El nuevo gobierno de los individuos. Danilo Martuccelli
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Esta controversia en curso sacude en profundidad los cimientos de las sociedades contemporáneas. Progresivamente se consolida un nuevo régimen de realidad que se estructura en torno a un nuevo imaginario de choque con la realidad que se construye a través de la noción de umbral. Se impone la imagen de una frontera, en verdad la idea de un umbral cuya superación induciría, incluso si este límite siempre es más o menos difícil de establecer, daños irreversibles y consecuencias impredecibles en las sociedades. A toda costa es necesario permanecer «por debajo» de estos umbrales (por ejemplo, evitar el aumento cada vez más probable de más de 2°C en la temperatura a fines del siglo XXI) a riesgo de exponer a las sociedades a consecuencias indeseables, dramáticas e irreversibles para la vida humana. Frente a este nuevo límite, y en su nombre, se forjan nuevos principios de acción, todos más o menos relacionados con lo incierto: el principio de responsabilidad, el principio de precaución, la cultura del riesgo, el catastrofismo ilustrado (Jonas, 2009; Beck, 1998; Dupuy, 2002; Diamond, 2005). Para algunos, el peligro es tal que la implementación de inevitables y necesarias medidas para evitar exceder los umbrales ecológicos permitidos justificaría incluso el recurso a muy preocupantes gobiernos despóticos, bajo la consideración de que serían los únicos capaces de hacer cumplir los límites ecológicos.
Este nuevo imaginario del límite es un desafío fundamental para la modernidad. Desde la revolución industrial, más allá de las desigualdades sociales o de los conflictos, la promesa del crecimiento económico ininterrumpido en un mundo infinito ha sido la base y la garantía de las sociedades abiertas. La transformación histórica en curso obliga, por primera vez, a pensar el futuro de las sociedades abiertas en un mundo finito.
Si este régimen de realidad ecológico llegara a establecer su hegemonía en lugar del régimen económico, entraríamos en un nuevo horizonte colectivo de la incertidumbre. Hasta la fecha, todas las sociedades han externalizado el límite y tras él la fuente última de lo imposible del lado de los dioses, los reyes o el dinero. En apariencia, en la sociedad actual se da un proceso similar con la naturaleza. Pero la analogía es engañosa: si el límite se deposita en un factor externo a la sociedad (en la naturaleza), la nueva imagen del choque con la realidad –el umbral– se basa en un tipo particular de conocimiento que, por científico que se presente, se basa en escenarios más o menos probables (aunque mal no sea por el hecho de que el principal factor de incertidumbre sea la propia acción humana –cuándo y cómo se corregirán sus efectos ecológicos deletéreos). El desafío es mayúsculo. Se trata nada menos que de diseñar un nuevo límite imaginario, un nuevo imposible, sobre la base de un conocimiento sujeto a discusión y abierto al juego estratégico de diversos actores sociales.
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La evocación rápida, sin duda demasiado rápida, de los regímenes de realidad que acabamos de llevar a cabo no tiene otra función que llamar la atención sobre un problema fundamental en el gobierno de los individuos, casi podría decirse relativo al autogobierno de la humanidad. Independientemente de las maneras por las cuales en cada sociedad se organizaron las desigualdades sociales y la gestión del poder, cada una de ellas tuvo y tiene que enfrentar, como colectivo, la problemática de la ilimitación humana.
Si los límites de la realidad han revelado ser una de las más durables defensas contra la desmesura humana, se trata al mismo tiempo de una preocupante certeza histórica. El principio de realidad es siempre un límite indispensable para separar lo real y lo ficticio, pero su traducción estratégica en términos de lo posible y de lo imposible se revela infinitamente más compleja a medida que queda claro que se trata más de un miedo imaginario y de una idea reguladora que de una verdadera experiencia directa del mundo. Todos los límites societales de la realidad se revelan, tras examen, mucho más elásticos e inciertos de lo esperado.
Esto plantea un desafío particular y casi inédito en el mundo contemporáneo. A diferencia de lo que han propuesto al unísono los tres grandes maestros de la sospecha –Marx, Freud y Nietzsche–, las acciones en la vida social no se enfrentan a un orden de realidad intangible que regula de inmediato y sin desmayo nuestros desvaríos e ilusiones. Las acciones se despliegan por el contrario dentro de una vida social marcada por las constantes maleabilidades resistentes del entorno. En medio de una experiencia en donde se articulan permanentemente coerciones reales y límites imaginarios. Para abrir los horizontes de la acción es preciso liberarse, no desde luego de la realidad (¿qué es lo que esto podría significar?), sino de su traducción subproblematizada en forma de un principio (representación) intangible de la realidad.
Si este problema ha sido común a todas las sociedades, ha tomado características específicas en la modernidad. Frente a la contingencia de los colectivos humanos, frente a la representación de un universo desprovisto de toda necesidad fundamental, la realidad ejerce una fascinación innegable en las sociedades actuales. Se trata del último gran mito de la modernidad. Cuanto más se generaliza la representación de una historia o de un mundo carente de significado más se impone el recurso a la realidad como el gran tribunal supremo gracias al cual las sociedades contemporáneas creen posible instituir lo imposible.
Si la apelación a la realidad es tan convincente y seductora, es porque, más allá de la cuestión de la verdad, hace posible contrarrestar, en nombre de los hechos y gracias a ellos, la turbación de sociedades sujetas con una fuerza inusitada a los estragos de la ilimitación humana. Presas en medio del vértigo de un mundo social en el que siempre es posible actuar de otra manera, las sociedades han tratado de establecer constantemente, sobre bases históricas diferentes, límites imaginarios infranqueables y siempre más o menos infructuosos en los hechos22.
El gobierno de los individuos, como lo veremos en detalle en los capítulos que siguen, no solo abre por eso a cuestiones de autoridad, dominación, poder; de conflicto o estrategias; a composiciones históricamente distintas entre los controles, las creencias y las jerarquías. Él también reposa, en lo que tal vez sea su vértice fundamental, en una inquietud histórica indesmayable: la necesidad de instituir en torno a la realidad un imposible capaz de regular la desmesura y la ilimitación humana. Va en ello de la gran tragedia de la historia humana y del gobierno de los individuos: la imposible institución de lo imposible.
19 En este capítulo nos limitaremos a una presentación sinóptica de esta problemática. Para un desarrollo exhaustivo de esta hipótesis y sus necesarios matices e interpenetraciones históricas, así como para los indispensables soportes bibliográficos, cfr. Martuccelli (2014a).
20 O sea, tratándose en lo que sigue de ideales-tipos, cada régimen de realidad convivió y se compenetró con los otros, algo particularmente visible a nivel de la religión y la política, o la política y la economía, u hoy entre la economía y la ecología. Pero ello no impide observar que, en cada momento histórico, y desde un punto de vista societal, un tipo de régimen tiende a ejercer una función hegemónica a la hora de definir los límites de la realidad.
21 Para un conjunto de muchos otros análisis críticos, cf. Martuccelli (2014a).
22 A la pregunta por saber cómo es posible que la humanidad haya podido vivir durante tanto tiempo bajo la égida de lo que hoy nos parece un mero error y una fabulación (es decir, creyendo y sobre todo