Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Si una nación no quiere ser dejada de lado por la Organización Mundial del Comercio, debe eximir de impuestos a las multinacionales, privatizar servicios clave, como la sanidad, el agua o la educación, y restringir la capacidad del Gobierno para fijar estándares de salud o medio ambiente.
Son contratos leoninos, pero —explicó Klein en su respuesta al primer ministro— la desregulación la imponen los grandes países a los demás sin contemplaciones, aunque no necesariamente a sí mismos, como se advierte con el mantenimiento de los subsidios para la agricultura y la minería, o de los aranceles de la importación. ¿No hablábamos de igualdad de oportunidades y de libre comercio? Entonces, llamaremos «ortodoxia económica» a lo que los Estados poderosos imponen a los pobres2.
El problema de la globalización —añadió Klein— es, en realidad, el problema del poder. Cuando el discurso de personas bienintencionadas, como el primer ministro belga, trata sobre igualdad o libertad, no parece haber nada más que un vacuo voluntarismo, apenas un pliego intransitivo de buenas intenciones. En las épocas más prósperas del capital, no se atienden estos problemas desde su raíz; en las recesiones, se piden más y más sacrificios.
¿Debemos contentarnos con la promesa de que nuestros problemas se resolverán con más comercio? ¿Con más protección para las patentes farmacológicas y más privatizaciones? Los globalizadores de hoy son como médicos con acceso a un solo medicamento: sea cual fuere la enfermedad —pobreza, migración, cambio climático, dictaduras, terrorismo— el remedio es siempre más comercio. (Klein, 2004a, p. 93)
Pero ¿quién era aquella joven periodista de formas corteses y verbo contundente que se expresaba con tanto aplomo en público? En realidad, en aquel momento, ya era una celebridad en los ambientes del activismo internacional de izquierdas, que habían convertido su libro No logo: el poder de las marcas en poco menos que su texto fundacional. Algunos años antes había sido una niña burguesa canadiense; pasó de ser fanática de la ropa de marca a militar en la izquierda y escribir panfletos en la prensa cuando empezó a advertir la seriedad del compromiso progresista que formaba parte de su tradición familiar.
La intención de este ensayo es demostrar que los trabajos realizados por Naomi Klein son esenciales para entender las claves de la deriva del capitalismo contemporáneo. De igual manera, pretende desacreditar los tópicos y las fórmulas simplistas y superficiales con las que se intentan ridiculizar sus propuestas y, en general, las de los movimientos alterglobalizadores. En relación con muchas de esas críticas, hay motivos para sospechar que, en realidad, se pretende eludir una batalla de ideas que debería ser objeto de permanente atención en todos los medios responsables. Esa espera no puede prolongarse por más tiempo. La gran contracción económica que estalla en 2008, cuyas implicaciones se extienden en el tiempo, permite pensar que el problema es no haber atendido suficientemente a quienes, desde una década antes en Seattle, denunciaron que, bajo la cáscara de una prosperidad impostada y la hegemonía ideológica neoliberal, se agitaban las fuerzas más destructivas del capitalismo.
Sobre Naomi Klein encontramos numerosos comentarios particularmente insustanciales. Por ejemplo, en la celebérrima revista Vogue, en una entrevista que concedió Klein para promocionar su libro Esto lo cambia todo, ensayo que dedica al cambio climático, se le describe como «cálida, divertida, con los pies en el suelo y discretamente estilosa». Por otro lado, en el muy leído ensayo Rebelarse vende, Joseph Heath y Andrew Potter, que cargan de manera inmisericorde contra la izquierda heredada de la rebeldía de los sesenta, la presentan como una consumista que ha trasladado su necesidad de obtener distinción desde la compra de ropa de marca hacia la propagación de pueriles fórmulas de insurrección contra la comida basura o a favor de los alimentos orgánicos. También están quienes no han desaprovechado la oportunidad de ironizar con el hecho de que su documental sobre Esto lo cambia todo, realizado por Avi Lewis, pareja de Klein, contara con la financiación de la actriz Pamela Anderson, icono sexual del cine y de la televisión para multitudes. Por eso, resulta extraño encontrar, entre los numerosos críticos de Klein, lecturas atentas y reflexivas sobre una serie de trabajos cuya profundidad y trascendencia sobresale de todos esos clichés. Me referiré, especialmente en la sexta parte de este ensayo, a los hostiles a Klein, pero antes convendría aclarar algunos puntos sobre el personaje.
