El nuevo gobierno de los individuos. Danilo Martuccelli
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу El nuevo gobierno de los individuos - Danilo Martuccelli страница 15
Por último, existe una figura aún más extrema, aquellos que rechazan abiertamente las verdades científicas en nombre de posiciones dogmáticas, muchas veces de índole religiosa (creacionismo, el diseño inteligente, ciertas interpretaciones de la hipótesis Gaia, lecturas literales de los libros sagrados contra los resultados de teoría de la evolución, etc.). En este caso, la autoridad de la verdad-ciencia deja simplemente de funcionar.
En los hechos, estas posiciones se mezclan a veces entre sí, pero en todos los casos, lo que ha cambiado sustancialmente es el apego inmediato y conciliado con lo que enuncia la autoridad de la ciencia. Ciertamente, la ciencia sigue siendo, en cuanto amparada por el Estado, la principal vía hegemónica para enunciar la verdad en el mundo de hoy. Pero su autoridad de ahora en más es y puede ser cuestionada. En el marco de la modernidad, esto es radicalmente nuevo a nivel del gobierno de los individuos.
Un bemol antes de concluir este apartado. La metamorfosis de la influencia pareciera no concernir plenamente el ámbito religioso, en donde se observa incluso un regreso de la autoridad. En realidad, el panorama es más variado y menos unívoco. Si en las tres grandes religiones del libro (cristianos, musulmanes, judíos) se observan, en efecto, marcadas tendencias integristas y fundamentalistas con fuertes radicalizaciones político-ideológicas, en lo que concierne a la autoridad de los dogmas y la sumisión voluntaria (y conciliada) a ellos, la situación general de los creyentes no es tan homogénea. No solamente las experiencias son muy diversas entre los creyentes, muchos de ellos desarrollando vínculos más subjetivos y menos dogmáticos con las autoridades religiosas (Hervieu-Léger; 1999; Roy, 2004), sino que incluso los más ortodoxos de entre ellos están obligados a practicar su fe en medio de un mundo social atravesado por la incredulidad y la diversidad irreductible de las creencias (Taylor, 2011). Por ello, aunque real, la importancia de la renovación de estas formas efectivas de la autoridad, en el sentido fuerte del término, no debe llevar a sobredimensionar el fenómeno.
Notemos, por último, un punto particularmente bien analizado en la historia de las revoluciones. A saber, los regímenes se desmoronan cuando los ciudadanos pierden fe en sus instituciones y en los genios invisibles de la polis (Ferrero, 1988), cuando lo que hasta hace muy poco tiempo parecía intangible se derrumba y cuando se advierte, tras un más o menos largo trabajo de zapa, que el Rey está desnudo. En este sentido, el orden social reposa en efecto en grandes creencias fundacionales. Pero aquí también la transición es visible: sin que tenga que cuestionarse lo anterior, la novedad proviene de la capacidad creciente de los regímenes de sostenerse desde los controles. Eso que Talleyrand le dijo a Napoleón –que se puede hacer todo con las bayonetas, salvo sentarse sobre ellas– empieza a no ser más necesariamente un juicio cierto.
III. La convulsión de las jerarquías
El tercer gran cambio es producto de un conjunto muy disímil de procesos de cuestionamiento de la jerarquía, cuyos más lejanos orígenes se encuentran en la abolición de los privilegios en la estela de la Revolución francesa y más tarde en las críticas que el modernismo cultural dirigió hacia la burguesía, sus hipocresías y su convencionalismo, en nombre de la autenticidad. En la modernidad, progresivamente todas las jerarquías han sido objeto de profundas y, a veces, demoledoras críticas.
Aquí también los cuestionamientos de largo alcance de las jerarquías (pensemos en aquellos que se enunciaron desde el anarquismo, el socialismo o ciertas luchas sindicales) tomaron un cariz mucho más pronunciado desde los años 1960 con los nuevos movimientos sociales: mayo del 68, las luchas generacionales y el feminismo, más tarde los combates por la diversidad sexual, luchas que aceleraron los procesos de postradicionalización y el cuestionamiento del valor de la autoridad-tradición (Giddens, 1994b), un fenómeno al cual se le añade (suele descuidárselo, y sin embargo se trata de un fenómeno paralelo) el cuestionamiento de las líneas jerárquicas y a veces la desaparición de los mandos medios en muchas empresas. En todos los casos, los estatus jerárquicos han perdido aura y evidencia.
