El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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al mortal, pues no hay mayor ofrenda para los hombres/ o los dioses que celebrar siempre, como es justo, la ley universal» (Los Estoicos antiguos. Cleantes. N. 679).

      La oración evidencia ante todo la influencia histórica de Dios, lo que motiva y causa la apertura del hombre, y le dispone para alabarle, darle gracias y bendecirle por los dones que ofrece para el mantenimiento y desarrollo de la vida, o pedirle perdón por las faltas cometidas, o simplemente para unirse a Él y contemplarle de una forma fragmentaria. Por otro lado, divisar a Dios en el horizonte histórico conlleva solicitar su ayuda en las circunstancias en las que la persona y la sociedad están en peligro. La relación establecida por la oración, tan específica del hombre de todas las culturas, revela parte de la identidad divina y manifiesta su existencia y presencia diferente de las propiedades de Dios con que se le describe en todas las religiones. Con la oración el hombre reconoce a Dios en el núcleo fundamental de su ser personal, y alcanza, aunque sea parcialmente, momentos y espacios de la trascendencia e infinitud divinas. Cuando Dios se muestra como el totalmente «Otro», la oración lo descubre como un «Tú» y entonces posibilita el diálogo, diálogo en el que los hombres lo viven como su origen, sostén y término de su existencia; en definitiva, encuentran el sentido global de la historia, de la cultura y de la individualidad. La relación mutua entre Dios y el hombre origina que, al dirigirse este a Dios y escucharle, Él se deje entrever por encima y más allá de los distintos nombres y atributos que se le atribuyan: «Dejando todas las observancias ordenadas, abandonando todos mis deseos, incluido el de la salvación, ¡oh Señor! tomé refugio bajo tus pies que miden el universo. Tú solo eres mi madre, mi padre, mis allegados, mi maestro, mi fortuna ¡oh Dios de los dioses! ¡Tú eres mi todo!» (J. Martín Velasco, 39).

      No obstante esta trascendencia que se entrevé por medio de la oración, el principio de los dioses y del cosmos o la divinidad misma son proyecciones de las culturas, donde, en su mayoría, al menos las que rodean a Israel, reflejan la relación padre y madre, las relaciones familiares y el principio del poder personal y grupal que fundamenta las instituciones sociales.

      2. El Dios de Israel

      2.1. El Dios de la Alianza

      Israel no es ajeno a las experiencias religiosas de su entorno. De hecho, la figura paterna de Dios, la más socorrida para designar a la divinidad, se usa en los atributos y acciones aplicadas a Dios y se contiene en las oraciones que formulan los sentimientos de la religiosidad judía. Además existen huellas de un politeísmo preexílico, en el que el Señor es el padre de los dioses (cf Dt 32,8-9), o rey de los dioses (cf Sal 103,9), y el que nombra hijo al rey de Israel, aunque se subraye que esta relación paterna entre Dios y el rey es de adopción, como en Ugarit, y no de naturaleza, como en Egipto (cf Sal 89,27-28). Incluso no se excluye la hipótesis de que el Señor tenga una esposa que figure como consorte en las relaciones con Israel y que la piedad de la época monárquica le diera culto, como se comprueba en las religiones vecinas (cf Jer 7,18).

      Sin embargo, las tradiciones que aportan los textos bíblicos muestran un desligamiento paulatino de las bases donde se apoyan las experiencias religiosas de las culturas vecinas. Así se observa que Dios es poder, es todo poder, pero su omnipotencia se orienta hacia la vida histórica de Israel. Existe un alejamiento progresivo de la relación intrínseca entre Dios y los dioses, entre Dios y el cosmos, entre Dios y la justificación de la tipología de la familia y del gobierno de las instituciones sociales. Van desapareciendo las teogonías, las antropogonías y las cosmogonías.

