El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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la comida y el pasto del rebaño (cf Gén 11,31; 16,2-3). Y he aquí que recibe una revelación divina: «Sal de tu tierra nativa y de la casa de tu padre a la tierra que te mostraré. Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré famoso tu nombre y servirá de bendición. Bendeciré a los que te bendigan, maldeciré a los que te maldigan. Con tu nombre se bendecirán todas las familias del mundo» (Gén 12,1-2).

      Abrahán parte de Jarán hacia un país desconocido con una mujer también mayor. Obedece a Dios y se fía de la promesa que le ha hecho, a pesar de que su vejez y la esterilidad de su mujer indiquen todo lo contrario. Pero romper todas las ligaduras que le atan a la familia y a la tierra supone abrirse a la esperanza que le crea la palabra de Dios: un mundo nuevo representado en las tierras que recorre: Siquén, Betel y el Negueb; lo que antes su trabajo y su esfuerzo no han conseguido y los demás humanos no le han recompensado. Da el primer paso, que es salir de donde está y adorar al Señor que le ha llamado, abandonando los ídolos que han frustrado su vida (cf Gén 12,8; 15,7). El segundo paso es recorrer unas tierras nuevas (cf Gén 12,8-9); al final se asentará en Canaán, donde el Señor le regala tierras y le promete otra vez la descendencia (cf Gén 13,14-18).

      Y la descendencia llega más tarde, aunque desconfíen Abrahán y Sara de la promesa del Señor por su ancianidad (cf Gén 17,17; 18,12-15). Dios es fiel y les regala a Isaac (cf Gén 21,1-6), y ellos, ante este hecho concreto, se apoyan más en Dios, como la roca firme en la que la vida humana se asienta segura. Sin embargo, aún les queda la última prueba de la fe: la obediencia a una voluntad divina que parece contradecir la promesa. Cuando el Señor manda sacrificar al hijo único y querido, fruto de la fidelidad mutua que se tienen el Señor y él, el acto romperá la promesa de la descendencia, Abrahán obedece contra la evidencia de quedarse de nuevo sin descendencia y pulverizar la promesa hecha realidad en Isaac (cf Gén 22,1-19). Aquí la fe no se apoya en la esperanza de alcanzar algo (la tierra y la descendencia), ni en la prueba de la fiabilidad y fidelidad de Dios que supone el don de Canaán e Isaac dado a Abrahán, sino en creer que el Señor está por encima de todo cuanto existe; que su amor y su servicio es más importante que todo amor humano, por «sagrado» que este sea; que nada en esta vida, adorándolo, puede suplantarle. Como piensa el libro de Macabeos: en este momento Abrahán demuestra su fe no como confianza, sino como fidelidad al Señor. Y esto «se le apuntó en su haber» (1Mac 2,52; cf Gén 15,6).

      Pablo utiliza el ejemplo de Abrahán para criticar la salvación por medio de las obras; rechaza que por la fidelidad a la ley y por el cumplimiento de sus exigencias, el hombre puede alcanzar la salvación. Pablo afirma que sólo la fe salva (cf Gál 3,6-18; Gén 15,6), como la fe de Abrahán, que es bendita y participan de ella todos los que se apoyan en el Señor, sean de cualquier raza o religión (cf Gén 12,3; 18,18). La fe es lo único que pide Dios para adentrarse en el corazón humano, poseerlo, transformarlo y salvarlo. El autor de la Carta a los hebreos piensa en Abrahán como el justo que ha seguido la llamada del Señor, que cree y hace lo que el Señor le manda, transido de la esperanza de que le compensará en la medida en que se abandona en Él. Cree en la medida que espera y no que conoce y disfruta la promesa. Es una fe que exige la renuncia a toda seguridad humana (cf Heb 11,8-19).

      2.2. María

      El Señor irrumpe en la vida de una joven de un pueblecito de Galilea, al norte de Palestina. No está en el templo sagrado, ni en la ciudad santa de Jerusalén, ni ante una persona consagrada, como es el caso del anuncio de la concepción de Juan Bautista al sacerdote Zacarías (cf Lc 1,5-25). María ha sido colmada de gracia o de benevolencia por el Señor; por tanto debe tener confianza en Él y alegrarse: el Señor se ha fijado en ella. Y esto es así porque el ángel le anuncia que va a ser madre del Mesías. Y María le explica la situación en la que se encuentra: no conoce varón; es virgen todavía. Entonces se le comunica la acción del Espíritu, como en el nacimiento de la comunidad cristiana en Pentecostés (cf He 1,8). Porque viene del Espíritu, el futuro Mesías también es el Hijo de Dios (cf Lc 1,35). María obedece por su fe, porque es vista de una manera nueva por el Señor: llena de gracia y madre por el Espíritu. Entonces prescinde del compromiso con José y se hace disponible al Señor, aceptando la misión que le ha dado por medio de Gabriel. María, al ponerse al servicio del Señor, hace que Dios escriba en la vida misma su plan, no en un libro como propuesta de futuro (cf Lc 1,38). Es la obediencia de Jesús en el huerto de Getsemaní (cf Lc 22,42).