1. La crisis de los carismas
Pocas o casi ninguna jerarquía se impone como una evidencia al amparo de lo que a veces se presenta como el aura o el carisma de su detentor. Esto es manifiesto tanto a nivel de las relaciones entre grupos etarios como en las relaciones de género, pero también a nivel profesional o político. A pesar del abuso terminológico del término, existen pocos líderes carismáticos, en el sentido más o menos preciso que Weber (1983) dio al término y que no ha cejado desde entonces de ser desfigurado: o sea individuos a los que se les reconoce una facultad excepcional en función de la cual un actor consiente ser guiado. El carácter transicional de la autoridad carismática (bien subrayada por Weber) pero también su carácter excepcional, en el sentido de poco frecuente, deben ser constantemente recordados por una razón muy simple: no es posible generalizar el carisma como una forma de gobierno de los individuos.
Cierto, la entronización del carisma de los líderes es muy activa en la literatura managerial, pero esta producción explícitamente ideológica debe ser leída como una manifestación más de la tendencia tan visible en el mundo del trabajo a querer generalizar y volver ordinaria la excelencia (Aubert y Gaulejac, 1991; Ehrenberg, 1991). Ahora bien, esta producción ideológica acarrea costos subjetivos intensos y se revela rápidamente como imposible. Este proceso participa incluso en la acentuación del miedo a los subordinados entre los mandos medios en el mundo laboral (Araujo, 2016), pero también en las desestabilizaciones personales que, por falta de carisma, viven por ejemplo tantos docentes a la hora de ejercer la autoridad en las aulas. El anhelo por legitimar la autoridad de las jerarquías sobre la base del carisma lleva siempre a un impase.
La tensión entre la producción ideológica y la realidad social es muchas veces mayúscula: el supuesto aura y carisma de muchos jefes desaparecen apenas dejan el puesto que les transmitía su prestigio y su atracción. Bien vistas las cosas, se asiste menos a una rutinización del carisma de ciertos jefes en las organizaciones (lo que existe, pero es poco frecuente) que a un ensayo de carismatización ideológica de las funciones jerárquicas. O sea, es la posición funcional que se ocupa, y cada vez menos los rasgos o talentos de la persona per se, lo que está en la base del gobierno de los otros.
Existen individuos con notables talentos en muchas organizaciones, partidos, asociaciones. Sin embargo, la mayor parte de los jefes carecen de estos atributos (y, en todo caso, son precisamente sus deficiencias lo que masivamente denuncian los subordinados). Aquí se vislumbran los límites de la operación propiamente ideológica que consiste en generalizar los atributos de excelencia de las jefaturas. Si se lo hace, en contra de tanta evidencia fáctica, es justamente porque una vez convulsionadas las bases tradicionales y verticales de la autoridad, el «carisma» aparece como una vía ideológica para sostener las jefaturas.
En este sentido, la concomitancia observada a fines del siglo XIX y a comienzos del siglo XX entre el auge de los jefes por un lado y el universo administrativo y burocrático de las organizaciones (en la escuela, el ejército, las fábricas o los partidos políticos) por el otro (Cohen, 2013), se transforma en profundidad. El creciente recurso generalizado a los controles fácticos impersonales del que ya hemos hablado debilita, e incluso tiende a volver superfluas en algunos casos, las formas personalizadas de gobierno de las conductas. En las organizaciones productivas, el gobierno de los individuos descansa menos en los carismas de las jefaturas que en los controles fácticos o en la capacidad de sanción o recompensa que se detenta porque se ocupa una posición de jefatura dentro de la organización. La jerarquía impersonal y funcional de la trama organizacional prima sobre las competencias personalizadas de liderazgo de los jefes. Se asiste así, tendencialmente, por un lado, a una crisis estructural de los jefes (en tanto que poseedores de aura y carisma),