Las razones del altermundismo. David Montesinos
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En la Década Prodigiosa, la que manifestó su inconformismo fue la primera generación que se sintió en condiciones de resistirse a la cultura del trabajo fijo, la familia tradicional y, en definitiva, la sumisión del sedentarismo. Aquellos trabajadores no empezaban a sentirse espiritualmente ligados a la empresa ni al american way of life por la misma razón por la que no creían en el propósito patriótico de liberar a nadie en Vietnam. El problema llegó después, cuando los enemigos burgueses dejaron de pedirles que se cortaran el pelo y que no fumaran más hachís, y asumieron, de la manera que les resultó más rentable, muchos de sus signos.
Un estudio exhaustivo de los modos con los cuales las marcas desplazaron históricamente su estrategia hacia la apropiación de las formas de la rebeldía es el de Thomas Frank, autor del libro La conquista de lo cool. Él considera que siempre hubo una secreta afinidad entre las formas de rebeldía de los años de los hippies y la transformación empresarial que llegaba del fin de la posguerra. Defensor de la teoría de la asimilación y crítico de los héroes de la contracultura de los años sesenta, anuncia con relación a su ensayo:
[…] se cuenta aquí la evolución histórica de una forma de vida y cultural alternativa, cómo dejó de ser una fuerza contestataria y pasó a convertirse en una fuerza hegemónica: la historia de cómo el hippismo pasó de ser la lengua de los marginados a ser el lenguaje de la publicidad (Frank, 2011, p. 31).
Thomas Frank detecta, incluso en la actualidad, una fuerte resistencia a aceptar que la contracultura fue connivente con la lógica del hedonismo consumista, como si fuera imposible salir de la lógica enunciada por los propios rebeldes, quienes se declararon enemigos del sistema. Sin embargo, no es casualidad que, frente al estilo conformista y aún traumatizado por la guerra de los años cincuenta, la publicidad en la era Kennedy apostara por la individualidad y la protesta. Contra el esclerotizado modelo laboral de las viejas empresas, donde sobrevivía el hombre de traje gris, es decir, el obediente que jamás salía del guion convencional, los nuevos creativos de la avenida Madison encontraron en el frenesí juvenil de aquellos años la legitimidad que necesitaban para proclamar su propio ego caótico y, a la vez, creativo e innovador. Impusieron ese modelo en sus agencias de marketing y con él fecundaron la imagen de las marcas. De esta manera, se hace difícil discernir si la contracultura fue una batalla contra el capitalismo burgués y la sociedad convencional o si —como propone Frank— fue un episodio más en la evolución histórica de la clase media norteamericana. En este sentido, no cabe la confusión respecto a aquellos tonos de alegre espíritu juvenil y revolucionario que pasaron a adoptar los spots: «El objetivo principal de liberar toda esa creatividad no era, desde luego, derribar el capitalismo, ni siquiera conseguir que los empleados fueran más felices en el lugar de trabajo, sino poner en marcha la locomotora del cambio —«la revolución permanente»— que conduciría a la actual sociedad de consumo» (Frank, 2011, p. 167).
Lógicamente, muchos protagonistas de los movimientos alternativos de aquel tiempo veían en la propuesta publicitaria de absorber los signos que llegaban de los festivales de rock o las comunas hippies una perversa intención: desactivar la revolución banalizando su sistema de señales. Pero Thomas Frank no comparte este punto de vista conspirativo: la iconografía del rock atraía a los publicistas porque encontraron un punto de convergencia entre la espontaneidad de aquellos jóvenes melenudos y la deriva del capitalismo de consumo que ellos detectaron con el cambio de década. Lo joven, lo camp, el amor libre y el inconformismo pasaron a convertirse en koiné, es decir, en lenguaje común. De esta manera, no solo se trataba de seducir a los menores de treinta años, sino al público en general, mucho más dispuesto, a partir de la beatlemanía y los fenómenos similares, a aceptar los nuevos valores, aunque solo fuera en relación con las compras.
