El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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él fue creado todo»–, está orientado hacia él y todas las cosas encuentran su «consistencia» en él.

      Jesucristo, entonces, es el «primogénito de toda la creación», una prioridad, que siendo temporal con relación a todo lo real, también lo es en su dignidad, que es filial, cuyo estado con relación a Dios se lo traslada y sirve a la creación entera: «...la creación se emanciparía de la esclavitud de la corrupción para obtener la libertad gloriosa de los hijos de Dios» (Rom 8,21). La creación se puede percibir como hija de Dios a todos los efectos: marginando su origen eterno, excluyendo cualquier desarrollo casual y descartando la posibilidad de un final trágico. La importancia de la primogenitura de Jesucristo está en la participación de su filiación en la creación, y es partícipe en ella porque es una criatura como todas. Por eso es también «primogénito», porque lo es en su ser y existencia como una realidad distinta del Padre con existencia propia en la historia humana, y situada en un universo que le es afín al encontrarse presente en todas sus criaturas.

      Y todas las criaturas encuentran su estructura filial y, por tanto, sentido en el cosmos cuando son conscientes y desarrollan su existencia en la vida de Jesucristo. Tal dependencia no tiene otra finalidad sino la de obtener su plenitud por medio de su relación filial con Dios, alcanzada gracias a su relación fraterna con Jesús. Por eso se justifica que sea el primer hermano, porque por él los hombres representan a Dios Padre en un universo ideado, realizado, querido y mantenido con amor de hijo (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 6,25-33).

      La primogenitura de Jesucristo lo es para el hombre, en su historia y en su individualidad. Pero también lo es para los seres superiores, las «potencias espirituales», colocadas entre el cielo, sede la gloria divina, y la tierra, sede de las criaturas. Pablo alude a seres celestes, bien naturales, bien personales (cf Gál 4,3.9), que influyen sobre el curso de los acontecimientos cósmicos e históricos. La cultura judía admite una serie de ángeles que gobiernan el mundo, reservándose Dios la guía de Israel directamente (cf Si 17,17). También aparece en el Nuevo Testamento una cosmología que incluye potencias espirituales, a las que se da culto en las religiones paganas (cf Col 2,18), además de ciertos seres hostiles al hombre, que intentan dominarlo (cf Rom 8,39). Estos seres se sitúan en lo más alto de la creación, dirigen los astros y tratan de gobernar el universo de una forma distinta al orden divino (cf Ap 7,1). Los espíritus, o elementos del mundo, un día fueron infieles al Creador (cf Ef 2,2; Gál 4,3), y a partir de ese momento pretenden dominar al cosmos y al hombre contra Dios (cf Ef 6,11,12).

      Este pulular de seres espirituales, más perfectos y poderosos que los humanos, a los que da cabida el esoterismo judío y cierto dualismo cósmico, forman un marco peculiar en el que Cristo se impone. Y según el lenguaje paulino, manda sobre los principados, dominaciones y potestades, es decir, sobre todos los poderes que van contra el Reino (cf 1Cor 15,24-27); predomina sobre ángeles y potestades, entendidas como fuerzas ocultas del cosmos que dañan la vida humana (cf Rom 8,38-39), o, según la tradición, supera a los guardianes de la Ley dada por Dios a Moisés en el Sinaí (cf Col 2,13-15; Gál 3,10; Éx 3,2; 14,19). Jesucristo, sentado a la derecha de Dios en su gloria, está «por encima de todo principado, potestad y virtud, dominación y de todo cuanto tiene nombre» (Ef 1,20-21). Es soberano y señor de todos ellos (cf Rom 8,19-20).

      3) Todo fue salvado por Cristo

      Continúa el himno a los Colosenses: «Es el principio, primogénito de los muertos, para ser primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud; que por medio de él todo fuera reconciliado consigo, haciendo las paces por la sangre de su cruz entre las criaturas del cielo y de la tierra» (1,18-20). Jesucristo, como primogénito de la creación, es cabeza de estas potencias y, por consiguiente, su principio vital (cf Col 1,15; 1Cor 11,3). Y no sólo es primogénito en el orden de la creación, sino también en el de la salvación. La salvación obrada por Dios por medio de él –gratuita–, es humana y también cósmica. Los seres superiores los ha reconciliado con Dios (cf Col 1,20; Ef 1,10) y en la misma medida que lo ha hecho con los hombres (cf 2Cor 5,18-20; Rom 5,10-11). En fin, la salvación lleva consigo, además, la reconciliación de todo lo creado en Jesucristo. Este es el beneplácito de Dios.

