El santo olvidado. Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada

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El santo olvidado - Isabel Gómez-Acebo Duque de Estrada Parábola

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en Silos y con una huerta con muchas fanegas de sembradura, dos molinos, dos corrales, unas eras y tierras para pasto, además de once iglesias y tres villas, entre el río Duero y el Esgueva.

      También conocía doña Juana al abad Guidón, que le dio unos consejos que serían determinantes.

      —¿Por qué no traéis a este pueblo a vuestros hijos? Estarán en familia, pues vuestro hermano don Gonzalo, un hombre culto y santo, podrá ir poniendo las primeras piedras de su educación. Es un gran latinista, como párroco de la villa les puede utilizar como monaguillos y en las grandes fiestas pueden venir al monasterio a cantar con los monjes y familiarizarse con nuestra vida.

      La idea no era mala, porque permitía la educación de los hijos sin perder el contacto con ellos.

      Tomada la decisión, fueron desfilando los hermanos a Gumiel para que fuera su tío el responsable de su educación. Esperaron a que Antonio partiera a Silos con sus doce años recién cumplidos para que Domingo se sumara a Mamés, pues el sacerdote no se consideraba capaz de educar a los tres hermanos a la vez. Era un hombre que había renunciado a los cuantiosos bienes de su familia para vivir con una gran frugalidad que inculcaba a sus sobrinos. Su vivienda, una casa de piedra adosada a la iglesia de Santa María, constaba de dos pisos y tenía una gran huerta con un pozo en el centro. Los hermanos Guzmán compartían una habitación con una pequeña ventana desde la que solo se veía el cielo, pero pasaban la mayor parte del tiempo en una pieza de la planta baja que se había habilitado para el estudio. Allí se juntaban con los hijos menores de doña Mayor, que también estaban destinados a ser clérigos.

      Todos tenían unas tabletas de pizarra en las que aprendían los números, el abecedario y las declinaciones latinas. Su primera enseñanza eran los salmos, que se aprendían de memoria y podían cantar en un coro, que don Gonzalo había fundado, antes de aprender a escribirlos. Fue un aprendizaje duro, pues el sacerdote no admitía el menor fallo o distracción, de forma que los castigos eran el pan nuestro de cada día.

      —No sales de este cuarto hasta que memorices los diez primeros salmos del salterio –les decía cuando era la hora de salir al huerto y jugar con los primos.

      —Pero si... –intentaban decir los niños.

      —No hay peros que valgan, las cosas se hacen bien y en caso contrario se intentan las veces que sean necesarias hasta conseguir la perfección.

      Al que contestaba, desobedecía o no se mostraba diligente, se le castigaba a base de latigazos, una disciplina típica de los monjes a la que se tenían que ir acostumbrando. Otra de sus obsesiones era que sus alumnos dirigieran la mirada al Nuevo Testamento para que imitaran la vida sencilla de Cristo y sus apóstoles, un ejemplo que él mismo seguía. Las únicas salidas eran a la iglesia, en la que actuaban de monaguillos y cantores, o a la abadía de San Pedro, donde participaban de las liturgias conventuales. El mejor estudiante resultó ser Domingo, un niño serio que se encontraba a gusto entre letras y declinaciones latinas, con gran satisfacción de don Gonzalo y envidia de sus compañeros, que le consideraban el favorito de su tío.

      —Hagas lo que hagas, siempre encuentra alguna excusa para tus actos, mientras que a cualquiera de nosotros, por cosas de menor cuantía, nos castiga –le decía su hermano Mamés.

      —Lo siento, pero no está en mi mano cambiar su actitud –contestaba Domingo avergonzado.

      —Desde muy pequeño –nos dijo mi abuela–, y a lo largo de toda su vida, Domingo se caracterizó por ser una persona inteligente, trabajadora y humilde, unas cualidades que enseguida le convirtieron en líder.

