El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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aparentemente con el silencio (Job). El diálogo introduce a Dios en su creación para cuidarla y preservarla de sus enemigos (cf Is 45,9-12).

      Pero, y sobre todo, a la persona se la identifica por un nombre. En este caso es Señor. Él mismo lo revela para que se le dé culto, y en el culto se le alabe, se le dé gracias, y se le solicite ayuda y se le tribute la gloria que le pertenece. Pero decir y proclamar Señor no es para conocerle, y para que conociéndolo se le identifique y domine según la razón, y menos para que se le objetive. Decir su nombre plantea que se haga memoria de un hecho salvador que ha realizado en favor de su pueblo: «Dios dijo a Moisés: Yo soy el Señor. Yo me aparecí a Abrahán, Isaac y Jacob como “Dios todopoderoso”, pero no les di a conocer mi nombre: “el Señor”. Yo hice alianza con ellos prometiéndoles la tierra de Canaán, tierra donde habían residido como emigrantes. Yo también, al escuchar las quejas de los israelitas esclavizados por los egipcios, me acordé de la alianza» (Éx 6,2-5). Incluso el nombre de el Señor, como todo nombre, se relaciona con la dignidad y naturaleza de la persona. Por eso decir su nombre («el que es») indica afirmar su existencia de una manera permanente y alejada de todo condicionamiento histórico, en cuanto pueda significar devenir e inestabilidad. Nombrar a Dios es atestiguar, a la vez, su persona. Por ejemplo, profanar (cf Lev 18,21) o amar (cf Sal 5,12) el nombre del Señor es profanar o amar al Señor (cf Sal 5,12; Is 25,1).

      Por último, el Señor, que ha dado origen a todo y se declara persona, es, además, el Señor de la historia, cuyo sentido lo aclarará al final, cuando se revele plenamente. Esto significa que todo y todos mantienen una orientación hacia Él, y Él dilucidará al término del tiempo los antagonismos que los hombres insertan en su creación, venciendo los que originan destrucción y muerte. La actuación del Señor se centra, en un primer momento, en la crítica severa de los abusos sociales y cultuales y orienta a su pueblo a un nuevo estado de justicia y libertad (cf Am 1,3-2,3). Más tarde, después del exilio de Babilonia, el contenido de la promesa abarca una creación nueva y la apertura personal del Señor a todos los pueblos (cf Is 42,9). La actuación escatológica de Dios mostrará la clausura de la situación actual, creando una nueva era del mundo con la armonía de todos sus elementos dependiente totalmente de Él. Son los nuevos cielos y la nueva tierra, que lleva consigo una trascendencia que va aparejada con la misma trascendencia divina. El «día del Señor» se inserta dentro de un marco apocalíptico: Dios crea a su medida un marco diferente para todo lo existente. Dios se revela desvelándose en una nueva situación más allá del tiempo (cf Is 65,17).

      2.2. Dios como Padre de Israel

      Israel experimenta a Dios también como Padre. No es un «Padre» y una «Madre» con las características de las religiones que le rodean, es decir, en un sentido teogónico o cosmogónico. Ni engendra dioses, ni tierras y cielos, aunque algo de esto haya tenido en ciertas épocas de las creencias judías. Quizá por esta impronta biológica de las religiones vecinas, Israel ha sido reticente en usar este título para el Señor. Dios es «Padre» porque elige a Israel como pueblo de su propiedad. Comienza así una relación entre Dios y el pueblo en la que es posible que se le nombre como Padre, y más tarde se le invoque como tal, llegando con el tiempo a ser un atributo suyo. Pero esta progresión en la religiosidad judía se manifiesta siempre en un contexto histórico y en medio de una relación permanente, con los altibajos que la historia muestra. No es el Señor quien engendra a Israel, sino el que lo elige y, en cuanto tal, lo sitúa en la historia con una identidad propia como Pueblo de Dios en medio de otros pueblos, y le hace caminar hacia la conquista de una promesa que está en la raíz misma de la elección. Dios está en el origen del pueblo, pero de una forma diferente de como la relación entre un hombre y una mujer está en el origen de una criatura.

      En la montaña del Horeb, Dios se revela a Moisés como «Dios de los padres» (Éx 3,13.15-16). Es el Dios de Abrahán, que le guía, protege, encamina a una nueva tierra, promete una descendencia, y al que el patriarca cree, obedece y adora como su Dios universal, creador de todo cuanto existe (cf Gén 14,18-22). Dios se constituye como Padre de Israel, porque lo engendra con la liberación de la esclavitud y con la elección: «Yo soy el Señor [...]. Os adoptaré como pueblo mío y seré vuestro Dios; para que sepáis que soy el Señor, vuestro Dios, el que os quita de encima las cargas de los egipcios, os llevaré a la tierra que prometí con juramento a Abrahán...» (Éx 6,6-8). Por eso el Señor dice a Moisés que le comunique al Faraón: «Israel es mi hijo primogénito» (4,22-23). Después les dará la ley de la alianza, por la que se canalizará la paternidad divina y la filiación de Israel (cf Dt 32,6).

