Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov

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Diamantes para la dictadura del proletariado - Yulián Semiónov Hoja de Lata

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su dura mirada en el sobrecejo de su interlocutor y preguntó:

      —¿Hay algo que quiera hacer? ¿Alguna petición?

      —No, no hay peticiones, camarada Litvínov, qué dice…

      —En ese caso, permítame que lo felicite por el trabajo tan noble que ha realizado trayéndonos las alhajas. Permítame que le haga entrega de un premio… —y Litvínov le dio a Pozhamchi un sobre con dos papelitos verdes de cien dólares cada uno.

      —Muy agradecido —dijo Pozhamchi, y no dejó que su cara mostrara que lo había comprendido a la primera: Litvínov lo tenía sólidamente atrapado con su mirada especial. Por lo visto, esa sonrisa maliciosa y desdeñosa dejaba al descubierto justo lo que Litvínov intentaba ocultar tan a conciencia, y hoy y cinco años completos, desde el momento en que triunfó la revolución. ¿Cómo no iba a sonreír con desdén cuando en su cartera había ocho mil dólares y, en el maletín que iba a dar a ese bandido de ojos fríos, casi dos millones?

      «De todo hay en la viña del Señor —pensó Pozhamchi— . ¿Qué necesidad tenía yo de fiar a la tía de Vorontsov a cuenta de las esmeraldas? Todos estamos listos a la hora de ver la ganancia cercana, pero eso de mirar hacia delante, allá donde todo está negro y lleno de espinas, bien que nos esforzamos en no pensarlo, somos como los topos».

      —¿Qué ingresos tenía usted antes de la revolución? —preguntó Litvínov.

      —¿Mis ingresos? Lo he borrado de mi memoria. ¿En los ingresos está la felicidad?

      —Eso es cierto. ¿Y dónde está? ¿La felicidad?

      —Quién sabe… —respondió Pozhamchi—. Cada felicidad es diferente, no las hay iguales.

      —También es cierto —convino el embajador y se levantó.

      Pozhamchi le tendió el maletín:

      —Ahí está… Todo… ¿Los recoge usted o alguno de sus ayudantes?

      —¿Y qué hay que recoger? —Litvínov se encogió de hombros—. Usted ha podido desaparecer con la maletita. En la primera parada en Estonia.

      Pozhamchi se quedó helado otra vez y, con una risita obsequiosa, levantó con recelo la mirada. El embajador lo miraba sin pestañear y su cara parecía decir: «Vamos, desembucha, desahógate, habla…».

      —¿Por qué? —preguntó Pozhamchi sin que viniera a cuento—. No sé por qué iba a marcharme, ni siquiera se me ha pasado por la cabeza…

      Descerró el maletín y, comprendiendo que estaba haciendo justo lo que no debería hacer, esparció en la mesa los saquitos de gamuza que contenían las piedras y los collares. Los retenía con el característico gesto de todos los joyeros. Un movimiento insinuante y tímido, pero fuerte al mismo tiempo, como el movimiento de un padre cuando acuna a su hijo.

      Las piedrecitas verdes, blanquiazules, rojo ahumado, estaban sobre la mesa y al momento esta —qué extraño, se dijo Litvínov— se convirtió en otra, pesada, y ya no era en absoluto clara, sino oscura, se empapaba de los enigmáticos destellos de las piedras. De cuando en cuando estas parecían absorber los apagados rayos del sol y entonces disparaban fríamente una luz facetada, tornasolada y estelar, pero esta luz se alargaba solo por un instante, pues después el sol se disolvía en el silencio de la piedra; y aunque seguía siendo la de antes, aun así, la mesa se había convertido en otra: con una cualidad misteriosa, oculta al entendimiento humano; se había empapado de luz para siempre, sólida y ávidamente.

      —¿Le gustan las piedras? —oyó Pozhamchi la voz del embajador.

      Sintió esa voz tirando a sorda desde algún lugar lejano, y le resultó desagradable oírla, porque era árida y corriente, mientras que Pozhamchi hablaba en susurros siempre que examinaba piedras, como si estuviera en el templo de una deidad.

      —¿Cómo no van a gustarme? —respondió—. En cada piedra hay una historia.

      —Esta, por ejemplo —preguntó Litvínov rozando con un dedo una perla grande gris celeste—. Si no tiene color, es sosa…

      —Las perlas mueren si no sienten un cuerpo cerca. Está tan marchita porque ha permanecido cinco años en un depósito. Las perlas pertenecen a ese tipo único de piedras preciosas que saben lo que es estar enamorado. Fíjese. —Pozhamchi se colocó la pieza debajo de la lengua y se quedó quieto. Pasó así como un minuto y después sacó la perla de la mejilla—. ¿Lo ve? Ha empezado a coger un tono rosa. Puede salvarse. Morirá dentro de unos diez años si la guardan en un sótano sofocante en lugar de llevarla en la mano. Y estos diamantes son del depósito de Filaret, un diamante puede sanar el corazón. Si, por ejemplo, lleva en la corbata un alfiler de diamantes, nunca le dolerá el corazón… Estas esmeraldas de Sajonia las sostuvieron las manos de Federico el Grande, del sueco Carlos, de Pedro I… Y después pasaron a manos de personas de mi profesión, seguramente por eso se han conservado. Es que somos gente callada, como todos los enamorados…

      Vorontsov tenía alquilada una pequeña buhardilla en las afueras de Revel. La casa era de madera; olía a mar y a mina al mismo tiempo. El dueño, Hans Saaks, había navegado en América en los «mercantes» y desde aquella lejana época estaba «enfermo» de mar: junto a su casa descansaban cables llenos de brea y cabos de Manila, que habían absorbido los aromas misteriosos y lejanos de los veleros del siglo pasado; la casa se caldeaba con esquisto, como en toda Estonia, por eso Vorontsov, mientras ayudaba a Nikándrov a desvestirse y se quitaba él mismo su abrigo pequeño y ligero, dijo:

      —Ponte cómodo, Leniushka, te cedo mi yacija; yo me apañaré en el suelo, como en el frente.

      —No quiero causarte molestias, Víktor, me iré a un hotel, allí podré convocar conferencias de prensa, reunirme con los editores.

      Vorontsov lanzó una mirada algo extraña a Nikándrov y algo parecido a una sonrisa cambió su cara, que se volvió triste y bella, de una belleza de las que calan.

      —De acuerdo, veamos —dijo—, ¿cuánto dinero tienes?

      —No tengo… Bueno, algo suelto, unos veinte dólares… Sin embargo, me he traído el manuscrito de mi nueva novela.

      Vorontsov sacó de un armarito vodka, un par de huevos duros y un queso poroso, amarillo fuerte.

      —¿Sobre qué es la novela?

      —Sobre los decembristas.

      La cara de Vorontsov se congeló y preguntó en voz baja:

      —¿Y para qué quieren aquí a los decembristas?

      —¡Ya estamos con el escepticismo ruso!

      —Vale, vale… —repitió Vorontsov y sirvió el vodka.

      —Tiene aristas —reparó Nikándrov—, como los de tu montero en Sosnovka.

      —Yelizárushka —dijo Vorontsov, y su rostro se volvió cálido, se estremeció—, ¿cómo estará ahora el viejo? Me quería y era leal, con entusiasta lealtad, esa que solo encuentras en los monteros rusos. —Cortó dos lonchas gruesas de queso y añadió—: Y en las mujeres.

      —Y si te engañan, las mujeres o los monteros, también lo hacen a la rusa: con crueldad,

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