El nuevo gobierno de los individuos. Danilo Martuccelli

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El nuevo gobierno de los individuos - Danilo Martuccelli

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y en qué condiciones ocurrirá. El retorno de realidad en lo que concierne a los cracks bursátiles (uno de los grandes cimientos imaginarios de la economía-como-realidad) descansa sobre un claroscuro de arenas movedizas. Una creencia más que un conocimiento.

      En la prensa económica, como en la opinión pública, la existencia de burbujas financieras es inseparable de la convicción de que la burbuja va, tarde o temprano, a estallar. «Inevitablemente» se añade por lo general, sin que sea empero posible determinar ni cuándo ni cómo. En verdad, la elasticidad de estos fenómenos, tanto más que tienden a convertirse en crónicos o por lo menos cíclicos, es enorme. Esto no invalida ni que ciertas burbujas especulativas estallen (como ocurrió a comienzos del año 2000 con los valores informáticos, o con la crisis de los subprimes en el 2007-2008) ni que sea posible explicar por qué otras burbujas, por el contrario, no estallan nunca o se «desinflan» progresivamente y sin «estallido» (Krugman, 2009). Pero, así las cosas, el límite imaginario de la realidad no es sino una coerción práctica con formas y temporalidades múltiples de ejercicio. Como cualquier otro choque con la realidad, los retornos de realidad económicos (pero podríamos evocar procesos análogos tratándose de la inflación, la escasez, el sobreendeudamiento, etc.), dependen de un contexto y de un trabajo de elaboración cultural que están lejos de tener el carácter implacable que, con demasiada frecuencia, se le suele atribuir incluso en una cierta tradición crítica.

      Como ayer lo hizo la teología o la filosofía política, la fortaleza del discurso económico es que, decretando ex ante el límite de la realidad, se revela particularmente hábil para explicar ex post la necesidad (y la variación) de los fenómenos producidos. El crack bursátil del 2007-08 es un excelente ejemplo de lo anterior. El colapso fue narrado a través de una concatenación de causas que puede resumirse fácilmente. La crisis se originó por una confluencia de factores; entre ellos: un estancamiento (o al menos una moderación severa) del poder adquisitivo desde la década de 1970; la invención de nuevos mecanismos financieros que hicieron posible, más allá de toda prudencia, el endeudamiento masivo de las familias; un aumento constante, estimulado por la publicidad, y por las crecientes expectativas de consumo asociadas con la tercera revolución industrial de nuevos productos; la elección de una política que tendió a generalizar el acceso a la propiedad mediante mecanismos de crédito juzgados extravagantes (préstamos de alto riesgo, oportunidad de comprar viviendas casi sin capital inicial, tasas de interés casi inexistentes a corto plazo). Retrospectivamente, todo el mundo está de acuerdo. Este «sistema», particularmente en su componente inmobiliario, era una «locura» colectiva. La palabra no es correcta. Mientras que muchos actores creyeron en la durabilidad del modelo –incluyendo las personas más poderosas que creyeron en él, ganancias y pérdidas como prueba–, otros, por el contrario, no dudaron en denunciar los riesgos que se derivaban de una situación de este tipo y el destino inevitable de la crisis (Krugman 2009; Jorion, 2009; Stiglitz, 2010).

      Inevitable. Esta es la palabra clave. Es esta confianza en la existencia de un choque imperioso con la realidad, el más seguro –y complejo– principio de regulación de la agencia humana desde el ámbito económico en las sociedades contemporáneas. Ahora bien, ¿cuánto vale una predicción que, en medio de voces de alarma, requiere varios lustros antes de producirse y que se produce bajo modalidades significativamente impredecibles? Desde la burbuja de los tulipanes en Holanda en 1637, hasta la última crisis de los subprimes, cuando se produce la «explosión», pero sólo entonces, todo el mundo afirma, retrospectivamente, que «todo el mundo lo sabía». Que era «obvio» que «eso» no podía durar. Salvo que duró mucho tiempo, que habría podido durar un tiempo más, y que los resultados de la «explosión» no sólo no son uniformes en la historia, sino que incluso muchas «burbujas» no «explotan» sino que se «desinflan», así como no todas las deudas son «corregidas» de la misma forma y con las mismas consecuencias (Reinhart y Rogoff, 2009). El choque con la realidad es más una creencia construida en torno a un supuesto límite imaginario del mundo que el resultado necesario e implacable de coerciones.

