El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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      2) Providente

      Cuando Jesús viaja a Jerusalén, según la propuesta evangélica de Lucas, y presiente los sufrimientos que va a padecer, enseña a los discípulos, a sus amigos, que el camino de la cruz también tendrán que recorrerlo ellos. En estos momentos tensos, Jesús se remite a Dios, que, como Creador, es el dueño de la vida (cf Q/Lc 12,22-31; Mt 16,25-33). De aquí nace la confianza en Él y el coraje del anuncio del Reino. No se debe temer a quien arruina o destruye la vida en esta tierra, sino a Aquel que la puede aniquilar para siempre. «¿No se venden cinco gorriones por dos cuartos? Pues ni de uno de ellos se olvida Dios. Hasta los pelos de vuestra cabeza están contados todos. No tengáis miedo, que valéis más que muchos gorriones» (Q/12,6-7; Mt 10,29-31). Los gorriones y los pelos, de valor insignificante, y la vida humana, la mejor imagen divina en la tierra, están bajo la mirada de Dios. Todo lo existente es objeto de su preocupación y protección. Dios es providente.

      Junto al peligro de perder la vida está el de no poder mantenerla. Jesús se ampara en Dios para su defensa. La ocasión le viene cuando enseña que la existencia no puede asentarse en las riquezas, sobre todo si equivalen para el hombre a un apetito desordenado que le conduce a su perdición. Porque la codicia de las cosas encierra desligarse de Aquel que es el propietario de todo: «Por eso os digo que no andéis angustiados por la comida para conservar la vida o por el vestido para cubrir el cuerpo. La vida vale más que el sustento y el cuerpo más que el vestido» (Q/Lc 12,22-23; Mt 6,25; EvT 36). La alternativa que ofrece a la seguridad que dan los bienes es Dios, porque Él no exige las preocupaciones que proporcionan conseguir y mantener la riqueza, sino, al contrario, basta con abandonarse en sus manos y dejarse llevar por la conciencia de que su corazón está pendiente del sustento diario: «Observad a los cuervos: no siembran ni cosechan, no tienen silos ni despensas, y Dios los sustenta. Cuánto más valéis vosotros que las aves [...]. Observad cómo crecen los lirios, sin trabajar ni hilar; pero os digo que ni Salomón, con todo su fasto, se vistió como uno de ellos» (Q/Lc 12,24-27; Mt 6,26-29; cf EvT 36).

      3) Salvador

      Jesús da un paso más en su fe en el Dios de los Padres y cierra el arco de la vida humana. En efecto, si la vida procede y se mantiene por Dios (Creador y Providente), Dios tampoco abandona al hombre al poder de la muerte (Salvador). Jesús invoca al Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob (Mc 12,26), que es como se revela a Moisés como signo de salvación y fidelidad al pueblo y que va a demostrarlo con la liberación de Egipto. Jesús recoge esta actitud de Dios para con Israel y la aplica a la superación de la muerte, el mayor enemigo del hombre, en la controversia que sostiene con los saduceos, fieles al Pentateuco y, por tanto, enemigos de toda prolongación de la vida (cf Mc 12,19-23). Argumentan con la ley del levirato, por la que el hermano menor debe dar descendencia al mayor si falleciera sin tener hijos (cf Gén 38,8; Dt 25,5-10). Aunque las posiciones en tiempos de Jesús sobre las modalidades de la resurrección son diferentes, lo cierto es que esta se introduce en la fe judía para superar la crisis de la retribución del justo, que desaparece como el impío tras la muerte. La solución se encuentra no con la respuesta divina a los anhelos de inmortalidad inscritos en el corazón humano, sino remitiéndose al poder, soberanía y fidelidad de Dios a sus criaturas. El amor de Dios es más poderoso que la muerte. La maldad de la muerte conduce a separar al justo de Dios; rompe la comunión de Dios con su pueblo; impide que Dios sea el «Dios de Abrahán, Isaac y Jacob», ya que si los Padres no existieran después de morir no tendría sentido el Dios de la Alianza y la promesa, el Dios vivo y presente en el pueblo. Por consiguiente, termina Jesús: Dios «no es un Dios de muertos, sino de vivos» (Mc 12,27par).

      3.2. El Padre de Jesús

      1) Dador de bienes, y obediencia

      Dios Padre se preocupa de sus hijos y, por tanto, les da «cosas buenas». «¿Qué padre entre vosotros, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O, si le pide pescado, le dará en vez de pescado una serpiente? ¿O, si pide un huevo, le dará un escorpión? Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará el Espíritu Santo (cosas buenas [Mt]) a quienes lo pidan!» (Q/Lc 11,11-13; Mt 7,9-11).

