El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

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El santo olvidado - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada Parábola

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que no nos favorecen.

      Al ver que doña Juana estaba cerca, Aldonza, que había tenido dos niñas muy seguidas y todavía le duraba el disgusto, le dijo:

      —Señora, no me sorprendería que en un próximo embarazo tuvierais un tercer varón, ya que vivimos en un mundo al revés. Los campesinos necesitamos mozos para que nos ayuden en el campo, pero parimos hijas, menos capaces para trabajos pesados y con exigencia de dotes para su matrimonio.

      Unos años después de la profecía, doña Juana se encontraba en las últimas semanas de embarazo y padecía un insomnio acompañado por sueños extraños que relató a su marido para que aventurara una explicación.

      —Hay muchas noches que, en mis sueños, veo que el feto en mi seno es un perro que lleva una antorcha en la boca con la que inflama el universo. Otros días, es un niño que tiene posado un enjambre de abejas en su boca. No me ha pasado en los otros embarazos tener estas pesadillas y tengo miedo. ¿Qué creéis que intentan comunicarme? –preguntó.

      —No lo sé, pero no tenéis motivo para preocuparos, porque una antorcha que da luz es siempre un signo positivo, lo mismo que las abejas. Si ponen miel en su boca es que será un niño dulce o tendrá un carácter apacible. ¿Qué más queréis pedir? –le respondió su marido.

      —Resulta curioso que todas las historias de grandes hombres vengan acompañadas de relatos de su infancia con hechos extraordinarios –les dije a mis interlocutoras.

      —Tienes razón, Isabel, pues hay una tendencia a considerar que la excepcionalidad de sus vidas se manifestó desde el principio –contestó mi abuela Margarita–, y además era una época histórica muy milagrera.

      Nació el nuevo niño en 10743 y, como anunció Aldonza, fue un varón, al que pusieron por nombre Domingo, pues su madre era muy devota de Domingo Manso, el santo de Silos. Incluso llegó a pensar que había tenido una aparición suya en la que le pedía que llamara con su nombre al recién nacido. Con pocas semanas le bautizaron en la parroquia de San Sebastián bajo una estatua de la Virgen, actuando de padrinos doña Mayor de Aza, hermana de Juana, y un sobrino de don Félix, que vivía en Osma. En el momento en que se derramaba el agua sobre la cabeza del neófito muchos de los presentes vieron una luz, con forma de estrella, que se posaba sobre el recién nacido.

      Hubo interpretaciones varias del acontecimiento; unos decían que la señal suponía que el niño quedaba tocado por Dios, otros que estaba destinado a hacer grandes obras; pero también había algunos escépticos que pensaban, sin atreverse a manifestar su opinión, que estas cosas solo pasaban con los hijos de los nobles y que había mucha dosis de coba en la mirada de los visionarios.

      LA EDUCACIÓN DE LOS HIJOS DE LOS SEÑORES FEUDALES

      Domingo creció junto a sus hermanos, y su vida no fue muy distinta de la de los otros niños de Caleruega, ya que el pueblo era pequeño y no había escuela. ¿Para qué querían sus habitantes saber leer y escribir en latín? Tampoco el párroco, bastante ignorante, estaba en condiciones de preparar a los tres hijos de los señores, con lo que su educación consistió en el aprendizaje del credo, de las oraciones más comunes, algunos salmos y graduarse en la vida, al lado de los otros niños del pueblo. Doña Juana, que era muy devota, les narraba la vida de los santos y los llevaba en peregrinación a ermitas y conventos cercanos, porque quería que sus hijos dedicaran su vida a la Iglesia.

      Si querían jugar con los otros niños debían ayudarles antes a cuidar a sus hermanos más pequeños, trabajar en los huertos familiares, reparar las frágiles viviendas, siempre necesitadas de atención, o apacentar ganado en las laderas del monte de San Jorge, porque sus padres necesitaban la mano de obra de los más pequeños. Jugaban a la guerra contra los musulmanes con espadas de madera, y sorteaban los bandos, pues nadie quería combatir por los herejes. Un día, subidos a la galería de madera que circulaba el torreón donde jugaban a avistar moros, Fernán, un chicarrón fuerte y pecoso que conocía las leyendas de los santos del pueblo, les dijo a los Guzmanes:

      —Vosotros seréis caballeros, como san Jorge o san Sebastián.