      Dios es poder pero, en cuanto tal, usa su poder para liberar a Israel del dominio del Faraón. Se pone de parte del pueblo sencillo y humilde, en definitiva esclavo, para devolverle su capacidad de ser por el disfrute de la libertad. Pero es una libertad que conlleva situarse en el espacio del servicio a Dios. No es una libertad para ser autónomos y elegir, sino una libertad para servir: «Así dice el Señor: Israel es mi hijo primogénito, y yo te ordeno que dejes salir a mi hijo para que me sirva» (Éx 4,22-23). Esta convicción que Moisés transmite al grupo semita que le acompaña en la huida de Egipto, va escoltada por la revelación de la alianza que el Señor pacta con el pueblo: la señal más grande de fidelidad que Él va a mostrar a los hombres en medio de sus vicisitudes históricas. La alianza, a la par, constituye la exigencia más radical para el pueblo: no debe adorar a otros dioses, ni se debe encomendar y sujetar a otras instancias, como países, reyes o instituciones, que le desliguen del compromiso de fidelidad a las normativas prescritas en la alianza (cf Lev 26,12). Mas la libertad y la alianza se insertan en un proceso histórico, siempre cambiante en sus contenidos, por la palabra de Dios que comunica una promesa al pueblo y que le hace caminar y vivir de la esperanza de que un día Dios la cumplirá: «Moisés dijo a su suegro, Jobab, hijo de Regüel, el madianita: Vamos a marchar al sitio que el Señor ha prometido darnos. Ven con nosotros, que te trataremos bien, porque el Señor ha prometido bienes a Israel» (Núm 10,29).

      Estos tres rasgos, libertad, alianza, promesa, entre otros posibles, sobresalen en la experiencia que tiene Israel de Dios. Apunta un proceso en el que la creencia judía se aleja de las teogonías y cosmogonías al uso en los pueblos vecinos, y percibe la trascendencia de Dios. La trascendencia requiere no inmiscuirle en los procesos biológicos, humanos y sociales que aparecen con claridad como proyecciones de la vida personal y comunitaria de los hombres. Dios, pues, está más allá del espacio y del tiempo y es distinto de los conceptos acostumbrados para manifestar las vivencias fundamentales de la existencia, como padre, madre, familia, etc., y menos se le puede representar: «Vosotros mismos habéis visto que os he hablado desde el cielo; no me coloquéis a mí entre dioses de plata ni os fabriquéis dioses de oro» (Éx 20,22-23). Cualquier imagen significa en cierta medida dominar el objeto o persona de referencia. Aunque la imagen ayuda y motiva la relación, también contribuye a la apropiación por medio de la vista (cf Éx 3,4-6), del habla (cf Dt 18,9-12), del beso (cf 1Re 19,18), además de ser la proyección y adoración de sí mismo: «Su país está lleno de ídolos, y se postran ante las obras de sus manos, hechas con sus dedos» (Is 2,8).

      Dios, pues, es el totalmente Otro y está por encima de las transformaciones cosmológicas e históricas. Nada ni nadie se le puede comparar (cf Is 46,5), porque es Santo (cf Is 40,25). Ante el Indecible, el pecador sufre la muerte si osa relacionarse con Él (cf Os 6,5), y el hombre se siente nada y vacío: «¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él?» (Sal 8,5).

      A la trascendencia y santidad de Dios se une la vida. Dios, con ser trascendente, no es lejano. Su diferencia de la creación no se traduce en ausencia e indiferencia ante Israel. Dios está vivo, es vida (cf Jos 3,10), de manera que todo lo que existe distinto a la muerte es un don que procede de Él: «Porque en ti está la fuente viva y tu luz nos hace ver la luz» (Sal 36,10). Dios insufla el aliento y crea (cf Gén 2,7); está vivo en la cotidianidad de la existencia y en la preservación y cuidado del habitáculo del hombre para que coma y beba y lo habite y cuide con esmero (cf Job 34,14-15). Él se distingue de las demás divinidades que no se mueven, ni ven, ni oyen: «Los que modelan ídolos son todos nada, y es inútil lo que ellos aman, sus devotos no ven nada ni conocen» (Is 44,9).

      Dios, al ser vida y obrar, se entiende como una persona que conoce y ama: «No ejecutaré mi condena, no volveré a destruir a Efraín; que soy Dios y no hombre, el Santo en medio de ti y no enemigo devastador» (Os 11,9). Y prueba su ser personal en la relación, sobre todo en la relación que mantiene con su pueblo revelándose como «Señor, Dios clemente y compasivo, misericordioso, paciente y leal» (Éx 34,6). Lo ha demostrado en la elección, alianza y promesa por las que elige a Israel de entre las naciones, creando un pueblo singular en la historia humana. El Señor vive para Israel. Aunque sean antropomorfismos manifiestos los usados en la Escritura, o símbolos, o afirmaciones creyentes, detrás de todos ellos se esconde una persona que es capaz de establecer relaciones personales.

      En estas relaciones, el Señor se revela como quiere que se le conozca, porque ni es un hombre ni actúa como los hombres (cf Is 40,28-29). Así habla y se comunica a Abrahán, a Moisés, a Jeremías, en definitiva

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