      El primado de Jesucristo sobre todo lo creado (cf Col 1,16.18; Jn 1,1), primado que se inscribe en su participación en la creación y en la salvación de Dios –«muerte en la cruz» y «resurrección»–, lo es también porque reside en él toda la «plenitud». Jesucristo está lleno de los bienes de Dios, bienes que constituyen «los tesoros del saber y del conocimiento», en contra de los conocimientos humanos que llevan al error y a la perdición (cf Col 2,3-4.9). Los beneficios que ha recibido de Dios son tales que, observando su resurrección, ha recibido más que cualquier otro ser que existe en la creación, incluidos los espirituales. La resurrección «ha hecho a Jesús absolutamente perfecto, glorificándolo, haciéndolo Señor y partícipe de su gloria y poder» (T. Otero Lázaro, 116).

      El primer gran bien es Dios, de forma que Jesús se convierte en el templo de la divinidad en la historia humana, como afirma Juan del Verbo encarnado (2,18-21): Dios ha elegido a Jesús para habitar en su creación (cf Is 8,8; 49,20; Sal 68,17), lo que entraña el poder divino para hacer posible la creación y la recreación de todos los seres. Esta recreación hace que Jesucristo sea el Logos que contiene toda gracia; así se comprende la afirmación de que de «su plenitud hemos recibido todos gracia tras gracia» (Jn 1,16).

      Siguiendo la estela veterotestamentaria de la presencia divina que inunda la creación, Jesús también comprende todos los bienes que existen. La creación está llena de bienes que Dios ha derramado fuera de sí (cf Is 6,3; Jer 23,24; Sal 24,1; etc). Pero la resurrección supone un nuevo orden para la creación, porque coloca a Jesús como su «principio». A partir de ahora todos los seres mantienen una relación fraterna con él y filial con el Padre. Jesucristo asume todos estos seres; por consiguiente, todo el bien posible, todo ser de amor que funda la existencia de cuanto existe: a Dios y al ser creado, y en este al hombre y al cosmos, y en el cosmos todo lo que habita en «el cielo y en la tierra».

      Y porque los incluye, los reconcilia, una reconciliación universal, colectiva, que devuelve al mundo la disposición querida por Dios desde el principio del tiempo y del espacio (cf Col 2,9-10; Ef 4,9-10). Pablo asegura la salvación obrada por Dios para Jesucristo como promesa para el universo (cf Rom 8,19-22); pero este futuro salvador se adelanta cuando se expresa en términos espaciales, lo que incluye al universo y todos los seres que pululan en él: consiguen la reconciliación; el mundo ha encontrado la paz en Cristo. Esta es la convicción cristiana que, en el fondo, viene a decir lo mismo en uno y otro caso: en Cristo se han cumplido las expectativas de salvación que anida todo ser creado (id, 119): «Ningún otro puede proporcionar la salvación; no hay otro nombre bajo el cielo concedido a los hombres que pueda salvarnos» (He 4,12); todos los medios de salvación que emplean los hombres quedan anulados y el contenido de la fe cristiana se reduce a lo siguiente: «Aunque existiesen en el cielo o en la tierra los llamados dioses y señores de esos, para nosotros existe un solo Dios, el Padre, que es principio de todo y fin nuestro, y existe un solo Señor, Jesucristo, por quien todo existe y también nosotros» (1Cor 8,5-6).

      Si esto es así, el hombre ya no necesita ganarse las potencias espirituales para acceder a la divinidad, o buscar otras mediaciones para evitar su acción dañina sobre la historia. Ellas están sometidas a Jesús y, en cuanto sometidas, constituyen la armonía con los hombres y entre ellas mismas. Brilla la paz en un mundo que Dios reconcilia en Cristo y se recupera la perspectiva positiva del universo cuando nació de las manos bondadosas del Creador (cf 1Cor 8,4-13; Rom 14,14).

       Para leer

      Catecismo de la Iglesia católica, 198-231, 268-421.

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