El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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de su dignidad. Fundado en la crítica que Marcos hace de los letrados o escribas (cf Mc 12,38-40par), Mateo elabora un párrafo (cf Mt 23,1-12), compuesto de forma antitética, en el que los reproches se amplían a los fariseos y se convierten en exigencias para la comunidad cristiana. Los versos 8-10, que constituyen una pequeña regla para la comunidad o una catequesis a los discípulos, provienen de la tradición especial del Evangelista. El verso 8: «Vosotros no os hagáis llamar maestros, pues uno solo es vuestro maestro, mientras que todos vosotros sois hermanos» está unido al 10: «Ni os llaméis instructores, pues vuestro instructor es uno solo, el Mesías». Mateo sitúa en su lugar a los «maestros» e «instructores o dirigentes» de las comunidades, ciertamente judías, y que es muy fácil que continúen la función que desempeñaban los escribas o letrados en las sinagogas como guías revestidos de autoridad (cf Mt 13,52; 23,34). Función que fustiga Jesús por la preeminencia que gozan en un mundo teocrático como es el de Israel. El pueblo les admite la competencia en la enseñanza (letrados) y la observancia religiosa (fariseos); por eso son proclives a la ostentación, exhibición, autocomplacencia y poder.

      Mateo avisa que una comunidad cristiana no soporta estas grandezas que rompen la relación entre iguales, y enlaza la igualdad fraterna que debe imperar en la vida cristiana con el dicho de Jesús (cf Mt 23,9), fundando su verdadero origen: «En la tierra a nadie llaméis padre, pues uno solo es vuestro Padre, el del cielo», de manera que, como a nadie se le debe decir «maestro» o «instructor», porque permanece la prioridad de Jesús en dicha función en la comunidad, así nadie debe llamar «padre» a cualquier «hermano», por más digno que sea o por mucho respeto que se merezca. En Israel se ha denominado «padre» a patriarcas, a profetas, etc. (cf 2Re 2,12). La afirmación de Jesús, aislada del contexto donde se ha insertado, puede remitirse al grupo de discípulos, que, unidos a Jesús en la proclamación del Reino y dentro de un clima escatológico, están plenamente dedicados a dicha tarea. Esta les supone una infravaloración de la función paterna, tanto activa como pasiva, para reconocérsela sólo a Dios. Los discípulos deben ser conscientes de que el Padre Dios es su única procedencia y referencia vital.

      La confesión de la autoridad y dignidad de Dios Padre la revela Jesús en la segunda petición del Padrenuestro: «Padre, sea respetada la santidad de tu nombre» (Q/Lc 11,2; Mt 6,9: «¡Padre nuestro del cielo!»). El nombre es la persona, como se ha visto. El nombre de Dios, el Señor, manifestado a Moisés (cf Éx 3,14-15; 6,3-2), se cubre pronto de un extremado respeto que lleva consigo el poder y la perfección inherente a la persona divina (cf Is 29,23). La santidad del nombre de Dios significa, a la vez, distinguirlo y separarlo, para que se le estime, se le dé el honor debido y, en cuanto tal, se afirme su trascendencia. Por eso el israelita evita decirlo: «No te acostumbres a pronunciar juramentos ni pronuncies a la ligera el nombre santo» (Si 23,9).

      La actitud ante la santidad de Dios proviene de Dios, porque se declara contrario al pecado o a las actitudes blasfemas de los hombres. De ahí la aclamación de los serafines en el templo: «¡Santo, santo, santo, el Señor de los ejércitos, la tierra está llena de su gloria!» (Is 6,3), a los que también imitan los creyentes con la adoración y la alabanza. Este contenido se incluye en la Tefillá, en la tercera bendición a Dios (Dieciocho bendiciones=Shemoneh Eshreh): «Tú eres santo, y tu nombre es santo; fuera de ti no hay otro Dios. Bendito eres, Señor, Dios Santo». Al Padre Dios hay que darle también estas prerrogativas judías.

      2) Oración de Júbilo y tentación en Getsemaní

      Jesús sufre una experiencia negativa de sus conciudadanos, teóricamente más capacitados que los gentiles para comprender el Reino. Escribas y fariseos le acusan de compartir la comida y la bebida con los pecadores, y siente el rechazo de las tres ciudades en las que ha puesto más tiempo y énfasis en su ofrecimiento de salvación (cf Q/Lc 10,13-15; Mt 11,21-24). A continuación, y aún perplejo por esta incomprensión, siente una de las experiencias más hermosas de su ministerio y que la tradición transmite como su realidad vital fundante, como es Dios, y su auténtica pertenencia social, como son los pequeños y humildes. «En aquella ocasión, con el júbilo del Espíritu Santo, dijo: ¡Te doy gracias, Padre, Señor de cielo y tierra!, porque, ocultando estas cosas a los entendidos, se las has revelado a los ignorantes. Sí, Padre, esa ha sido tu elección» (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26).

