Diamantes para la dictadura del proletariado. Yulián Semiónov
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—Eso es imposible, Lenia. Ahora cuentan de todo sobre los hombres, solo porque sí, por aburrimiento…
Nikándrov había visto a Yelizárushka cuando vivía en la aldea vecina —barbudo, entrecano, vestido con harapos—, ¡quién habría reconocido entonces al brillante escritor petersburgués! Había visto a Yelizárushka arrancándose del pecho escuálido, de clavículas salientes y angulosas, la ropa y gritando: «¡Esos parásitos nos han chupado la sangre! ¡Ya está bien!».
—Quizá tengas razón —respondió Nikándrov, que no quería causar dolor a su compañero y por primera vez en todo ese tiempo se fijó bien en la habitación de Vorontsov. Vio unas manchas grandes esparcidas por el techo; el papel en las paredes, antiguo y desencolado; el suelo mal teñido; una de las patas de la mesa estaba calzada con un periódico doblado varias veces.
—Hale, por el encuentro, Lenia.
Bebieron en silencio.
—Señor, qué envidia te tengo, todavía hoy estabas en Rusia…
—No la tengas, Víktor. Tú estás aquí, en tu cas… —Nikándrov se paró en seco, Vorontsov lo ayudó:
—En una caseta, no te compadezcas, Lenia, en una caseta. Vivo como un perro. Aunque mis perros vivían en casa, debajo de la biblioteca, ¿te acuerdas? Una vez, en Pascuas, te colaste allí con el lebrel… ¿Cómo se llamaba? Lizaveta, creo. Sí, seguro, era Jerry y la rebautizamos… En una caseta de perro, Lenia… Cuando te azuzan, un vasito viene bien.
—Ten paciencia, venderemos la novela y daremos el salto a París, aquello está lleno de los nuestros.
—En Berlín hay más.
Se tomaron otro vaso. Vorontsov se levantó —era de piernas largas, bien plantado— y con paso suave, como todo miembro de la caballería, se fue a la puerta.
—Ahora vengo. Voy a avisar al dueño de que regresaremos al alba. Ahora tengo un dueño. Vivo en casa de otros, Lenia.
Nikándrov sintió una inmensa pena por ese hombre de ojos grises que ya empezaba a perder pelo, que en Rusia había poseído fincas y haciendas célebres por su hospitalidad, por sus amplios rasgos democráticos —a la manera inglesa—, su magnífica colección de pinturas, sus bibliotecas y, lo más importante, por su espíritu único de bienquerencia e interesada respetuosidad, algo ajeno tanto a los ricos alcanzados como a los nobles empobrecidos, quienes de todas las formas posibles acentuaban su origen precisamente noble, pero en modo alguno aristocrático.
«La verdad, tiene un comportamiento admirable —pensó Nikándrov—. Habiendo perdido todo lo posible, se ha conservado a sí mismo, su dignidad. Por eso saldrá vencedor. Te destruyes cuando empiezas a hacer tratos contigo mismo. Por eso te observa vigilante el zar-fortuna, mientras forma sus enigmáticas combinaciones de ensamblaje del bien y el mal, de la falta de voluntad y la contundencia, de la fidelidad y la traición. Te tropiezas —contigo mismo, a solas con tu auténtico “yo”, das paso al mal aunque sea una pizquita— y estás perdido. Y esos tratos ya pueden traerte después gloria, reconocimiento y riquezas por un tiempo, da igual, estás sentenciado por la implacable lógica de su majestad fortuna, bajo cuyo dominio estamos todos, pero a quien no nos ha sido dado comprender. Es como Dios. Hay que temerla piadosa, espiritualmente; solo un miedo así puede domar al diablo que hay en el hombre».
Una vez abajo, con el dueño, Vorontsov preguntó:
—Hans Gustávovich, ¿me permite utilizar el teléfono?
—Sí, claro, pero que no sea mucho tiempo…
Vorontsov llamó a la redacción del periódico Vaba Sõna y pidió que se pusiera al aparato el señor Jürla.
—Buenas tardes, Karl Ennovich, al habla Vorontsov.
—Buenas tardes, conde.
—El escritor Nikándrov ha venido de Moscú a verlo.
—¿A mí? —se sorprendió el reportero principal de la sección de artes y crónicas—. Yo no lo he invitado. Me parece que habrá venido a verlos a ustedes, no a mí…
—No, no le merece la pena relacionarse con nosotros. Se mantiene al margen de la política, es uno de los escritores con mayor talento de Rusia. Me gustaría pedirle que viniera hoy al Corona de Oro, Nikándrov le contará lo que está ocurriendo en Rusia.
—Creo que, a grandes rasgos, podemos sospechar qué es lo que está ocurriendo en Rusia.
—Pero obtendrá las noticias más frescas de mano de un escritor que se ha visto forzado a abandonar la patria.
—Comprendo, comprendo… ¿Me darán de beber?
—Habrá vodka.
—¿Ve en qué burdo materialista me he convertido desde que en su país vencieron los materialistas? —Jürla se echó a reír—. No se me retrasen.
—Lo esperamos sobre las diez.
Vorontsov dejó el auricular en su sitio, sus dedos fuertes se restregaron los pómulos y alargó varias veces los labios en una mueca de risa violenta, insonora.
Llamar a las redacciones de los dos periódicos rusos — Últimas Noticias y El Popular— era arriesgado. En Últimas Noticias sentían inclinación por la plataforma de los cadetes, mientras que El Popular era el órgano de los socialistas revolucionarios. Estos periódicos no tenían peso alguno, y Vorontsov quería atraer sobre Nikándrov la atención no tanto de la emigración infeliz, sin dinero y sumida en intrigas, como de la intelectualidad local. Por eso no llamó ni a Liajnitski, el editor del Últimas Noticias, ni a Vladímir Baránov, el principal crítico de El Popular. Al editor Vajt simplemente no podía llamarlo: el eserista lo odiaba.
«Siempre nos pasa lo mismo —pensó mientras pasaba las hojas de su agenda—. Cuando los extranjeros demuestran interés, entonces también los nuestros empiezan a dar vueltas alrededor. Y si llevo ahora a Nikándrov a que se relacione con los nuestros, empezarán a arrugar la nariz: unos porque no ha sido suficiente de izquierdas, y otros porque no tiene excesiva fama de ser de derechas… Nada, que los locales armen ruido, entonces también lo harán los nuestros… sin necesidad de pedírselo».
—¿Jan? Hola, buenas —dijo Vorontsov cuando hubo llamado al siguiente número—. Tengo algo que pedirle. Coja a alguno de sus compañeros poetas y vengan hacia las diez al Corona de Oro, Nikándrov ha venido de Moscú.
—¿Y ese quién es?
—Su colega escritor. Es un cerebro y un muchacho encantador. He invitado a Jürla, va a dar la noticia: una conferencia de prensa que conducirán los poetas, sensacional por sí sola.
Vorontsov se volvió hacia Saaks, volvió a restregarse las mejillas frías y bien afeitadas y dijo:
—Hans Gustávovich, quería pedirle algo. ¿Haría el favor de prestarme cinco mil marcos?
—No puedo, amigo mío. No puedo de ninguna manera.
—Siempre he sido formal… Cinco mil, son solo quince mil dólares…
—Su