Las razones del altermundismo. David Montesinos
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Un ejemplo de esa apropiación mercantil de los signos de rebeldía y antagonismo se encuentra insistentemente a lo largo de las seis temporadas de la serie Mad Men. El genial publicista que la protagoniza, Don Draper, atraviesa una seria crisis personal en los momentos finales del relato. Deambula por la California que despide los años sesenta pensando en dejar su trabajo, su familia y su acomodada posición… Quizá se convierta en vagabundo o piense incluso en el suicidio, como da a entender por sus últimas llamadas telefónicas, propias de un hombre confuso y desesperado. Acude a un retiro budista donde llora por la inmensa mentira que ha sido su vida. Por la mañana, hermanado con otros arrepentidos de la locura consumista y vestido como un convertido al budismo, saluda al nuevo sol. A continuación, observamos el mítico anuncio de Coca-Cola en su época más hippie y pacifista. Suponemos que es la nueva creación de Draper, quien, por fin, ha recordado que, por encima de todo, es un gran vendedor de sueños.
Abandonada en ese punto, la lectura de Williams es ingrata, pues podría sumirnos en la confusión de un pesimismo asimilacionista similar al de Thomas Frank. Entonces, es esencial conocer la postura de este autor con respecto a la existencia de formas culturales propiamente populares y no reductibles a la homogeneización de la cultura de masas. Lo singular del planteamiento de Raymond Williams, de sus compañeros de la Escuela de Manchester y de los estudios culturales consiste en la detección de diversas formas de resistencia en la recepción de los artefactos culturales generados por el consumo de masas. Alejándose de la pura pasividad, la comunidad reestructura y subvierte los signos que recibe; esto da lugar a una circulación simbólica en el territorio social que el poder no tenía prevista. En ese sentido, podemos encontrar un nexo con los planteamientos de Klein, que, en la cultura y, sobre todo, en las formas de participación política, encuentra líneas de acción originalmente populares que, en los tiempos de la mundialización, son capaces de articular proyectos de resistencia activos y eficaces.
¿Y después de los años sesenta? Volvamos a Klein y su experiencia en la universidad dos décadas después, cuando el recurso de la izquierda, ante el evidente triunfo del capitalismo frente a sus hostiles, fueron las políticas de identidad. Bajo la aparente radicalidad con la que se revelaban contra el uso de fórmulas racistas o patriarcales, a veces con una exhaustividad y una insistencia sospechosas, se escondía una lamentable incapacidad para contrarrestar ideológicamente el apogeo del capitalismo. Naomi Klein, que confiesa ser parte de aquel marasmo iluso que solo era capaz de simular posiciones agresivas, reconoce haber tardado en notar que esa batalla por la corrección política era parte de una derrota de la que aún no nos hemos repuesto del todo.
En este nuevo contexto globalizado, las victorias de la política de la identidad se han reducido a redistribuir el mobiliario mientras la casa arde. Sí, hay muchos programas televisivos multiétnicos y hasta más ejecutivos negros, pero cualquiera que sea el grado de mejora cultural posterior, no se han evitado las rebeliones de los marginados ni que el problema de los sin techo alcance proporciones de crisis en muchos centros urbanos estadounidenses. (Klein, 2005a, p. 160)
¿Perdieron aquellos universitarios la batalla contra la discriminación racial o sexual? Podemos afirmar que, una vez más, su lenguaje fue hábilmente asimilado por el marketing para la globalización comercial. ¿Creen las grandes corporaciones en la emancipación de la mujer, la distribución de la riqueza o la diversidad étnica y cultural? No, sus prácticas laborales alimentan todos esos males. Sin embargo, cuando, por ejemplo, Benetton convierte en símbolo distintivo la diferencia racial, sus productos se venden mejor. Cuando Starbucks emplea su monstruoso poder de inversión para arrasar las tiendas locales, no consigue proteger las opciones singulares, sino más bien uniformizarnos a todos en el consumo. Naomi Klein advierte, frente a la iridiscencia hortera y pueril de las franquicias que —como McDonald’s— proliferaron desde los años cincuenta, un toque new age en las nuevas marcas. Ikea, GAP, The Body Shop y Starbucks consiguen establecer una «conexión con el alma». No se trata de comprar muebles o pijamas ni de tomar café, sino de ayudar a encontrarnos con la espiritualidad.
