El credo apostólico. Francisco Martínez Fresneda

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El credo apostólico - Francisco Martínez Fresneda Frontera

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Y los hijos deben comportarse de esta manera con los enemigos, no sólo porque el Padre se conduce de esa forma con todo el mundo, sino porque han sido amados antes por Él, y gracias a este amor los hombres se convierten en sus hijos. Todo esto manifiesta la incondicionalidad del amor del Padre iniciado en la creación. La filiación divina propia de Israel (cf Dt 12,1-2), puesta en peligro tantas veces, la aplica Jesús a sus seguidores, que además deben practicar este amor universal para que sea posible la paz, la otra condición de la filiación divina: «Dichosos los que procuran la paz, porque se llamarán hijos de Dios» (Mt 5,9).

      Jesús crea la esperanza de romper el muro que levanta el odio entre los hombres, por el que se hace imposible e impracticable amar al que desea la destrucción del otro. Son los casos que se dan en muchas relaciones individuales o colectivas sin referencia a Dios. La actitud de cordero induce a que el odio del vecino lo convierta más en lobo. Mas, si el cordero se mantiene como tal porque Dios Padre lo ha hecho así, hijo de Él, entonces, en Él y por Él puede referirse al que odia como a un hermano, porque también es hijo en Dios y por Dios. Es la relación del discípulo de Jesús la que cambia, aunque no tenga reconocimiento y respuesta en el enemigo.

      2) La relación de amor

      La causa por la que Dios crea todo cuanto existe es el amor: «Amas a todos los seres y no aborreces nada de lo que has hecho; si hubieras odiado alguna cosa, no lo habrías creado» (Sab 11,24). El amor previo a la realidad que ha salido de Él abarca no sólo a la naturaleza creada, sino a todos los vivientes (cf Dt 10,18). Cuando el hombre se aleja del amor de Dios por una decisión de su libertad, Dios se ratifica en el cariño por su criatura y decide salvarla. Elige a un pueblo, Israel, con el que tiene una relación permanente de amor, y de amor misericordioso, cuando le traiciona (cf Os 2,21). La fidelidad de Dios a la Alianza que pacta con su pueblo mantiene vivo el cariño y la benevolencia que siente por él (cf Dt 7,9.12), porque «con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad» (Jer 31,3).

      El Padre elige a Israel para introducirse en la historia con una actitud salvadora, pero, además, se responsabiliza en salvarlo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su único Hijo, para que quien crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16; cf Rom 5,8). El amor divino salva a su criatura y le da el estatuto filial que expresa la voluntad última de su venida a la existencia, del porqué le ha creado: «Ved qué grande amor nos ha mostrado el Padre: que nos llamemos hijos de Dios y lo seamos» (1Jn 3,1). La comunidad formada por los hijos de Dios, guiada por su Hijo natural, Jesucristo, se mantiene en el amor gracias a la relación del Padre con el Hijo, que es una relación de amor, que llamamos el Espíritu. La relación de amor, el Espíritu, es el que se nos ha dado como un tesoro al que no podemos renunciar nunca: «Y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios se infunde en nuestros corazones por el don del Espíritu Santo» (Rom 5,5). El amor de Dios, el Espíritu, es acogido en la experiencia de la fe, la fe que hace posible que el creyente mantenga una relación contingente de amor con Dios, que es la imagen y semejanza de la relación eterna que mantienen el Padre y el Hijo.

      La relación que establece el amor de Dios con sus hijos, el Espíritu, es más fuerte que cualquier enemigo que pueda tener el hombre, incluso que la muerte: «Estoy persuadido de que ni muerte ni vida, ni ángeles ni potestades, ni presente ni futuro, ni poderes ni altura ni hondura, ni criatura alguna nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 8,38-39). Y es más fuerte el amor de Dios, porque no sólo se origina en Él, sino que Él mismo es el amor: «Quien no ama no ha conocido a Dios, ya que Dios es amor [...]. Dios es amor: quien conserva el amor permanece con Dios y Dios con él» (1Jn 4,8.16).

