El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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Jesús lejanía o distancia. Dios es cercano y accesible para él, como lo prueba su experiencia divina y el contenido fundamental de su mensaje del Reino.

      3.3. El Padre es bondad y amor

      1) Bondad y misericordia

      Los evangelios son prolijos en la nominación de Dios como Padre que ama. Demuestran que es la forma habitual con la que Jesús se dirige a Dios. Más tarde será el nombre de Dios para las comunidades cristianas.

      Dios es un Padre para Israel porque lo elige. La elección es lo que origina la existencia del pueblo, y parte de un acto previo de amor por el que Dios se relaciona con Israel. Dios ama a su pueblo a pesar de todas las infidelidades y lo ama con lealtad eterna (cf Is 54,8; Os 3,1). Jesús, hijo de Israel, destaca también el amor en Dios y el amor como bondad. Bondad que entraña la inclinación natural para hacer el bien, hacer el bien a los demás, y el bien entendido como el núcleo básico de identidad y el fin propio que tiene cada cosa. Se ha evidenciado en el diálogo con el joven rico (cf Mc 10,18par). También en la parábola de los obreros de la viña se lo hace decir a Dios en la persona del propietario, cuando responde a los jornaleros sorprendidos porque les ha pagado igual que a los que han trabajado sólo una hora: «Por mi parte, quiero dar a este último lo mismo que a ti. ¿O es que no puedo yo disponer de mis bienes como me parezca? ¿O va a ser tu ojo malo porque yo soy bueno?» (Mt 20,1-15). Entonces la bondad de Dios confunde a los trabajadores, porque lo eleva en un nivel superior al de la ley, cuyo cumplimiento conlleva un mérito que Dios recompensa por justicia.

      La bondad da lugar a acciones buenas, propias de Dios, que definen además su corazón, su intimidad (cf Lc 8,15). Es la natural inclinación del padre hacia sus hijos. No es extraño, pues, que Jesús ahonde en la paternidad de Dios respecto a su pueblo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo» (Os 11,1), y experimente a Dios como Padre lleno de bondad, una bondad amable y, en consecuencia, digna de ser amada, correspondida.

      La bondad paterna de Dios entraña la misericordia, hace brotar la misericordia, y le inclina a compadecerse de los sufrimientos humanos: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso» (Q/Lc 6,36; Mt 5,48). Porque el lugar de la misericordia divina, el corazón del Padre, a la vez que bondadoso, es compasivo. Por eso irrumpe con fuerza en los ámbitos de la miseria y el dolor humano en el ministerio de Jesús. La expresión de los que sufren: «¡Ten compasión de mí!» (Mc 10,47-48par), o la recomendación de Jesús al endemoniado de Gerasa: «Vete a tu casa y a los tuyos y cuéntales todo lo que el Señor, por su misericordia, ha hecho contigo» (Mc 5,19) declaran una actitud de Dios como Padre que es definitiva en la relación que ha decidido establecer con sus criaturas. Es la disposición de Jesús con ocasión de la resurrección del hijo de la viuda de Naín (cf Lc 7,13), en el leproso de Marcos (cf Mc 1,40-45), en el relato del buen samaritano (cf Lc 10,33). Todo esto representa para Jesús un reflejo personal de Dios figurado en el comportamiento del buen padre cuando sale al encuentro del hijo perdido (cf Lc 15,20).

      El anhelo entrañable y cordial o las entrañas de misericordia llevan a Dios Padre a perdonar los pecados: «Cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, y vuestro Padre del cielo os perdonará vuestras culpas» (Mc 11,25), dicho que se coloca en la órbita de la solicitud del perdón del Padrenuestro y de la parábola sobre el deudor que no tiene misericordia. De hecho la comunidad cristiana resume la actividad de Jesús de la siguiente manera: «Del médico no tienen necesidad los sanos, sino los enfermos. No vine a llamar a justos, sino a pecadores» (Mc 2,17par). Por eso se le reprocha que ande con publicanos y pecadores, incluso que se comporte como un «amigo» (cf Mc 2,15-16; Q/Lc 7,34; Mt 11,19).

