Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov
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—Solo paramos cinco minutos, no se vaya lejos, camarada. Aquí ni chapurrean ruso, cada uno habla a su manera…
—Gracias —dijo Pozhamchi, y saltó al andén con ligereza impropia de su edad. Después marchó trotando hacia el edificio de la estación.
En una mesita de un bufé pequeño y limpio había tres personas. Lanzaron una mirada fugaz al recién llegado y continuaron sorbiendo en silencio la cerveza de sus jarras de barro.
—Gentil hombre —se dirigió Pozhamchi al camarero del bufé—, ¿a quién se puede contratar aquí para ir a Revel?
—El tren va para allá —respondió este en perfecto ruso— , ¿para qué quiere caballos?
Pozhamchi dejó escapar una risa obsequiosa:
—Para ir en trineo. Bueno, póngame un vasito, y algo de pescado.
—¿Cuál?
—Ese de ahí, el rojo. ¡A los rojos les sienta mal el pescado rojo! —volvió a reírse mientras sacaba la cartera del bolsillo interior del abrigo.
—No debería beber —oyó una voz tras de sí y sintió una mano en su hombro.
Enseguida se sintió ligerísimo, las piernas le flojearon, volviéndose al momento glaciales y húmedas. Se giró. Los tres que habían estado a la mesa junto a la ventana ahora estaban a su espalda: dos le palparon rápidamente los bolsillos —no fuera a llevar un arma— mientras el tercero, por lo visto el principal, mantenía una mano en su hombro, como antes.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Pozhamchi, sin reconocer su propia voz.
—No debe beber o el embajador notará el olor a vodka; el camarada Litvínov tiene un olfato extraordinario, y puede tener después disgustos en el Narkom de Economía, con Nikolái Nikoláich, con el camarada Krestinski…
—Entonces… ¿son de los nuestros?
—Sí —respondió el mayor y lo empujó hacia la salida—. ¿Los de la embajada lo esperan en la próxima estación?
—¿Por?
—No me maree con preguntitas —dijo el mayor llevándolo del brazo— y responda.
—En la próxima… Pero ustedes… aquí están, antes incluso —balbuceaba Pozhamchi—, y gracias a Dios, pues estoy lleno de miedo, por eso decidí permitirme… para darme ánimos.
—Eso está bien. Ahora pasaremos con usted al compartimento, porque viaja solo, ¿no?
—Exacto.
—Eso está bien —repitió el mayor ayudando a Pozhamchi a subir al vagón.
«¡Ay, señor —le pasó por la cabeza impetuosa y fríamente—, y le he soltado al literato que no quiero volver! Ay, señor, ¿de veras estoy perdido? En Revel me iré corriendo a la policía, gritaré que me están atacando…».
Los tres condujeron a Pozhamchi hasta el compartimento —Nikándrov no estaba en el pasillo—, cerraron la puerta y se sentaron en los asientos de felpa; el único que no se sentó fue el jefe, se inclinó un poco sobre el asustado hombre con abrigo de castor y maletín amarillo bien sujeto en la mano derecha.
—¿Cuánto lleva ahora en diamantes?
—Según el curso del dólar… Aunque me van a disculpar, no me han enseñado los mandatos siquiera…
El jefe se volvió a sus compañeros:
—Vlas Ígorevich, presente su mandato.
Vlas Ígorevich se sacó del bolsillo una Browning de morro ancho y apuntó con ella a Pozhamchi.
—Este es el primer mandato —dijo con calma el jefe—, pero es demasiado ruidoso, por eso hemos traído un segundo, ¿no es verdad, Valentín Fránzevich?
Valentín Fránzevich sacó la mano del bolsillo de su casaca corta de cuero guarnecida con añino gris. En ella tenía un cuchillo y Pozhamchi enseguida percibió lo agudo que era, el cuchillo en cuestión, y frío, aunque solo llegó a ver un instante el trozo de acero color blanco quirúrgico: Valentín Fránzevich lo escondió enseguida, mientras lanzaba miradas burlonas al inspector del DEA.
—Pero, entonces… ¿son maleantes?
—¿Acaso tengo pinta de maleante? —preguntó el jefe—. Hubo años en que ni siquiera se atrevía a llamarme por mi nombre y patronímico, sino como mucho «su excelencia».
—¡Dios mío! ¿De veras es usted, Víktor Vitálievich? —Gracias a Dios que me ha reconocido —sonrió este—. ¿Tan mayor me hace el bigote? ¿O son las gafas? Entonces, ¿cuánto hay en dólares?
—Unos dos millones.
—¿Y usted quería largarse con esa riqueza que pertenece a la república de los obreros y de los campesinos? ¡Ay, ay, Nikolái Makárych, qué vergüenza! El pueblo pasa hambre y usted…
—¡Por Dios, Víktor Vitálievich! Estoy dispuesto a darle la mitad, pero no…
—No voy a hacerlo —se sonrió Víktor Vitálievich—, no voy a matarlo. ¿Le apetece fumar?
—Lo he dejado.
—¿Por el corazón?
—Sí, bueno, no puedo quejarme. El tabaco es un poco caro.
—¿Incluso para usted?
—Grano a grano hincha la gallina… —Nikolái Makárych hizo un esfuerzo por bromear e incluso se rio un poco, mientras miraba de reojo a los dos sentados junto a la puerta, pero Víktor Vitálievich lo interrumpió:
—De acuerdo, se acabó el recordar, tenemos el tiempo justo. No fuma, ya fumo yo solo. En la siguiente estación subirán dos de la embajada para vigilar las piedras; nos ha supuesto mucho trabajo ganarles la delantera, así que, hale, seamos breves y serios. Dígame, entre esas piedras que lleva en el maletín, ¿hay algo que pertenezca a mi familia?
—Un collar de esmeraldas y gemas sueltas, su tía los empeñó por treinta y dos mil en oro, en la primavera del diecisiete, antes de la revuelta.
Pozhamchi alargó el brazo hacia el maletín, pero Víktor Vitálievich volvió a colocar la mano en su hombro:
—No hace falta, Nikolái Makárych. No voy a llevarme las piedras, siempre me han parecido odiosas y, ahora, más todavía. Tengo algo que pedirle: entrégueselas al camarada Litvínov de la forma más intacta posible, ¿está claro?
—No comprendo, su excelencia…
—¡Y dale con el excelencia! ¿Cuándo vamos a superar el excelencia? A ver, no soy ni excelencia ni conde, soy simplemente Vorontsov. Un emigrado. Un enemigo del pueblo trabajador. Sin patria y sin linaje. Y es algo muy malo, Nikolái Makárych. Que un Vorontsov esté en la tierra sin familia, sin linaje. Para ustedes los comerciantes es sencillo: para ustedes la patria está allí donde se puede realizar la compra-venta, pero