No se estaba desplomando solo un mapa moral represivo y obsoleto que encerraba a las personas en las cárceles de la disciplina familiar y laboral o en la represión del deseo. Según Thomas Frank, lo que caía con estrépito, en las sociedades opulentas que habían superado la dureza de la posguerra, era la ética del ahorro y el premio diferido, el ascetismo de quien se sacrifica sin permitirse el derecho al goce.
No es de extrañar que los mismos textos que elogiaban la contracultura por cuestionar las formas convencionales acabasen adoptando su idea más importante: la revolución de las formas del consumo estadounidense. Las personas mayores habían sido contrarias a gastar, habían guardado su dinero celosamente; gastaban sólo cuando se aseguraban de la superioridad de un producto y a veces ni tan siquiera entonces. La cultura juvenil recibió sus mayores aplausos por su intención de acabar con aquella anticuada, incluso puritana, actitud, inducida los años de la depresión. (Frank, 2011, p. 211)
Aunque encontremos puntos de conexión entre la teoría de la asimilación y el lamento de Naomi Klein por la apropiación de las formas del lenguaje contracultural, la postura de Thomas Frank puede conducir a un callejón sin salida. En su ensayo, no estima el valor emancipatorio de aquel tsunami social y político de los años sesenta, del que son en gran medida herederos nuestros valores y costumbres —no solo nuestras compras—. Por eso no sabemos cómo podemos emprender un proyecto crítico y transformador sin que sus signos queden automáticamente expuestos a la absorción publicitaria.
Es muy oportuno revisar la versión que ofrece Raymond Williams sobre este problema. Es una figura clave del llamado Grupo de Manchester y, por tanto, de los cultural studies. Para este autor, la asimilación no es un fenómeno circunscrito históricamente a la era del pop. En realidad, lo que él llama modernismo, es decir, la cultura antagónica, vive en esa tensión permanente desde los tiempos en que Baudelaire observaba con el aire suspicaz de un flaneur el bullicio de las multitudes que la Revolución Industrial trajo a las grandes ciudades como París. La fractura biográfica, la soledad, el desclasamiento, la automarginación del artista o escritor adquieren una aureola mítica, pero todo empezará a cambiar tras los primeros años del siglo XX.
Lo que sucedió con bastante rapidez es que el Modernismo perdió muy pronto su postura antiburguesa, y se integró cómodamente al nuevo capitalismo internacional. Su intento de constituir un mercado universal más allá de las fronteras y las clases, resultó espurio. Sus formas se presentaron a la competencia cultural y la interacción comercial generadora de obsolescencia, con sus cambios de escuelas, estilos y modas tan esenciales para el mercado […]. Las imágenes aisladas y enajenadas de alienación y pérdida, las discontinuidades narrativas, se han convertido en la iconografía facilona de los comerciales, y el héroe solitario, amargo, sardónico y escéptico asume su lugar preparado de antemano como estrella del thriller. (William, 1997, pp. 55-56)
Williams no duda —refiriéndose, por ejemplo, a las vanguardias— que algunos de aquellos artistas, antes que disidentes antiburgueses, eran más bien burgueses disidentes: libertarios, iconoclastas respecto a los lazos sociales y nacionales, partidarios del mercado abierto e internacionalizado. Pero, al margen de si esta caracterización es válida o no para toda la cultura antagonista, no parece que la manera en que el capital ha interiorizado tales valores sea la que inicialmente proponían aquellos creadores:
[…] en particular en el cine, las artes visuales y la publicidad, ciertas técnicas que otrora fueron experimentales y significaron verdaderas conmociones y afrentas, se han convertido en convenciones operativas de un arte comercial de amplia distribución, dominado desde unos pocos centros culturales, mientras muchas de las obras originales se incorporaron directamente al comercio internacional corporativo […]. Pero en lugar de la rebelión, está el tráfico programado del espectáculo, en sí mismo significativamente móvil y, al menos en la superficie, deliberadamente desorientador. (William, 2010, p. 86)
La élite del modernismo tuvo el mérito de dislocar las convenciones asumidas por la sociedad burguesa, pero su lenguaje fue, a lo largo del siglo XX, cristalizando en formas simples y fácilmente traducibles a la imaginería del marketing y las multitudes. Los artistas