      3) El amor es universal

      El Dios de Israel tiene una proporción universal, aunque fuera más una expresión de las plegarias que una realidad histórica (cf Sal 22,29; 11,4). Lo cierto es que, en algunos ámbitos proféticos, la vocación de Israel es hacer valer a Dios como el Señor de todos: «El Señor será rey de todo el mundo. Aquel día el Señor será único y su nombre único» (Zac 14,9; cf Sal 98). La dimensión escatológica de la universalidad divina deja de ser un postulado cuando, por la paternidad atribuida al Señor y derivada de la elección de Israel, la filiación de los justos se abre a todo el pueblo en el ministerio de Jesús (cf Dt 32,6; Jer 3,4.19). Es el Padre lleno de misericordia y bondad que abarca a la creación. La revelación de esta condición de ser de Dios exige el amor al prójimo, al enemigo (cf Q/Lc 6,35; Mt 5,45), que va más allá de la regla de oro (cf Q/Lc 6,31; Mt 7,12) y simboliza la autopercepción filial de los cristianos (cf Rom 8,15-17).

      Las trayectorias del amor universal de Dios las ha señalado Jesús en su ministerio. El Reino incluye la presencia entre los pobres, que son a los que se les anuncia la Buena Nueva y a los que se les destina el Reino (cf Q/Lc 6,20; Mt 5,1-4.6); entre los pequeños o los sencillos y humildes (Q/Lc 10,21; Mt 11,25-26); entre los pecadores (cf Mc 2,6par). La proclama de Jesús, que se une a su convivencia cotidiana, rompe las férreas costumbres que separan y dividen a Israel. Todavía más. La apertura de la salvación a todos los pueblos, que constituye otra exigencia de la misión, es esencial para avalar la nueva condición y conducta de Dios. Que vengan de Oriente y Occidente a compartir la mesa del Reino de los cielos como la posible distancia crítica hacia el templo, induce a pensar que Jesús tiene en cuenta la misión entre los gentiles (cf Q/Lc 13,29; Mt 8,11-12), misión que también deben llevar a cabo sus discípulos.

      El paso de una paternidad dirigida a los justos a otra más abierta, que incluye a todo Israel y a toda la creación, es ayudada, sin duda, por otro gran paso que da Jesús: de la lejanía del Señor a la cercanía del Padre. Dirigirse a Dios como Padre en la plegaria trasluce una experiencia y convicción: la confianza que muestra Dios al hombre y viceversa, es una respuesta lógica al Padre solícito y bondadoso (cf Q/Lc 11,2-4; Mt 6,9-13), misericordioso (cf Lc 15), cuyo perdón alcanza a todos, porque todos necesitan de él (cf Lc 13,3.5).

      4. Todopoderoso

      4.1. Atributo de Dios

      Muchas veces hemos visto en las iglesias bizantinas y románicas la imagen de las personas del Padre y del Hijo que representa al «Pantocrátor», al «Todopoderoso», el Dios que tiene todo el poder para crear y salvar. La figura presenta al Padre o al Hijo con la mano derecha levantada, dando la bendición, y sosteniendo los evangelios con la mano izquierda. Hay figuras que sólo muestran el rostro; otras ofrecen al Padre con su Hijo sentado en sus rodillas. Las figuras del Pantocrátor están en los tímpanos de las portadas, esculpidas en piedra; o, en el interior, pintadas en las bóvedas de horno de los ábsides. Se enmarcan en un cerco oval llamado «mandorla», almendra.

      Ciertamente la Sagrada Escritura describe muchos atributos del Señor, atributos que se le asignan pensando en su identidad, o según la actuación salvadora que realiza en la historia. Dios es trascendente (cf Gén 32,30; Éx 33,20) y, a la vez, está presente en la historia y se muestra cercano al hombre (cf Gén 2,16-17; He 17,19), cercanía buscada por su amor misericordioso (cf Éx 34,6-7; Lc 6,35-36). También se le atribuyen cualidades como las que tenemos los hombres, pero se elevan a una dimensión infinita por la capacidad que entraña su ser divino. La Escritura afirma que Dios está en todas partes y puede observarlo todo, en contraposición al hombre limitado a un espacio concreto (cf Is 66,1; Mt 5,34-35); Dios lo sabe todo comparado con los hombres, cuyo conocimiento es limitado (cf Sab 1,7); o Dios lo puede todo (cf Éx 27,2; Mt 8,3) con relación al hombre que tantas veces sucumbe a las fuerzas poderosas que hay en la creación.

      Pero la omnipotencia se puede pensar como un predicado de la voluntad, más que como un atributo. Y se entronca en la voluntad porque refiere la potencia del amor que se da en Dios: 1º creador al principio de la existencia; 2º fiel y crucificado en la historia humana; 3º manifiesto al final de los días. En primer lugar, cuando se habla de la creación se piensa en las maravillas que ha hecho. Dios es un Padre que, como Creador, tiene el derecho de ser el Señor del cielo y de la tierra (cf Gén 1,1-31; Sal 33,6; Mt 11,25), de todo cuanto

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