El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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en conjunto (Sal 104,29-30; He 17,25-26). Y el poder divino se utiliza para generar vida, como para que Abrahán y Sara sean padres y generadores de un gran pueblo perteneciente a Dios (cf Gén 18,14; Rom 4,17.21); o para abrir el mar para que los israelitas encuentren, con la vida, la liberación de Egipto (cf Éx 6,6; Dt 4,36); o con Zacarías e Isabel y con María (cf Lc 1,5-38) para engendrar a Juan Bautista y a Jesús y realizar con ellos el plan de salvación de la creación y de la humanidad, seriamente dañada y abocada al fracaso y a la destrucción (cf Gén 6,5; Mt 24,37). Y María lo reconoce expresamente: «el Poderoso ha hecho en mi favor maravillas» (Lc 1,49; cf Gén 30,13). Jesús también invoca al Señor para conseguir la salvación de los hombres: «...porque todo es posible para Dios» (Mc 10,27par) y de su persona cuando comprende que le van a arrebatar su vida: «Abbá, Padre, todo es posible para ti, aparta de mí esta copa» (Mc 14,36par).

      Por consiguiente, la creación se origina en la bondad de su corazón y mantiene su presencia en ella por medio de su cuidado, providencia y gobierno. La comprensión de esta experiencia en Israel y en el Cristianismo es como si la creación le perteneciera a Dios por derecho propio, y da lo mismo que aquella se coloque en posición de obediencia o en actitud de rebeldía.

      4.2. Dios soberano

      «Pero la fe en Dios Padre todopoderoso puede ser puesta a prueba por la experiencia del mal y del sufrimiento» (CCE 272). Esto se observa, en segundo lugar, cuando se piensa en su Hijo y en todos los inocentes perseguidos en la historia humana. En efecto, Jesús pide al Padre que lo libre de la cruz (cf Mc 14,36par). Dios guarda silencio, y ante el silencio de Dios, Jesús acepta cumplir su voluntad. Esta voluntad entraña, entre otras cosas, no cambiar el rostro amoroso de Dios que Jesús ha mostrado durante su ministerio. Por la identidad amorosa, Dios está imposibilitado para forzar las determinaciones criminales humanas cuando estas se asumen desde la libertad, aunque sean actos diabólicos. El amor no fuerza la voluntad libre del otro, pues de lo contrario no es amor. Por consiguiente, la ausencia de Dios en la pasión de Jesús no se comprende cuando se entiende a Dios como una omnipotencia entendida sólo físicamente y que es capaz de liberar a su Hijo de toda adversidad.

      Los hechos relatan la ausencia de Dios desde la perspectiva del judaísmo ortodoxo y de todas las religiones; ellas adoran a un Dios todopoderoso. Sin embargo, en la experiencia y proclamación de Jesús que poco a poco se va imponiendo entre sus seguidores después de la Resurrección, Dios es Soberano de todo, dimensión muy distinta a la anterior. Ahora la creación entera está bajo su mirada y providencia (Lc 12,22-32; cf Mt 6,25-34), aunque su pleno Reinado se dará al final del tiempo, cuando Él «sea todo en todos» (1Cor 15,28). Dios no es la fuerza total; por eso no contesta a Jesús desde una supuesta y creída omnipotencia. Y es que Dios, como Jesús ha anunciado, no es poder, sino amor, y el amor sin la libertad no puede darse; por tanto, el amor es débil, y pierde cuando es rechazado. Dios respeta las decisiones injustas de las autoridades judías y no las castiga: «Todos juzgaron que era reo de muerte» (Mc 14,64). Y poco más tarde hace lo mismo con su pueblo: «La gente volvió a gritar: ¡Crucíficale!» (Mc 15,13-14). Ante esto, no cabe el milagro que rompa la decidida manipulación y maldad humana y salve al inocente. Dios no puede cambiar estas decisiones cuando la libertad de los que las toman se cierra ante Él, pues, de lo contrario, reduciría al hombre a un esclavo y le incapacitaría para amar, y sólo desde la relación de amor es como Dios se puede manifestar, hacer comprender y potenciar la vida del hombre.

      Por esta concepción y actitud básica de Dios, Él no influye para cambiar los acuerdos de los intereses políticos y religiosos de los judíos sobre Jesús, porque la historia está en manos de los hombres desde su principio. Ha sido precisamente Dios quien ha dotado a la criatura humana de la libertad para que sea responsable de la construcción de su propia historia, y no va a intervenir para mejorar las consecuencias de las decisiones de la libertad del hombre. Dios no soluciona problemas, sino que ama, y, por tanto, acompaña al hombre para que alcance su plena autonomía y plenitud de ser del que ha sido dotado. La presencia de Dios en la historia humana nace de su amor, y, por tanto, no se puede imponer por la fuerza.

