La patria en sombras. Elizabeth Subercaseaux

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La patria en sombras - Elizabeth Subercaseaux

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no le vinieran con cuentos—, él lo ayudó. Claro que lo ayudó. Habían sido amigos, y mal que mal Carlos fue su superior. “Y tú vas a confiar en Prats”, le había dicho su mujer con esa cara de desconfianza, porque ella no confiaba en nadie. Pero él sí, él había confiado en Carlos. Juntos acordaron que se radicaría en Buenos Aires, después seguiría a Europa, pero no le haría olitas. Esa fue la condición que él le puso. Nada de olitas. Y era justamente lo que Carlos estaba haciendo. Le habían llegado rumores de que estaba escribiendo unas memorias en las que contaba una serie de cosas que no debían salir a la luz y una sarta de mentiras que lo involucraban directamente a él. Él le había ordenado al coronel que se hiciera de esas memorias antes de que vieran la luz pública, no iba a permitir que apareciera un libro que introdujera dudas acerca de la legitimidad del pronunciamiento o que esparciera mentiras sobre la forma como se habían organizado antes de tomarse el poder.

      —¡Qué hay del coronel! —gritó hacia la puerta entreabierta de su despacho.

      El sargento que hacía guardia se asomó.

      —Viene saliendo del ascensor, mi general.

      —¡Que se apure!

      El coronel entró raudo al despacho y se cuadró frente al superior. Su rostro era moreno y cuadrado. De baja estatura, más bien rollizo, la anchura del cuello hacía que pareciera una prolongación de la cabeza. La guerrera apretada le sacaba rollos de carne debajo de la barbilla.

      —¿Y? —dijo el general sin levantarse del asiento—. ¿Qué pasa con las memorias?

      —Nada todavía, mi general. Estamos viendo la manera de acercarnos a esos escritos, buscando —dijo el coronel.

      —¿Buscando? ¡No me venga con vaguedades! Mire, coronel, esto debió haberse solucionado hace mucho rato. Yo no quiero que empiecen a circular las memorias de un general que me llama traidor y cuenta una sarta de mentiras.

      El cuello mofletudo del coronel se puso duro.

      —Lo sé, mi general, tengo a los mejores hombres trabajando en este tema. No es fácil. La familia miente. Dicen que no saben nada de esas memorias y nosotros sabemos que el general Prats las está terminando y ya tiene la editorial que las va a publicar.

      El general lanzó un suspiro y lo apuntó con el dedo.

      —Esas memorias no pueden ver la luz pública, ¿entendido?

      —Entendido, mi general —dijo el otro y se quedó pensando un rato—. Oiga, mi general, ¿y si fuera posible neutralizarlo? —preguntó mirando de soslayo.

      —Qué me quiere decir.

      —Impedir que termine de escribir esas memorias. Tal vez fuera bueno sacarlo de la escena de manera que podamos echar mano de lo que ya ha escrito. Con todo respeto, mi general, creo que neutralizar al general Prats nos ayudaría, y no solamente con respecto a las memorias, las memorias son el menor de los problemas.

      —A ver, explíquese, coronel.

      —Si va a tener al general Prats fuera del alcance y viviendo en el extranjero puede convertirse en un enemigo muy peligroso, muy desestabilizador.

      El general alzó la cabeza. No dejaba de tener razón el coronel. Tener de espina a su antecesor no era bueno para nadie, ni para él, ni para el país, y mucho menos para el futuro de la Junta.

      —¿Habría manera de hacerlo?

      El coronel esbozó una leve sonrisa.

      —Déjemelo a mí.

      Desayuno, octubre 1974.

      —A mí me gusta desayunar de manera muy frugal —dijo el general sirviéndose un vaso de jugo de naranja—. Y la señora me tiene a dieta. Pero sírvase usted lo que quiera, coronel.

      —Gracias, mi general, la verdad es que no tengo mucho apetito. —Odiaba tener que comer con el general. La reunión diaria era para hablar de Inteligencia, no para comer tostadas, pero el general no se perdonaba su jugo y su pan con mantequilla. Tardaba varios minutos en untar el pan. Lo hacía con extremo cuidado mientras el coronel trataba de disimular su impaciencia.

      El general alzó la vista y lo miró con fijeza.

      —A mí me preocupa esto, coronel, nos puede traer consecuencias. Yo entiendo que no era positivo tener al general Prats estorbando los planes de la Junta y trabajando para el deterioro de mi imagen, pero ese gringo se puede ir de boca y relacionarnos con el bombazo. Yo no confío en los gringos tampoco. Son chuecos, ayudan por un lado y apuñalan por el otro. Yo tengo que ver manera de protegerme. Explíqueme bien cómo ocurrieron los hechos.

      —Se lo explico de inmediato, mi general —dijo el coronel mascando con rapidez el pedazo de pan que se había echado a la boca—. La misión original se llevó a efecto tal como se planeó desde un comienzo y como usted y yo lo hablamos en su momento. El coronel Espinoza le dio la orden a Townley y entre Townley y Mariana Callejas se encargaron del seguimiento del general Prats hasta la víspera de la explosión. Townley pasó esa noche encerrado en el garaje del general Prats en la calle Malabia, mi general. Mariana Callejas estaba encargada de activar la bomba desde un Renault que alquiló Townley en Buenos Aires. Cuando el general Prats aparcara su Fiat frente al garaje sería cosa de cambiar el interruptor de posición y hacer estallar el artefacto, mi general. El interruptor falló, mi general. Lo que va a decir Townley, si llegan a tomarlo, es que él había planeado hacerlo funcionar al día siguiente y la CIA se le adelantó.

      —Y usted me asegura que no han quedado huellas de ninguna participación nuestra en el bombazo.

      —Positivo, mi general.

      —Y las memorias, qué pasó con las memorias.

      —Estamos en eso, mi general.

      —Estamos en eso, mi general —remedó la voz del coronel el general—. Es la quinta vez en esta semana que me dice lo mismo. ¡Registren la casa, aprieten a la familia, hagan lo que tienen que hacer pero yo quiero esas memorias aquí!

      —¡A la orden, mi general! —se cuadró el coronel y salió más que ligero de la pieza.

      Desayuno, noviembre 1975.

      Esa mañana el general salió de su casa dando un portazo. Estaba molesto. Había hecho llamar al coronel para decirle que el desayuno se adelantaba quince minutos. Que dejara lo que fuera que estaba haciendo y se fuera al Diego Portales de inmediato. No quería dejar pasar ni un minuto más antes de hablar con él. Esos jetones habían metido las patas a fondo, que no le vinieran con cuentos y él pensaba decírselo al coronel con todas sus letras. Pero el coronel ya había salido de su casa cuando lo hizo llamar. ¿No ve? Ha de ser la mala conciencia lo que lo hizo apurarse tanto.

      El coronel no alcanzó a enterarse de que el general había adelantado la reunión. Él se fue más temprano porque olía lo que iba a pasar. Y no se equivocó. El general lo recibió con mala cara, pero menos mal que venía preparado. Le habían advertido que el jefe estaba furioso. Había que ver manera de suavizarle el ánimo. O hacer lo que siempre hacía cuando el jefe se enfurecía. Poner cara de palo y aguantar el chubasco.

      —Siéntese, coronel. Tenemos que hablar de algo muy serio —empezó el general—. ¿Va a querer té o café?

      —Café, sin azúcar, gracias,

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