El nuevo gobierno de los individuos. Danilo Martuccelli
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Frente a la conminación generalizada de tener que decidir libremente y ser responsabilizados ulteriormente por lo que se presenta indefectiblemente como la mera consecuencia de decisiones pasadas, muchos individuos son invadidos por el deseo de no tener que decidir. O sea, intentan escapar, liberarse, de esta coacción a la libertad como elección. Se expande así un cansancio frente al cúmulo de microdecisiones. Como Giddens (1991) lo entendió muy bien, frente a la presión constante a la decisión que los procesos de responsabilización acentúan, las rutinas aparecen como un importante mecanismo de defensa individual. De ahí también el placer de descargarse del fardo de la elección tanto en dispositivos técnicos como sobre otras personas que decidan en el lugar de uno.
Notemos aquí también la continuidad de esta actitud con el pasado y su diferencia. A pesar de ciertas similitudes, no estamos más ni en el universo de la servidumbre voluntaria ni en el del miedo a la libertad (La Boétie, 1993; Fromm, 2005). Es menos el temor y más el cansancio lo que es subyacente a esta resistencia a las microdecisiones. Se pasa del miedo a la libertad a la simple fatiga de la libertad (de tener que elegir). Un sentimiento agudizado tanto por la aceleración de los ritmos de vida como por los procesos de movilización generalizada de los individuos en todos los ámbitos sociales (Rosa, 2010; Martuccelli, 2017a). No se trata de un tema menor: desde los años 1970, la problemática del cansancio del actor ha estado muy presente tanto en la prensa feminista (a propósito de la carga mental) como en literatura sobre las organizaciones (Alter, 2000). El gobierno de los individuos no se ejerce, así, necesariamente imponiendo creencias o restaurando jerarquías; se ejercita cansando a los actores y controlándolos vía su constante responsabilización.
Esta fatiga de la libertad (la conminación permanente a tener que decidir) alimenta en muchos ámbitos formas aparentes de conformismo funcional. No se trata empero ni de confianza en el jefe, ni de confianza en el sistema experto sino de un mero conformismo por cansancio libidinal: el deseo de no tener que complicarse frente a cada decisión, de no tener que discutir, debatir, reflexionar, luchar, hacer estrategias constantemente, lo que se traduce en la aceptación más o menos resignada de la trama funcional del mundo o de una organización.
La metástasis de la decisión conminativa se revela, así, ambivalente. Si, por un lado, en la medida en que generaliza el recurso a prescripciones sujetas a evaluación individual, ella profundiza a su manera la crisis de la autoridad y las jerarquías, por el otro, frente a la fatiga de la libertad que esto induce alimenta un anhelo renovado de autoridad y de jerarquía (en verdad de conformismo, en el sentido del traspaso de la elección a manos de otro agente).
La situación actual está marcada por una tensión entre estos dos modelos de prescripción normativa. Si la generalización de prescripciones sujetas a evaluación individual tendió a extenderse en las últimas décadas, en los últimos lustros, con importantes diferencias entre países, se asiste a un retorno de las prescripciones normativas obligatorias. En verdad, por el momento, a lo que se asiste es a un reinicio de hostilidades entre estas dos posiciones. Es esto lo que subyace, por ejemplo, a la oposición entre los que creen que la sociedad, vía el Estado, debe imponer y dar prescripciones normativas fuertes a nivel de la familia, el matrimonio, el aborto, la gestación o el fin de vida (o sea dictar y promover explícitamente una gramática de vida por sobre todas las otras, en nombre muchas veces de la naturaleza, la tradición o un dogma religioso) y los que, por el contrario, piensan que, dada la crisis de las jerarquías, se debe en todos estos aspectos otorgar a cada individuo la más grande libertad de elección posible15.
