El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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el día de mañana te pregunte tu hijo: “¿Qué son esas normas, esos mandatos y decretos que os mandó el Señor, vuestro Dios?”, le responderás a tu hijo: “Éramos esclavos del Faraón en Egipto y el Señor nos sacó de Egipto con mano fuerte; el Señor hizo signos y prodigios grandes y funestos contra el Faraón y toda su corte, ante nuestros ojos. A nosotros nos sacó de allí para traernos y darnos la tierra que había prometido a nuestros padres”» (Dt 6,20-23). El don de la libertad que el Señor le concede a Israel cuando logra salir de la esclavitud de Egipto, la Alianza que pactan el Señor e Israel en el monte Sinaí y la posesión de la tierra de Palestina van a ser las constantes de las confesiones de fe de Israel, expresadas en frases cortas: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de Egipto, de la esclavitud» (Éx 20,2; cf Lev 39,36), o en relatos largos y bellos, como: «Mi padre era un arameo errante: bajó a Egipto y residió allí con unos pocos hombres...» (Dt 26,5-9).

      Dios se revela como el único Señor (cf Éx 20,3; Dt 5,7) que elige a Israel, pacta con él una Alianza (cf Éx 19-20.24; Dt 26,5-9), lo defiende de sus enemigos, en definitiva, le salva. Esta conciencia es la que permanece en el pueblo de generación en generación: «¡Lejos de nosotros abandonar al Señor para ir a servir a otros dioses! Porque el Señor, nuestro Dios, es quien nos sacó a nosotros y a nuestros padres de la esclavitud de Egipto, quien hizo ante nuestros ojos aquellos grandes prodigios, nos guardó en todo nuestro peregrinar y entre todos los pueblos que atravesamos. El Señor expulsó ante nosotros a los pueblos amorreos que habitaban el país. También nosotros servimos al Señor: ¡es nuestro Dios!» (Jos 24,16-18).

      La voluntad divina de salvar a Israel y, en él, a toda la creación, se concentra en la historia de la salvación en Jesucristo: él es la cima de todo un proceso de relación y diálogo entre Dios e Israel. Jesús es el punto de encuentro entre la divinidad y la humanidad, que él mismo lo proclama a la gente humilde y sencilla: «Todo me lo ha encomendado mi Padre. Nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre, y quién es el Padre, sino el Hijo y aquel a quien el Hijo decida revelárselo» (Lc 10,22; cf Mt 11,27). Todavía más. Jesús no sólo es el hijo de María y José, sino la Palabra que, desde siempre, está en la gloria de Dios. Y esa «Palabra se hizo hombre y acampó entre nosotros. Contemplamos su gloria, gloria como de Hijo único del Padre, lleno de lealtad y fidelidad [...]. Pues la ley se promulgó por medio de Moisés, la lealtad y la fidelidad se realizaron por Jesucristo» (Jn 1,14.17). La misión del Hijo para salvar al mundo no es otra cosa sino un acto de amor del Padre: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16), como el amor es la causa que, al principio de los tiempos, hizo crear todo cuanto existe.

      La Palabra hecha hombre, Jesús resucitado, el Mesías esperado de Israel, en definitiva, el Hijo de Dios es el contenido central de la fe cristiana. El relato de su vida, palabras y hechos, vida transida por la relación personal con Dios Padre, es el foco central desde donde parten todos los rayos de luz que constituyen las verdades cristianas, o los contenidos de su fe: «El mismo Dios que mandó a la luz brillar en la tiniebla, iluminó vuestras mentes para que brille en el rostro de Cristo la manifestación de la gloria de Dios» (2Cor 4,6). Jesús es la plenitud de la revelación de Dios. Lo que Dios ha querido decir de Él, del hombre y del mundo, ya lo ha comunicado en Jesucristo: «Muchas veces y de muchas formas habló Dios en el pasado a nuestros padres por medio de los profetas. En esta etapa final nos ha hablado por medio de su Hijo, a quien nombró heredero de todo, por quien creó el universo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser, y sustenta todo con su palabra poderosa» (Heb 1,1-3).