      Cuando Jesús está crucificado, los judíos le piden que baje de la cruz: «Los que pasaban lo insultaban meneando la cabeza y diciendo: –El que derriba el templo y lo reconstruye en tres días, que se salve, bajando de la cruz. A su vez los sumos sacerdotes, burlándose, comentaban con los letrados: –Ha salvado a otros y él no se puede salvar. El Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos» (Mc 15,29-31). La petición revela una concepción de Dios, no sólo como todopoderoso, sino también fiel (cf Dan 1,1-15; 6,17-29), que protege y recompensa a sus elegidos (cf Job 38-41). La fidelidad que Jesús demuestra a la vocación y misión que Dios le encarga al inicio de su ministerio público debería ser correspondida bajándolo de la cruz y salvando su vida. Pero Jesús no desciende de la cruz, precisamente por ser Hijo de Dios, ya que lo que se revela en este patíbulo es la nueva dimensión de Dios: el Dios del amor, y no el Dios omnipotente del judaísmo tradicional, capaz en otros tiempos de hacer justicia y clavar en la cruz a los asesinos y bajar a su Hijo del madero. Sin embargo, el siervo Jesús sufre hasta el extremo para testimoniar el rostro amoroso de Dios, y, por tanto, débil; por eso es víctima del poder del mal, como demuestra la cruz. Este Dios está incapacitado para salvar a su Hijo desde su omnipotencia. Así es Dios quien sufre la muerte de su Hijo por ser todo y sólo amor.

      Contemplando la escena de la crucifixión, ya se sabe que Dios padece la cruz de su Hijo como sufre el dolor de todos los crucificados de la historia. La comunidad cristiana primitiva lo comprende muy bien cuando, después del último grito y la muerte del crucificado, pone en boca del centurión –en boca de una persona alejada del Dios y del templo judíos– esta confesión de fe libre de la exigencia de los signos de poder de las autoridades judías: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15,39). Es la condición de ser de Jesús (cf Mc 1,1; Mt 4,3), que se proclama en su resurrección, y que se hace a partir de la muerte por amor de la inocencia y debilidad del justo, del siervo.

      La cruz de Jesús prueba la forma como Dios se relaciona con sus criaturas. Dios no se impone a la libertad del hombre, ni sustituye sus responsabilidades, sino que se acerca y se hace presente con bondad y libertad al mundo. La identidad y contenido de este amor, que configura las relaciones de Dios con los hombres, los cristianos de las primeras generaciones los comprenden a través de una seria reflexión de la vida de Jesús celebrada en el culto. La expresión «la Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros» (Jn 1,14) lleva consigo que Dios es un amor solidario con la historia humana, y que al vivir en las condiciones de cualquier ser puede descubrir quién es quién en la historia desde la riqueza ontológica de amor que le caracteriza y que es indestructible; es decir, este amor sabe quién derriba y quién edifica la humanidad por esa palabra o gesto de amor que es toda la historia de Jesús. Por eso, Dios rehízo desde su propio amor eterno la vida de Jesús, aprobando todo lo que este realizó; y dejó pudrirse en el olvido las actitudes y acciones que lo ajusticiaron.

      Esta solidaridad del amor de Dios, que es misericordia entrañable (cf Flp 2,1), proviene de una libre decisión de su voluntad. Es gratuita; por tanto no es compensación a su entrega y menos supone un dominio real sobre la persona amada o la criatura. Ello hace que se potencie y florezca la riqueza de cada cual y en sí mismo. Dios ama, no por la posible respuesta humana, sino por la propia dinámica de su ser, y tantas veces y todas las veces que sea necesario, a pesar de que no espere contestación alguna. Por consiguiente, esta forma de amar de Dios se concibe como un don que se incrusta en las experiencias de amor y libertad humanas y que configura el sentido de vida cristiano: «...porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,5; cf 8,15; Gál 4,6).

      4.3. El poder del amor

      En tercer lugar, hay que afirmar que la historia humana no es sólo cruz. En ella se da también el poder del amor de Dios. La potencia y fuerza del amor de Dios se hacen presentes por la fe en el Evangelio: «No me avergüenzo del Evangelio, que es fuerza de Dios para la salvación de todo el que

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