      Con motivo de alguna fiesta especial y en vacaciones podían volver a Caleruega, donde eran mimados por su madre y Teresa. En una de esas visitas coincidieron con don Félix, que quiso festejar a unos compañeros con el vino mejor, que guardaba en una tina especial que había prohibido tocar. Domingo notó revuelo en la casa porque su madre no había obedecido a su marido y había utilizado el vino para unos caballeros que llegaron débiles y enfermos de una batalla contra los musulmanes.

      —Teresa, dile a uno de los mozos que saque vino de la barrica –le dijo doña María a la cocinera.

      —Pero señora, ¿qué va a sacar, si se vació el otro día? –contestó la mujer perpleja.

      —Lo intentaremos, ya que a lo mejor queda algo.

      Subieron el tonel de la bodega con facilidad, pues no pesaba mucho, y al abrir la espita salió vino... vino y vino, cuando todos juraban que había quedado vacía. Don Félix pudo agasajar a sus amigos, doña María no sufrió por haber desobedecido a su señor marido y la estupefacción por lo ocurrido llenó a los presentes. Ella aprovechó para decir a sus hijos:

      —Cuando la gente es generosa, Dios multiplica sus bienes, que es lo que pasó en la multiplicación de los panes y los peces. Recordadlo siempre.

      Pero no quedaron muy convencidos, pues el diario vivir les demostraba que Dios no actuaba así con la frecuencia que afirmaba su madre.

      La suerte de Domingo cambió un día en el que don Félix acompañaba al rey que estaba con su corte en Carrión. Su presencia era en calidad de consejero, obtenida por su capacidad como buen guerrero, que le hizo gozar de la estima del monarca y olvidar su condición de noble de escasa fortuna. La reina doña Leonor había tardado varios años en quedarse encinta, con la fatalidad de que el ansiado heredero, Sancho de Castilla, había muerto a los tres meses de su nacimiento, un final que también corrió una niña, Sancha, que nació poco después. Ahora se anunciaba inminente un tercer parto y los gentilhombres, obispos de la zona, consejeros y amigos del monarca le acompañaban en la tensa espera. En habitaciones contiguas también se congregaban los regidores, bailíos y alcaides de las villas vecinas, con el interés de comunicarle al rey sus necesidades y deseos. Bebían, charlaban sobre un temido brote de guerra por parte de los musulmanes, discutían sobre la calidad de unas armaduras y comentaban la situación de las próximas cosechas y el montante de diezmos y tasas.

      El rey se paseaba inquieto por la sala y el obispo de Palencia, don Arderico, que ostentaba el título de conde de Pernia, entonaba oraciones pidiendo por la reina y el recién nacido, que, si Dios quisiera, sería un varón. El prelado, además de orar, quería obtener beneficios del monarca para la floreciente escuela catedralicia que había creado y le pareció que la mejor manera de abordar el tema era preguntar por los hijos de los nobles allí presentes, entre los que se encontraba don Félix, que también fue cuestionado.

      —Y vos, señor de Caleruega, ¿qué destino buscáis para vuestros hijos? Tengo entendido que tenéis tres varones.

      —El mayor ya está como oblato en el monasterio de Silos, aunque duda si incorporarse a la orden de Calatrava, y el segundo ha hecho lo mismo en el monasterio de la Vid. Me queda el tercero, que, según mi cuñado don Gonzalo de Aza, que está al cuidado de su educación, es el más inteligente –dijo con orgullo don Félix–. Ya tiene edad, pero duda el camino a seguir y nos ha pedido que le dejemos unos meses antes de escoger. Mientras lo piensa no está perdiendo el tiempo, pues lee los libros de la biblioteca de los monjes de San Pedro de Gumiel.

      El rey, que parecía distraído, intervino en la conversación porque, aunque apreciaba más las artes de la guerra que las del estudio, estaba muy orgulloso de su contribución a la escuela palentina.

      —No lo dudéis, si el chico es inteligente y le gusta el estudio, debéis mandarle a Palencia. En estos momentos hay pocos centros en los reinos cristianos que estén a su altura, tiene buenos maestros y hace de puente entre las corrientes de pensamiento europeas y las que nos llegan del mundo árabe. Dicen que la biblioteca de Córdoba tiene más

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