      Por consiguiente, a él tenemos que volver nuestros ojos y nuestra mente para saber de la fe (cf Heb 12,2). Él es el que envía el Espíritu (cf Jn 20,19-23) para que permanezca en la historia la salvación iniciada por Dios con su vida, y se potencie la esperanza de que dicha salvación alcanzará a todo lo creado (cf Rom 8,24). Y el Espíritu de Jesús es el que envía a los discípulos a extender la vida del Resucitado por todo el mundo (cf He 2; Mt 28,18-20), no sin antes sentar las bases de la comunidad creyente como una fraternidad en la que se da la vida filial divina como identidad personal y colectiva de todos los bautizados (cf Rom 8,14-17; Gál 2,20): «Él es la cabeza del cuerpo, de la Iglesia. Es el principio, primogénito de los muertos, para ser el primero de todos. En él decidió Dios que residiera la plenitud: que por medio de él todo fuera reconciliado consigo» (Col 1,18-20; cf 1Cor 12,12; 2Cor 5,18-19). Esta es la doctrina fundamental que entraña el credo cristiano y que recomienda Pablo que conservemos y defendamos: «Atente al compendio de la sana doctrina que me escuchaste, con la fe y el amor de Cristo Jesús» (2Tim 1,13; cf 1Tim 4,6). Es el depósito de la fe que la Iglesia debe traducir a cada cultura y a cada generación.

      4. La confesión de fe

      El contenido de la fe que narra los acontecimientos salvadores del Señor con Israel y la vida y misión de Jesucristo como Hijo de Dios y Salvador, no se encierra en las páginas de un libro. No compone una ideología actual o pasada de moda, o una teoría científica. No se confiesa el principio de Arquímedes o la teoría del big-bang sobre el origen del universo. La confesión afecta al sentido de la vida, a los fundamentos básicos sobre los que se asienta la existencia humana. Es un acto personal y comunitario cuya forma es el contenido de la fe, o su dimensión objetiva plasmada en un texto.

      De esta forma, la comunidad cristiana y cada bautizado reconoce la presencia del Señor en la creación y en la historia de Jesús, ante la comunidad eclesial (cf Flp 2,11) y ante todos los pueblos de la tierra (cf Mt 10,26). Y confiesa la historia de la salvación como un sacramento de la experiencia personal creyente que se crea en la relación con Cristo Jesús (cf CCE 185-197). La confesión de la fe es la unión con la comunidad y la expresión social de la fe subjetiva: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29); «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú dices palabras de vida eterna. Nosotros hemos creído y reconocemos que tú eres el consagrado de Dios» (Jn 6,68; 10,36; 17,19; cf Mt 16,16). Y también las confesiones de fe proclaman la fe objetiva ante la comunidad, ante la sociedad, insertándolas en las culturas para enriquecerlas. Pero hay que pensar que la fe objetiva no se concibe como una suma de verdades desconectadas entre sí; al contrario, los símbolos creyentes presentan un conjunto de verdades relacionadas entre sí, con una coherencia interna que proviene de Aquel que las ha dado para la salvación. Por eso la confesión de fe es una alabanza, es una glorificación de Dios que ha donado la salvación al mundo.

      Las confesiones de fe se han dado a lo largo de la historia por motivos diferentes: desde el desbordamiento personal de la experiencia sobre Jesucristo: «Nosotros no podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído», que comunica Pedro y Juan al Sanedrín; o como prueba de la adhesión personal a Jesús: «Os digo que a quien me confiese ante los hombres, este Hombre lo confesará ante los ángeles del Señor» (Lc 12,8; cf Mt 10,32); hasta dar la vida por él, como es el caso de Esteban: «Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre de pie a la derecha de Dios» (He 7,56). Y el contenido suelen ser fórmulas breves: «Puesto que tenemos un Sumo Pontífice excelente, que penetró en el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos nuestra confesión» (Heb 4,14), fórmulas dichas en un contexto bautismal (cf He 8,37) y cultual, que se desarrollan por una reflexión teológica y una experiencia creyente intensa: «Tened los mismos sentimientos de Cristo Jesús, el cual, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de ser igual a Dios; sino que se vació de sí y tomó la condición de esclavo, haciéndose semejante a los hombres. Y mostrándose en figura humana se humilló, se hizo obediente hasta la muerte, una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó y le concedió un título superior a todo título, para que, ante el título de Jesús, toda rodilla se doble, en el cielo, en la tierra, en el abismo; y toda lengua confiese para gloria de Dios Padre: ¡Jesucristo es Señor!» (Flp 2,5-11; cf 1Tim 3,16; 1Pe 3,18-22).

      Pero, además, las confesiones de fe no son un asunto que compete exclusivamente a una persona, o entrañe sólo una acción individual. Las confesiones de fe constituyen una experiencia comunitaria y tienden a construir la comunidad de salvación. Por ello la comunidad es la que recibe al que aspira a vivir el sentido de vida cristiano, le transmite

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