      La solicitud de Dios Padre se compara con la de los padres de familia, cuya tendencia natural es la protección y cuidado de sus hijos. Jesús verifica en el orden de la creación cómo es la relación familiar, realidades buenas y generosas y que están inscritas en la naturaleza humana. El contraste que hace Jesús es claro y sencillo, pasando de lo absurdo a lo que es lógico en una relación paterna con los hijos. Así, alimentos básicos para el mantenimiento humano en Galilea como son el pan, el pescado y el huevo no se pueden cambiar por otra cosa semejante, pero nociva, como es la piedra, y dañina y cruel, como son la serpiente, parecida al pez, y el escorpión que, encogido, aparenta un huevo. Pues bien, si todo padre de la tierra, cuando distribuye la comida a sus hijos, les pasa estas cosas buenas, cuánto más el Padre de los cielos, que es plenamente bondad. Es el convencimiento de Jesús de que Dios es bueno: en la parábola del padre que acoge al hijo pródigo (cf Lc 15,11-32) y en la respuesta que da al rico (cf Mc 10,18).

      Lucas cambia las «cosas buenas» de Mateo por el «Espíritu Santo». La relación de amor que Dios inicia con Jesús en el momento de su concepción (cf Lc 1,35) y cuando comienza la predicación del Reino (cf Lc 3,22), por las que declara su Paternidad, el Evangelista la traslada a los discípulos de Jesús, cuya filiación les capacita para dirigirse a Dios como al buen Padre que, con dicha relación de amor, les dará todo lo necesario para vivir.

      Experimentar al Padre como dador de los bienes lleva consigo la ausencia de preocupaciones por las necesidades de cada día. No es lo que antes ha descartado Jesús para sus discípulos sobre las riquezas que tienen los demás, es decir, la codicia de acumular, cuando se es consciente de que la vida depende de Dios. Ahora Jesús se refiere a los bienes esenciales para vivir: comer, beber, vestir (cf Gén 28,20): «Todo eso son cosas que busca la gente del mundo. En cuanto a vosotros, vuestro Padre sabe lo que os hace falta» (Q/Lc 12,30; Mt 6,32). Por tanto, «no andéis buscando qué comer o qué beber; no estéis pendientes de ello» (Q/Lc 12,29; Mt 6,25). Esto lo conoce la gente pobre que se llena de afanes y fatigas para satisfacer lo indispensable para vivir. Es la condición de su existencia (cf Gén 3,17-19). Sin embargo, en una sociedad teocrática como la de entonces se aconseja: «Encomienda al Señor tus tareas, y te saldrán bien tus planes [...], dichoso el que confía en el Señor» (Prov 16,3.20). Se ha comprobado al hablar del Dios providente. Ahora se toma a Dios por Padre, y los discípulos, en cuanto hijos, saben que pasa a Él el desvelo por procurarse alimento y bebida. De hecho, por más que se impacienten por alcanzar cualquier objetivo, están incapacitados para adelantar o prolongar el tiempo: «¿Quién de vosotros puede, a fuerza de cavilar, prolongar un tanto la vida? Pues si no podéis lo mínimo, ¿por qué os preocupáis de lo demás?» (Q/Lc 12,25-26; Mt 6,27).

      La razón es que se cambia el objetivo y, con él, el afán que supone su búsqueda. No es mantener la vida y la preocupación para sobrevivir en la Galilea gobernada por Herodes Antipas. La tarea fundamental que ahora ocupa a los discípulos es colaborar con Jesús para proclamar el Reino. Y no sólo proclamarlo, sino, siguiéndole con la forma y el sentido que está imprimiendo a su anuncio, testimoniar su presencia en la historia con el mismo estilo de vida: «No temas, pequeño rebaño, que vuestro Padre ha decidido daros el reino» (Lc 12,32). Dios da por supuesto que ha creado la tierra con los bienes suficientes para vivir; y Dios sabe de su conservación, aunque los hombres duden de que haya bienes para todos y sospechen del cuidado divino ante las catástrofes. Jesús devuelve a sus discípulos al sentir de Dios: Él se responsabiliza del mantenimiento de sus servidores. Pues lo que está en juego en este momento es otra realidad mucho más importante para la existencia humana: mostrar el rostro bondadoso y misericordioso del Padre. Por consiguiente, ni preocupaciones ni miedos por la subsistencia. Es suficiente la confianza en el Padre, que, aunque sean pocos y formen un «pequeño rebaño» (Is 41,14; cf Sal 22,7), poseen el don más grande: el Reino (cf Q/Lc 22,29-30; Mt 19,28).

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