3. Influencias horizontales
El prestigio asociado a las posiciones jerárquicas y a las formas de intimidación social que proyectaban son desbordadas y a veces incluso remplazadas por la cuestión de la visibilidad. El tema es más importante de lo que parece. Aun si no se aceptan todas las conclusiones que Hannah Arendt (1994) extrajo para el mundo moderno, su análisis tuvo el mérito de subrayar hasta qué punto uno de los grandes objetivos de la polis griega fue justamente dar a conocer las grandes acciones humanas. El cambio con lo que sucede en la esfera pública actual es sideral, no solo con respecto al mundo griego antiguo sino incluso con la sociedad de hace apenas unas décadas. En nuestro universo mediático, las celebridades, la gente visible (y las maneras de hacerse visible) se disocian con frecuencia de toda cuestión de prestigio estatutario o moral, y de toda impronta de autoridad. Aún más, hasta se expande el sentimiento que para volverse visible hay que contravenir, a veces abiertamente, lo que las viejas reglas morales o éticas prescribían. O sea, una forma de integridad, más o menos adusta, buenos modales, actitudes en las que incluso a través de componentes elitistas y clasistas se imponía la necesidad del recato y la prohibición, por cuenta del buen gusto, de hacerse publicidad a sí mismo. En un universo social en donde la gloria ha cedido el paso a la fama, y ésta a la mera celebridad-visibilidad pública, el imperativo es alcanzar la visibilidad incluso independientemente de todo valor moral o realización16.
La celebridad y la visibilidad pueden transformarse a veces en capital económico (Heinich, 2012), pero no transmiten por lo general ni prestigio estatutario ni autoridad alguna. A su manera, incluso por vías un tanto indirectas, la celebridad corroe a la autoridad jerárquica: se puede ser célebre (muy visible) y no poseer ningún prestigio. Por supuesto, la visibilidad a veces sigue vinculada a la autoridad (como la notoriedad de un científico, etc.), pero ello no es el caso más frecuente. Los mecanismos de la visibilidad se han autonomizado parcialmente de los del mérito. La inflexión es tal que lo esencial ya no es más el hecho de que, como lo dijo Andy Warhol, todo el mundo tenga cinco minutos de gloria en su vida, sino que los que tienen toda una vida de visibilidad puedan no tener gloria alguna17.
Esta disociación es particularmente visible a nivel de los influencers. Este fenómeno tiene consecuencias importantes, y en algunos casos devastadoras, en lo que concierne al ejercicio de la autoridad y las jerarquías. La razón es evidente: la impronta de los influencers va mucho más allá del mero triunfo de los juicios de tipo cuantitativo, la aparición, por ejemplo, de evaluaciones de obras de arte y de la industria cultural a partir del número de entradas o de ventas, o el principio de ranking de las páginas web en Google únicamente basados en la contabilidad de los números de clics, etc. (Karpik, 2007). Los influencers son un cuestionamiento cualitativo de las jerarquías. En este punto existe una diferencia incluso entre los youtubers influyentes y las celebridades. En este último caso, la influencia se basa en el renombre, él mismo dependiente de la visibilidad; en el primer caso, al menos en su inicio y a veces como fuente durable de legitimidad, la influencia se basa muchas veces en la similitud identitaria con la persona que emite el juicio («es como uno»: adolescente, auténtico, y, esto es esencial, no experto). O sea, en profunda inflexión con el pasado, la influencia que se elige no está basada en las formas habituales de la autoridad (saber, tradición).
Cualquiera que sea la durabilidad de este fenómeno, los nuevos creadores de tendencia (visibles en los millones de clics que tienen ciertos youtubers, en los videos que se vuelven virales, etc.) influyen desde bases que no son más de tipo jerárquicas; se trata de una forma explícita (y problemática) de influencia horizontalizada, a veces de índole identitaria18. El otro influye porque es «como uno», porque comparte preocupaciones y gustos. Se trata, en parte, de una variante de los fórums híbridos a los que ya nos hemos referido. El individuo elige ser influido por alguien, de manera más o menos episódica, en función de una valorización de los saberes no expertos de su experiencia. La influencia que se elige está –o puede estar– disociada de todo principio jerárquico. La distancia con el régimen de la autoridad y el consentimiento conciliado, como modelo de gobierno de los individuos, pero también con la coacción del consentimiento, es patente.
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