      Gabriel pone a María el ejemplo de su prima Isabel, que, siendo estéril, está embarazada de seis meses (cf Lc 1,36-37). Con ello el evangelista establece la relación entre María e Isabel. Aunque las condiciones personales son diferentes (esterilidad y virginidad), sin embargo, son iguales porque el fruto de sus vientres remite a una acción exclusiva de Dios. Otra vez la fe parte de una acción divina hacia la criatura, a la que le exige confianza y obediencia. Y María responde, en este sentido, como Abrahán: «He aquí la esclava del Señor» (Lc 1,38), confianza que da paso a la disponibilidad a la voluntad del Señor, es decir, a su obediencia, una obediencia que no entraña esclavitud, sino libertad: el Señor cuenta con el consentimiento de María para llevar a cabo su plan de salvación de la humanidad. Es la primera creyente de una gran familia que comienza a formar Jesús cuando constituya la nueva comunidad de fe: «¡Dichosos los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen!» (Lc 11,28); «Madre mía y hermanos míos son los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (Lc 8,21).

      A continuación María, muy deprisa como empujada por la obediencia, recorre Palestina para visitar a Isabel, que se asombra de la presencia de la madre del Mesías (cf Lc 1,39-45). A María le urge hacer partícipe cuanto antes la acción poderosa del Señor. La relación del Señor con una persona siempre termina compartiéndose, porque Dios es relación de amor, porque Dios se da en la relación de amor. Isabel alaba a María porque ha sido bendecida en lo más hermoso que comporta toda mujer: ser madre; y es más bendita que todas las mujeres por ser nada menos que la madre del Mesías. Pero María es en la medida que existe su hijo en ella; la mira Dios, la bendice, por ser el templo donde habita su Hijo. En segundo lugar, la bendición divina que provoca la maternidad es porque ha creído, se ha fiado, ha puesto su confianza en el Señor, en definitiva, ha obedecido al plan que Dios tenía trazado desde siempre para ella. Y la fe, de nuevo, es la que hace que Dios coja las riendas de la historia y recree al hombre. Isabel con la expresión: «¡Dichosa tú que has creído!» (Lc 1,45) relaciona fe y maternidad, porque esta es fruto de su fe en Dios, como todo discípulo, como acabamos de decir, puede engendrar a Jesús escuchando su Palabra y poniéndola en práctica (cf Lc 8,21).

      En definitiva, el Señor se revela a María, como a Abrahán, de una forma progresiva; de ahí que María «avance en la peregrinación de la fe» (LG 58). Pero, a la vez, su fe no vacila, y cree lo que se le dice y se pone a disposición del Creador: «Hágase en mí según tu palabra» (Lc 1,38), como canta el Salmo: «Aquí estoy, he venido para cumplir, oh Dios, tu voluntad» (Sal 40,8; cf Heb 10,7), y como la vive también Jesús: «...no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Mc 14,36). La fe de María hace posible la Encarnación: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1,14). Cree en Alguien, más que en algo. Y se lo enseña a Jesús en el proceso de formación cuando era niño (cf Lc 1,45).

      2.3. La fe de y en Jesús

      Jesús «camina en la fe, no en la visión» gloriosa del Padre (2Cor 5,7; cf Ap 14,12), y esa confianza en Dios ha hecho que le sea fiel y obediente a la misión encomendada, «porque yo hago siempre lo que a Él le agrada» (Jn 8,29). La obediencia a Dios conduce a Jesús a que se humille, se haga obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz (cf Flp 2,8); es una obediencia de amor que le impulsa a caminar por la historia cumpliendo los mandamientos del Padre (cf Jn 15,10).

      La fe en Dios como Padre es el hilo conductor de toda la vida y actividad de Jesús, de tal forma que su confianza en Él y su entrega a la llegada del Reino le dan su forma específica y fundamental, ciertamente causada y motivada por la fidelidad del Padre a Jesús, como ha ocurrido con Abrahán y María. Pero saber concretamente la relación filial que la fe crea en Jesús sólo él lo puede decir: «Mi Padre me

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