      El pecado para Jesús se comprende dentro del ámbito de la tradición judía. Puede ser un traspié inadvertido, o los hechos injustos que rompen la convivencia entre los hombres, e, incluso, se configura visiblemente, como en la parábola del administrador infiel (injusto dinero, Lc 16,1-2) o del juez injusto (cf Lc 18,1-8). El pecado como transgresión del orden establecido por Dios y que equivale a la desobediencia y a la infidelidad, con evidentes repercusiones en la convivencia social, hace que el hombre se aleje de Dios, rompa la comunión con Él, transforme su vida en una vida sin Dios e intente ocupar su puesto, lo que simboliza la perversión general del corazón humano (cf Gén 8,21). El «corazón», entendido como la sede del entendimiento y la voluntad, de la conciencia moral y del propio yo personal (cf Mt 9,3; 16,7), se erige, por consiguiente, en el lugar del encuentro con Dios, o, por el contrario, puede endurecerse e impedir la relación con Él (Mc 3,5). Por el corazón misericordioso del Padre, Jesús habla al corazón humano (cf Lc 8,15) que desea cambiar. Con el anhelo y amor a su transformación motiva que Dios Padre salga de sí para buscar a la oveja perdida, acoja al hijo arrepentido y experimente un gozo indescriptible al encontrar la moneda (cf Lc 15).

      El Dios de la bondad y la misericordia es el Padre de todos. Que Dios actúe con misericordia con los enfermos, con los pecadores, da a entender una actitud que obliga a Jesús a inutilizar la ley del talión. Jesús la cita como una norma de la ética del judaísmo: «Habéis oído que se dijo: Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo» (Mt 5,43; cf Q/Lc 6,27). Al mal se le responde con la misma lógica violenta y sigue el principio de proporcionalidad (cf Éx 21,23-25). Con esto se le señalan unos límites a la venganza, pues en otros tiempos la revancha era mayor que el daño ocasionado y de consecuencias imprevisibles (cf Gén 4,23-24), si bien es verdad que para los miembros de Israel se apuntan otras normas (cf Lev 19,17-18). Con el pensamiento sapiencial, aparece la idea de no entristecerse del mal ajeno, pues no complace a Dios y se puede caer en desgracia (cf Job 31,29); es más, se aconseja que se haga el bien como otra forma de respuesta al mal: «Si tu enemigo tiene hambre, dale de comer; si tiene sed, dale de beber» (Prov 25,21). Aunque existen otros textos en este sentido, no inducen a pensar que sea una actitud generalizada en la piedad y en los comportamientos del pueblo. La razón de fondo es teológica. Israel es el pueblo elegido, el pueblo de Dios. El rechazo que reciba como pueblo también es un rechazo a Dios. Y el que detesta a Dios, detesta al Pueblo. De ahí que odiar a los enemigos es un signo de fidelidad a Dios, que también odia a los pecadores (cf Sal 139,21-22).

      Jesús piensa que tampoco es suficiente la proporcionalidad y reciprocidad en el bien, es decir, la forma de ser solidario entre los miembros de una familia o cultura, que responde a los principios del corporativismo y a los normales intereses humanos que siguen la ley de la retribución, observada en la parábola de los obreros de la viña. Esto también lo hacen personas nada recomendables y despreciadas por todos los judíos: «Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a sus amigos. Si prestáis cuando esperáis cobrar, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores prestan para cobrar otro tanto» (Q/Lc 6,32.34; Mt 5,46-47). Hay, pues, un más, un exceso que hay que desarrollar, aunque exista para la reciprocidad en el bien una razón teológica como en la regla anterior: a la vez que Dios aleja de sí al pecador, también atrae, ama y premia a los que le aman, a los que le son fieles, a los justos (cf Sal 125,4).

      El exceso (cf Mt 5,20), que también supera a la regla de oro: «Como queréis que os traten los hombres tratadlos vosotros a ellos» (Q/Lc 6,31; Mt 7,12; EvT 6,3), es el «amad a vuestros enemigos, tratad bien a los que os odian» (Q/Lc 6,27-28; Mt 5,44), donde el amor se amplía a todos los hombres y más allá de los sentimientos personales, no teniendo en cuenta las compensaciones inmediatas y los resultados de dicho amor: se ama aunque el enemigo permanezca en su odio. Este amor no tiene fronteras ni marca límites, sino que cubre todo el universo creado. La oración por los que hostigan a los demás, como la de Jesús en la cruz (cf Lc 23,34), señala la razón de fondo y observa con exactitud la causa por la que emite la sentencia y la raíz última de este comportamiento, al margen de cualquier orden universal que iguale a todos los hombres. Para Jesús el origen está en el Padre Dios: «Así seréis hijos del Altísimo, que es generoso con ingratos y malvados» (Q/Lc 6,35; Mt 5,45). No existe apoyo ideológico ni tradición antropológica que invoque Jesús para enseñar el amor a los que desprecian a los demás. La única razón es porque es la conducta del Padre. Conducta que modifica

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