      Pero quedó muy sorprendido cuando Antonio, el primogénito, que conocía las intenciones de sus progenitores, le contestó negando sus palabras:

      —No es cierto lo que decís, porque nuestros padres han decidido que no nos dediquemos a las armas, sino que seamos clérigos, como algunos tíos de nuestra madre.

      Y es que Juana siempre había querido que sus hijos se ordenaran sacerdotes. Sabía que la decisión no sería suya, sino de su marido, por lo que un día decidió manifestarle sus ilusiones y conocer sus intenciones.

      —No sé lo que tenéis pensado para nuestros hijos, pero Antonio ya tiene seis años y habrá que reflexionar sobre su educación futura. Vuestra familia ha dado grandes caballeros a Castilla, pero la Iglesia está muy necesitada de sacerdotes cultos y santos. A mí me gustaría que se dedicaran a Dios.

      —Yo también lo he meditado y la verdad es que estoy un poco desilusionado de los caballeros que veo en mi entorno. Algunos se venden al mejor postor, ya sea al rey de Navarra o al de Aragón, incluso los hay que ponen sus armas a favor de algún reyezuelo musulmán, como Fernán de Burgos, que se ha ido con sus tropas a Murcia. Al fin y al cabo, no hay mayor rey que Jesucristo ni mayor causa que la suya, con lo que estoy de acuerdo con vuestros deseos –dijo don Félix–. Pero no hay que descartar una nueva posibilidad intermedia, porque un tal Raimundo, que era abad de Fitero, acaba de fundar la orden de Calatrava para defender la ciudad, recientemente conquistada a los musulmanes, y está teniendo mucha afluencia de monjes soldados.

      No sabía don Félix, en aquel momento, que su hijo Antonio se haría caballero calatravo y serviría en un hospital de la orden como sacerdote.

      —Creo –continuó diciendo– que en Silos tienen una escuela de oblatos para preparar a los jóvenes. Preguntad la próxima vez que vayáis al monasterio, pues, una vez preparados, nuestros hijos decidirán si prefieren servir a Dios en el claustro o combatiendo contra herejes en una orden de caballería.

      No pasó mucho tiempo sin que doña Juana decidiera acudir al santuario, porque le apremiaba tomar una decisión. Dada su proximidad a Caleruega, eran frecuentes sus visitas y conversaciones con el abad Pascasio, que era un pariente lejano. Con su marido no podía contar, pues, como consejero del rey, pasaba la mayor parte de su tiempo en la corte o en la guerra, que era peor. Esta vez quiso que la acompañaran sus hijos para ponerlos a los pies de santo Domingo y pedir que les cobijara en su hábito. La verdad es que el santo, nombrado abad del monasterio a mediados del siglo XI para fortalecer la espiritualidad de los castellanos, muy mermada tras las incursiones árabes, lo había reconstruido y convertido en un centro floreciente de peregrinación y de piedad.

      La primavera era el momento de emprender el camino. Aunque no se distanciaban más de tres leguas las dos villas, viajando con niños todo era más lento y había más cosas que organizar. Mandó que prepararan una carreta, las provisiones necesarias y un par de escuderos, para ahuyentar a posibles malhechores.

      —En la carreta iremos los niños, Teresa y yo misma. La llevará Ramiro, el mulero, y a caballo nos acompañarán Alvar y Sancho. Saldremos temprano para volver antes que caiga la noche –comunicó al encargado, que llevaba la hacienda en ausencia de su esposo.

      Los niños estaban nerviosos y felices con la novedad y no pararon de hablar hasta que llegaron al pequeño valle de Tabladillo, donde se encontraba el monasterio, que impresionaba por su gran hechura y por la ferviente actividad que se veía en su entorno. Carretas y jumentos

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