Nunca el sistema es tan poderoso como cuando se apropia de los códigos que articulan el discurso antagonista. «Esto siempre lo hicieron los publicistas», dirán los pesimistas como Thomas Frank. Es cierto, pero nunca como ahora, ni siquiera en los años sesenta, se sofisticó tanto el mecanismo de incorporación de mensajes críticos hacia dispositivos tan característicos del sistema como la uniformización de las masas o la búsqueda del estatus a través de la adquisición de productos.
No podemos engañarnos en este punto: a fin de cuentas, se trata de capitalismo. Si los malls imitan a pueblos y ciudades, es porque, en estos, han desaparecido los espacios públicos; si las firmas incitan a la mujer o a los homosexuales a liberarse de sus opresores, es porque han descubierto su enorme poder de gasto. Con respecto a esto, Klein dice lo siguiente:
La unión de ventas y espectáculo que se observa en las supertiendas y los centros comerciales temáticos ha creado una amplia zona gris de espacios privados seudopúblicos. Los políticos, la policía, los trabajadores sociales y hasta los dirigentes religiosos saben que los centros comerciales se han convertido en la plaza principal de las ciudades. Pero a diferencia de las plazas antiguas, que eran y siguen siendo espacios de discusión comunitaria, de protestas y de reuniones políticas, el único tipo de discurso que se permite en estos espacios es la charla sobre el marketing y el consumo. Los manifestantes pacíficos son rutinariamente expulsados de ellos por los guardias de seguridad porque perturban las compras, y hasta las protestas políticas son ilegales allí dentro. (Klein, 2005a, p. 225)
¿El ágora ha sido trasladada al centro comercial? Eso es imposible; el ágora es impracticable en el mall, donde solo puede ser un simulacro.
¿Y la ética empresarial? Podríamos contestar que el capitalismo no es ético, que solo cree en la rentabilidad. Sin embargo, el discurso moralista es más potente a nivel publicitario que nunca. Sabemos que empresas extendidas por todo el mundo, y acusadas a menudo de prácticas nefastas respecto a los derechos laborales o al medio ambiente, han patrocinado programas solidarios de la ONU. También han creado organizaciones humanitarias y han presentado bellos discursos a favor de la cooperación y los derechos humanos. ¿No es esto un triunfo? No parece que, a consecuencia de esos aparentemente bondadosos proyectos, hayan surgido reglamentos con verdadero poder sancionador respecto a la ética corporativa. Se trata, en el mejor de los casos, de un voluntarismo escasamente transitivo; en el peor de los casos, de pura hipocresía calculada estratégicamente para vender más.
Obviamente, los controles no los van a establecer motu proprio Nike, Shell o Walmart. ¿Lo establecerán, entonces, los representantes de los ciudadanos? Parece difícil en un contexto en el cual las operaciones comerciales desbordan por completo el poder regulador de las instituciones del Estado-nación.
¿Consumidor o ciudadano?
Naomi Klein se muestra siempre extraordinariamente interesada por los movimientos de recuperación de los espacios públicos. Ese interés supone la constatación de un hecho acaso invisible pero sumamente inquietante: la ciudadanía ha perdido las calles, que están colonizadas ahora por ejércitos de publicistas, es decir, por los criados de las grandes corporaciones globales. Naomi Klein se refiere a formas activas de ciudadanía como los graffitis, el intercambio de productos alimentarios entre personas, la ocupación de casas deshabitadas por grupos de vida alternativa o los huertos urbanos, sin olvidar formas de pura supervivencia, como la mendicidad,