Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Para los defensores de este modelo, la posibilidad de un desarrollo sostenido para que países como Filipinas erradiquen su secular pobreza pasa por una política regional de atracción para los inversores extranjeros. El gran problema es cómo estos programas de creación de empleo para productos de exportación conducirán a la gente hacia el bienestar si los salarios que se les pagan apenas sirven para la manutención y el alquiler. Lo que existe, en realidad, es un magnífico negocio para la oligarquía local y las firmas extranjeras, que encuentran una mano de obra obediente y barata de cuyas condiciones de trabajo, además, no tienen que responsabilizarse.
«Ya era hora de que los pobres del mundo obtuvieran aquello de lo que siempre gozaron en los países ricos», escuchamos a menudo. Este es un argumento cándido. Ciertamente, los empleos huyen hacia el sur, pero no son los mismos empleos, su calidad es infinitamente inferior. La flecha, además, regresa a su origen arteramente envenenada: debido a la competencia feroz entre los trabajadores del planeta que propone la globalización, el trabajo tiende a precarizarse también en las sociedades desarrolladas. No es extraño que, ante esta tesitura, aparezca cada vez con más fuerza un concepto repleto de connotaciones: el precariado, al cual ya se refería, a fines del siglo XX, el sociólogo alemán Ulrich Beck bajo la designación de «brasileñización» de Occidente.
La consecuencia involuntaria de la utopía neoliberal del libre mercado es la brasileñización de Occidente. Lo que más llama la atención en el actual panorama laboral a escala mundial no es sólo el elevado índice de paro en los países europeos, el denominado milagro del empleo en EE. UU., o el paso de la sociedad del trabajo a la sociedad del saber, es decir, qué aspecto tendrá en el futuro el trabajo en el mundo de la información. Es, más bien, el gran parecido que se advierte en la evolución del trabajo en los denominados primero y tercer mundo. Estamos asistiendo a la irrupción de lo precario, discontinuo, impreciso e informal en ese fortín que es la sociedad del pleno empleo en Occidente. Con otras palabras: la multiplicidad, complejidad e inseguridad en el trabajo, así como el modo de vida del sur en general, se están extendiendo a los centros neurálgicos del mundo occidental. (Beck, 2000, p. 9)
Este modelo que va instalándose aceleradamente entre nosotros ha sido presentado por los ideólogos de la globalización financiera como un éxito del capital, el cual, al flexibilizar sus dispositivos laborales, libera al empleado de las viejas cárceles de hierro del fordismo: el centro de trabajo, los horarios rígidos, el uniforme, entre otros. Entonces, la flexibilización, la deslocalización o la liberalización son las versiones ideológicas que ocultan la verdad de la precarización y el abaratamiento del trabajo. Debemos preguntarnos si este dispositivo de torsión semántica e higienización terminológica es la aportación de la derecha a la era de la corrección política, fenómeno típico de nuestro tiempo y cuyos responsables son, comúnmente, buscados en la izquierda.
¿Es necesariamente negativa la flexibilidad? No. El problema se origina cuando entendemos que solo beneficia al gran empleador, en la medida en que puede esquivar el compromiso de proveer a sus trabajadores de horarios dignos, seguridad social y condiciones de salubridad. Los defensores de este modelo, que por lo general disponen de medios de comunicación muy potentes para hacerse escuchar, proponen el concepto de individuo autónomo para definir al trabajador del nuevo capitalismo, un reino rebosante de oportunidades en el que se vive poco menos que una arcadia profesional donde pasamos de esa antigualla del trabajo asalariado al reino del autoempleo. Muy bien preparados y dueños de los exquisitos conocimientos —en especial, en electrónica— que supuestamente requiere la nueva economía corporativa, los jóvenes se incorporan al mercado y trabajan según el horario que les apetece; lo hacen desde su casa y no aceptan las absurdas imposiciones de un modelo disciplinar que ya no tiene sentido en el nuevo milenio.
Desgraciadamente, como afirmaba el abuelo de Naomi Klein, «no es oro todo lo que reluce». Durante los periodos de crisis, el miedo se impone en el espacio desregulado. Atemorizados por las oleadas de despidos, nos convencemos de que debemos aceptar cualquier oportunidad para continuar en la empresa o para salir del paro, aunque las condiciones que proponen sean indignas. El empleador gana a corto plazo, pero olvida un principio que Henry Ford tenía muy claro hace un siglo: si el trabajo no es seguro ni está bien pagado, no es posible obtener la identificación del empleado con su empresa. Adiós a la cultura del mérito, el trabajador no dura tanto en la empresa como para que se consolide su valía, es despedido antes, seguramente después de haber sido despedido y readmitido en la misma empresa otras veces. Eso explica que el trabajo asalariado no produzca la redistribución de riqueza de otros tiempos, y que un número creciente de personas, directamente dañadas por este método, albergue una rabia incontenible contra las grandes corporaciones.
Siguiendo el célebre concepto de Max Weber, podemos considerar el capitalismo clásico, basado en la fidelidad a la empresa, como una «cárcel de hierro» para el trabajador, pero sin olvidar, como el propio Weber entendió perfectamente, que aquella podía ser también un hogar bastante confortable. He aquí el origen del estado del bienestar, donde los principios de negociación entre clases están garantizados por la maquinaria institucional, lo cual aleja el peligro de la individualización. A medida que avanza el siglo XX —y en especial durante la década de los sesenta—, las pirámides burocráticas de Estado y empresa van siendo sospechosas de coartar las libertades de los individuos deseosos de trazar biografías singulares y no reductibles a la categoría de hombre-masa, pero será recién durante el último cuarto de siglo cuando aquel modelo empiece a desmantelarse.
Según Richard Sennett, el final del periodo de los acuerdos de Bretton Woods, que supone la eliminación del patrón oro y el tránsito en las corporaciones de la hegemonía de las direcciones a la del accionariado, da lugar al llamado capital impaciente. Desde entonces, los valores de las acciones, y no necesariamente los de la producción, son los que determinan las ganancias a corto plazo, que son exigidas por el accionista. En ese contexto nuevo, las empresas flexibles y con un gran poder de innovación reciben los mayores apoyos financieros, mientras las que tienden a la estabilidad y la autoconservación empiezan a ceder la hegemonía. Eso explica por qué Wall Street y los demás centros financieros responden con entusiasmo a las empresas que despiden empleados. La consecuencia, más allá de los apresurados beneficios financieros, es el deterioro del otrora mayor tesoro de las compañías: el capital social. Sennett dijo lo siguiente:
Los tres déficits del cambio estructural son la baja lealtad institucional, la disminución de la confianza informal entre los trabajadores y el debilitamiento del conocimiento institucional […]. Según mi criterio el capital social es bajo cuando la gente decide que sus compromisos son de baja calidad, y alto cuando la gente cree que sus asociaciones son de buena calidad […]. Si un empresario le dice a uno que se las tiene que arreglar solo, que la institución no le ayudará cuando se encuentre en apuros, ¿por qué habría de sentir uno lealtad hacia ella? (Sennett, 2007, pp. 58-59)
Cómo las marcas se apoderaron de la protesta
¿Y qué hacía entretanto la izquierda? Naomi Klein ha insistido muchas veces en que la izquierda, por ejemplo, en las universidades, se desorientó completamente durante años, sobre todo al iniciar la década de los noventa.
Antes de referirnos a ese momento, previo a la eclosión