Naomi Klein nació en Montreal en 1970. Sus padres, estadounidenses, habían formado parte de la New Left que en los años sesenta protestó insistentemente contra la guerra de Vietnam, de ahí que terminaran por abandonar el país. Su abuelo paterno había trabajado para Disney desde 1936; se convirtió en el líder de las huelgas que sacudieron la empresa en los años cuarenta y que marcaron al fundador de Disney durante el resto de su vida, pues desde entonces se declaró un feroz anticomunista. Su padre, Michael Klein, era pediatra en un hospital público. Su madre, Bonnie, luchó activamente contra la pornografía en una época en la que una deriva tal del movimiento feminista generaba sospechas incluso entre la gente de izquierda. Debido a su documental, Esto no es una historia de amor, se le acusó de ser reaccionaria, intolerante o enemiga de la libertad sexual. El hermano mayor de Naomi también comulgaba con el progresismo de la familia; mientras que ella no —al menos durante su adolescencia—, pues, a pesar de la tendencia ecologista y enemiga del consumismo con la cual creció, se sentía feliz en los centros comerciales, comprando ropa cara e, incluso, trabajando en una tienda de moda.
Quizá esa rebeldía contra los criterios imperantes en casa la condujo, precisamente, al paso imprescindible para declararse enemiga eterna de algo: la desilusión. Naomi descubrió que la fascinación por las marcas, cuyo «veneno» es especialmente eficaz entre los jóvenes —más si son féminas—, se basa en la fe en una promesa de felicidad y bienestar que nunca puede cumplirse; por eso, debe reeditarse una y otra vez, en un bucle eterno como el de la moda.
Klein tenía diecinueve años cuando el joven Marc Lépine entró en la Escuela Politécnica de Montreal y mató a diecinueve mujeres; antes de suicidarse, el joven declaró que su objetivo era luchar contra el feminismo. Esa tragedia cambió súbitamente la actitud de Naomi Klein: empezó a sentirse feminista, y a participar en diversas manifestaciones o publicaciones asociadas a género, activismo ciudadano o multiculturalismo. A inicios de los años noventa, abandonó la universidad para dedicarse a realizar colaboraciones periodísticas. A menudo ha reconocido que empezó a detectar que, debido a la obsesión por la corrección política, los usos y las costumbres patriarcales o los signos de discriminación sexual o racial, ha quedado relegado el verdadero factor de la injusticia: la explotación, es decir, la desigualdad entre ricos y pobres. Klein entendió, además, que este no era un problema específicamente canadiense, lo que le permitió plantearse, por primera vez, el asunto de la globalización. Así, notamos que la izquierda, que había alcanzado la hegemonía cultural en las universidades canadienses, provocó la segunda gran desilusión en la vida de Naomi Klein.
El abandono de los fundamentos económicos radicales del movimiento feminista y de los derechos humanos debido a la unión de causas que llegaron a ser conocidas como lo políticamente correcto educó a una generación de militantes en la política de la imagen y no de la acción. Y si los invasores del espacio no tuvieron problemas para penetrar en nuestras escuelas y comunidades, eso se debió, al menos en parte, a que los modelos políticos de moda en el momento de la invasión nos habían equipado mal para enfrentar temas más relacionados con la propiedad que con la representación. Estábamos demasiado ocupados analizando las imágenes que se proyectaban en la pared para advertir que habían vendido hasta la pared misma. (Klein, 2005a, p. 161)
La escritora se refiere al momento en que, a partir de un modelo instalado y proveniente de EE. UU., las grandes marcas estaban apoderándose de espacios académicos antes inalcanzables para ellos, al menos en