      Estas relaciones paterno-filiales sufren muchos altibajos. Israel se descuida de sus obligaciones de hijo adorando a otros dioses. Y Dios, en este caso con rasgos maternales, intenta atraerlo de nuevo a su regazo: «Cuando Israel era niño, lo amé, y desde Egipto llamé a mi hijo [...]. Yo enseñé a andar a Efraín y lo llevé en mis brazos, y ellos sin darse cuenta de que yo los cuidaba. Con correas de amor los atraía, con cuerdas de cariño. Fui para ellos como quien alza una criatura a las mejillas; me inclinaba y les daba de comer» (Os 11,1-4). Al irse el pueblo tras los dioses extraños, brota en Dios la cólera que le tienta a destruirlo, porque se le ha confiado y revelado de una manera especial, porque «vuestra lealtad es nube mañanera, rocío que se evapora al alba» (Os 6,4). Más tarde, cuando Israel sufre el exilio en Babilonia, Dios responde a las quejas de la experiencia de abandono con amor de madre: «¿Puede una madre olvidarse de su criatura, dejar de querer al hijo de sus entrañas? Pues, aunque ella se olvide, yo no te olvidaré» (Is 49,15; cf Is 54,7-8).

      En las situaciones de infidelidad no es extraño tampoco que se empleen las fórmulas paternas de corrección y castigo ante el mal realizado, o de ejercer la autoridad y exigir la obediencia, que se usan en los ámbitos familiares, muy típicas de la tradición sapiencial. Por eso amonesta al pueblo para su propio bien: «Porque al que ama lo reprende el Señor, como un padre al hijo querido» (Prov 3,12). Y también Dios reclama la obediencia y respeto debido a los padres, tanto más cuanto Él los supera a todos (cf Mal 1,6). La finalidad es invitar a Israel a la conversión (cf Jer 31,18-19) para que reciba el perdón que le conduzca a la restauración de la alianza. Dios se relaciona con bondad, característica de todo buen padre: «Como un padre se enternece con sus hijos, así se enternece el Señor con sus fieles» (Sal 103,13; cf 31,9.20). O se da a conocer con ternura, como una madre a la que se le destroza el corazón y se le conmueven las entrañas (cf Os 11,8), sentimientos que exteriorizan el hondón de una persona, es decir, la interioridad llena de conocimiento, compasión y amor.

      Por consiguiente, Dios es Padre con entrañas de Madre, no sólo de Israel, contemplado como una colectividad humana, sino también de ciertas personas que tienen una situación especial dentro de las instituciones del pueblo, o porque se ubican en el corazón de Dios. Así el rey se concibe con una dimensión sagrada que le entronca de una forma especial con Dios. Si Dios es Padre para todo el pueblo, también lo es del rey. Por eso es el elegido de Dios e hijo predilecto suyo: «Voy a recitar el decreto del Señor. Me ha dicho: “Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy”» (Sal 2,7). Una de las funciones fundamentales del rey es la defensa de los marginados (cf Sal 72,1-2.4), los predilectos de Dios. Y Dios, como Padre, muchas veces es el que directamente los defiende y protege, obligando a tener esta actitud a los demás hijos: «Padre de huérfanos, protector de viudas es Dios en su santa morada» (Sal 68,6).

      Estos rasgos antropomórficos de Dios, a los que se pueden unir otros, como Pastor, Rey, etc., transmiten la experiencia originaria de Israel, en la que Él, sin duda trascendente, se revela como Persona porque habla, y habla para hacerse conocer con un nombre, para elegir, para salvar y para dar sentido a un pueblo en la historia, al que espera al final para revelarse del todo y revelarle la verdadera vida. Pero también Dios dialoga, es decir, necesita la respuesta libre de los hombres que le acojan y respondan a su plan de salvación. La experiencia de Israel sobre Dios, que sufre avances y retrocesos, pero siempre dentro del marco de su alianza, es decir, de la fidelidad de Dios y respuesta fiel del pueblo, va progresivamente decantándose hacia un monoteísmo: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es solamente uno» (Dt 6,4; cf 11,13-21). La unicidad de Dios obliga

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