      ¿Quiere esto decir que la realidad no existe? Obviamente que no. Pero los choques con la realidad y la sanción de las coerciones son tan elásticos en el campo económico como lo fueron en el régimen religioso o político. Las burbujas «explotan», ciertamente, la mayoría de ellas, pero no todas, y sobre todo no se traducen en un colapso duradero de la economía. Los coeficientes de endeudamiento que puede soportar una economía son muy elásticos a la luz de la historia, y podríamos continuar. Por supuesto, esto no debe llevar a negar la fuerza de las coerciones –la realidad es siempre lo que resiste–, pero todo esto está muy lejos de trazar auténticos y verdaderos límites insuperables a la acción.

      La creencia en el imaginario económico sigue siendo decisiva en el mundo contemporáneo. Es en base a él que las sociedades deciden y definen lo que creen colectivamente posible e imposible. Sin embargo, la economía, aunque siga siendo el gran garante del límite de la realidad en las sociedades actuales, está hoy en día, y cada vez más, cuestionada en esta función dirimente por la ecología.

      4. El régimen ecológico de realidad

      A pesar del indudable vigor contemporáneo de la economía-como-realidad, es posible formular la hipótesis de que asistimos al traspaso progresivo de esta función hacia la ecología y la invención de un nuevo imaginario del límite bajo la forma de catástrofes irreversibles que se producirían una vez superados ciertos umbrales definidos en términos de recursos energéticos, biodiversidad o clima.

      Como en los casos precedentes, el mero reconocimiento del carácter imaginario de muchos límites económicos a la hora de trazar la frontera entre lo posible y lo imposible, no constituirá una prueba suficiente para socavar la creencia en la existencia de límites inevitables e infranqueables en el mundo, como lo demuestra, a su modesto nivel, la permanencia de las creencias económicas después de la crisis del 2007-2008 (Lebaron, 2010; Orléan, 2011). La transición, si la transición se produce a nivel de nuestros imaginarios colectivos, solo se concretizará si se consolida un nuevo régimen de realidad capaz de transformar las innegables coerciones ecológicas del entorno (calentamiento global, agotamiento de materias primas, aumento del nivel de los océanos, desertificación, etc.) en auténticos límites imaginarios. Es exactamente a lo que asistimos en el mundo de hoy a través de la construcción de un conjunto de umbrales ecológicos intransitables para la humanidad.

      Una vez más, no se trata en absoluto de cuestionar lo bien fundado de la gravedad de los desafíos ecológicos, ampliamente documentados por una ingente producción científica. Pero las coerciones ecológicas en tanto que régimen de realidad, no más que las restricciones económicas (o políticas o religiosas), no imponen un destino. Ellas abren a un conflicto de estrategias.

      Desde hace poco más de cincuenta años hemos sido testigos de la construcción de una nueva evidencia sensible y de un nuevo Gran temor. El entorno natural que la modernidad pensó como inagotable en sus recursos, se revela infinitamente más complejo a medida que se reconoce el agotamiento progresivo de ciertas materias primas no renovables, la reducción de la biodiversidad, la importancia de los fenómenos de contaminación, las consecuencias impredecibles del cambio climático o de la falta de agua.

      Para dar cuenta de esta situación, y regular y gobernar sobre esta base las conductas sociales y su desmesura, se ha forjado una nueva representación cultural que subraya de manera distinta a como se hizo en un pasado aún reciente una profunda y generalizada interdependencia entre la sociedad y la naturaleza. Si durante mucho tiempo una cierta narrativa de la modernidad disoció los fenómenos sociales de los fenómenos naturales, el pensamiento ecológico impone la idea de una fuerte e irreductible imbricación entre estos dos universos. Para asegurar su futuro, las sociedades humanas deben incorporar la realidad de la Naturaleza y sus límites. El reconocimiento de la necesaria interdependencia entre la sociedad y la naturaleza lleva incluso a una crítica radical de los presupuestos de la mecánica económica que se revelaría incapaz

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