      Jesús eleva la mirada al cielo y «bendice» al Padre, le reconoce públicamente con una acción de gracias, alabanza y confesión (cf Sal 7,18; 9,2); y, en este caso, no lo hace por su experiencia personal, sino por la de los pequeños e ignorantes. Apela al Padre como Señor y Soberano amoroso de todo lo existente. Dios es Creador y Providente, y en cuanto tal, es Señor de todo lo creado. Se le glorifica por todo lo que ha salido de sus manos para el bien de los hombres (cf Tob 7,17).

      Se une el señorío de Dios a su inigualable sabiduría, y enseña a la vez que bendice. Veamos. Dios concede su sabiduría a los maestros, a los sabios de los ambientes apocalípticos, a los entendidos de los grupos sectarios, en fin, a los letrados. Ellos componen un grupo de elegidos de Israel. Se separan del pueblo como beneficiarios de la sabiduría divina y formulan su saber sobre Dios en cuanto participación del saber de Dios (cf Dan 2,27-30). Estos entendidos constituyen los círculos privilegiados de ámbito divino, del que quedan excluidos los potentados de la tierra, los paganos o las personas no elegidas (cf Sab 9,13-18). Pero saber de las cosas divinas depende de la revelación de Dios; más en concreto, del contenido de la revelación que Él ha tenido a bien transmitir. En la proclamación del Reino, y aquí viene la contraposición que hace Jesús, Dios esconde a los sabios su revelación, a los que iguala a los poderosos, y se la descubre a los ignorantes, o incultos, o simples, o pequeños.

      Ignorantes no se equipara a aquellos que no han tenido la oportunidad de frecuentar a un maestro para aprender, o todavía no se han iniciado en una determinada escuela. Ignorantes y simples son los que se abren a la sabiduría que disfruta Israel, como propiedad del Señor, y que los hace sabios, porque se colocan en el ámbito de la influencia divina (cf Sal 19,8; 116,6). Jesús, en esta línea, se refiere a la gente humilde y fiel a Dios en contra de letrados y fariseos o de los habitantes de Corozaín, Betsaida y Cafarnaún que no han sabido descifrar sus signos. El motivo por el que da gracias es que la voluntad soberana de Dios, su voluntad salvadora, recae sobre estos pequeños elegidos para el Reino. Ahora forman un grupo favorecido por Dios en contra de los poderosos adinerados y poderosos entendidos, comprendido el conocimiento como un poder social. Jesús se entronca con cierta tradición profética en la que Dios se traslada al lugar de los pequeños invirtiendo la prepotencia del dinero y de la ciencia (cf Jer 9,22-23). Dios abandona el poder del saber y el poder de la santidad, representada por los escribas y fariseos que han rechazado el ministerio de Jesús, para encontrarse y entregarse a los pequeños abiertos a su mensaje.

      El contenido de la revelación son los misterios del Reino (cf Mt 13,11), es decir, el plan de salvación que Dios ha planeado para recuperar a sus hijos perdidos y que origina la misión de Jesús. Y lo hace acompañado y ayudado por sus discípulos. La oración descubre con claridad quién revela (el Padre) y a quiénes se revela (los pequeños), y deja el contenido de la revelación de una forma imprecisa (estas cosas). Pues bien, Jesús termina la invocación al Padre fuera del ámbito objetivo del conocimiento, y se adentra en su intencionalidad, donde ya sólo es posible intuir, experimentar y dejarse alumbrar: «Sí, Padre, esa ha sido tu complacencia». Afirma una conducta libre de Dios, que no es en manera alguna pasajera. Comprueba que existe un deseo en el Padre de que no se pierda ninguno de los pequeños o sencillos (cf Mt 18,14). El Padre anhela el máximo bien para los marginados de la historia, y su simpatía y buena voluntad hacia los sencillos hace que sienta contento, placer, satisfacción de revelárselo. Jesús alaba a Dios por esto. Y su alegría no consiste en que Dios haya elaborado una ley que defienda los derechos de los pobres en Israel, sino que el querer del Padre, su bondad, que se explicita en la salvación de los pequeños, es para el mismo Padre una complacencia, una satisfacción, una elección.

      Y no es para menos. Mateo alinea a Jesús en el espacio vital de los humildes, de los que pueden y están capacitados para sentir cómo late el

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