos pesos pesados de la política del momento: Manuel Fraga y José María de Areilza. Ambos compartían una línea aperturista y, en los futuribles políticos, se daba por hecho que en uno u otro tendría que confiar el Rey si quería desarrollar un proceso hacia la democracia. A esos efectos, el nostálgico Arias estaba incapacitado, pero los cambalaches políticos habían obligado a Juan Carlos a mantenerlo en su sitio para así asegurarse la presencia de Torcuato Fernández-Miranda en el Consejo del Reino y las Cortes, desde donde habría de maquinar los principios prácticos de la Transición.

      Carlos Arias Navarro, el hombre que sinceramente emocionado lloró al comunicar a los españoles la muerte de Franco, había nacido en Madrid en 1908. Hizo su carrera política bajo el franquismo. Antes, en la guerra, en el desempeño de su cargo como fiscal, desarrolló una intensa actividad represiva en la Málaga que había caído en manos de los nacionales en 1937, lo que le valió, popularmente, el apodo de Carnicerito de Málaga. Fue gobernador civil de León, Tenerife y Navarra, alcalde de Madrid, director general de Seguridad y era ministro de la Gobernación el día en que Carrero voló por los aires de la calle Claudio Coello de Madrid. Fue él, precisamente, quien sustituyó a Carrero como presidente del Gobierno. En 1974 sacó al debate político lo que bautizó como espíritu del doce de febrero, que era una pequeña apuesta por la apertura. Tuvo que retroceder, temeroso ante el ataque de los representantes del búnker, con Girón al frente. Confirmado en la presidencia por el Rey, la figura de Arias tiene un perfil hamletiano. No es tonto y sabe que las cosas no pueden seguir como estaban, pero sentimental e ideológicamente es incapaz de desarrollar una política que refute en algo al franquismo, de modo que durante los seis meses que dura su aventura y su calvario interior como Jefe del Gobierno se empeñará en el improbable metafísico de una Transición sin Franco pero franquista. En un libro importante de la época, Diario de un ministro de la monarquía[9], su autor, José María de Areilza, el titular de la cartera de Asuntos Exteriores, va anotando las minucias y los hechos relevantes de aquel Gabinete. En la entrada del 11 de febrero apunta Areilza que, repentinamente, Arias les ha confesado a los ministros: «Yo lo que deseo es continuar el franquismo. Y mientras esté aquí no seré sino un estricto continuador del franquismo en todos sus aspectos». Areilza apostilla: «La monarquía no puede consolidarse con un hombre honesto y patriota, pero vacilante, que sigue creyendo que Franco está vivo y dirige el país desde la tumba».

      En la entrada del 26 de diciembre de 1975, dos semanas después de constituirse el Gobierno, escribe José María de Areilza:

      Aquí no hay orden, ni concierto, ni propósito, ni coherencia, ni unidad. Así no se puede dirigir no ya un país ni siquiera una empresa de tamaño medio. El presidente Arias contempla en general el espectáculo desde el tendido, sin parecer impresionado ni afectado lo más mínimo. ¿A qué juega? ¿Cuál es su estrategia? ¿O es la esfinge sin secreto? Este hombre es desconcertante. Desde luego que no es capaz de dominar Consejos, ni de meterlos en cintura. O no quiere hacerlo.

      Destacados columnistas de la derecha se lanzaron, apenas enterrado Franco, a una campaña de acuerdo con la cual ya había llegado la democracia. Por arte de birlibirloque, muerto el Generalísimo había brotado el pluralismo político como una planta natural de la España legada por aquel. Fernando Ónega, una semana después de la muerte de Franco, se refería admirativamente, en su columna del diario Arriba, al indulto parcial decretado por el Rey tras su llegada a la Jefatura del Estado:

      Ahora, la libertad. Cerca de las doce de la noche del 23 de noviembre los televisores encendieron en diez mil hogares españoles la luz del nuevo abrazo. Había indulto general. […] Muchas cárceles se quedarán vacías, muchas multas no tendrán que ser pagadas y poco antes de las doce de la noche del día 25 de noviembre comenzaba el primer capítulo de una palabra que se va a escribir subrayada: concordia nacional.

      Ónega abundaba, con derroche de adjetivos, en la realidad de un país que de la noche a la mañana se había levantado demócrata:

      El país es como una ilusión en flor. El presidente Arias tuvo una frase que es un eslogan, un marco, un rumbo: «Libertad fuera de toda amenaza totalitaria». El teniente general de Santiago era la presencia de las Fuerzas Armadas como un respaldo para los nuevos tiempos. Mañana habrá declaración programática con sabor a Fraga, con sabor a apertura y autoridad, con horizonte de democracia, pero sin revolución, lentamente.

      El día de Navidad, solo un mes después de la muerte del general, Pedro Rodríguez escribe en La colmena, su columna en Arriba, una página singular. Conviene detenerse un momento en la figura de Rodríguez, un periodista que hoy no sale apenas ni en Google (¡ay, la fugacidad de este oficio!), pero cuya prosa e influencia fueron notables en el último tramo del franquismo y durante la Transición y los primeros años del gobierno socialista. Rodríguez escribía con una sintaxis entre entrecortada y vertiginosa, adjetivaba con primor y resolvía sus crónicas con la elegancia de un escritor urgente y aparentemente despreocupado. Su contenido era primero franquista, e irónicamente demócrata y antisocialista después, pero lo que más importaba y le importaba era el continente. Como decíamos, él y Ónega, con su columna El péndulo, eran las estrellas de Arriba, aunque en ese momento Rodríguez aventajaba en edad y en calidad de articulista a su paisano. Pedro Rodríguez fue a morir de un infarto en La Toja, rondando la Navidad de 1985, cuando aún no había cumplido el medio siglo y fue despedido con hermosos obituarios por sus compañeros de oficio. Acabada la excursión biográfica vamos con la cita de Rodríguez del 24 de diciembre de 1975:

      A Madrid,

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